Los hijos de Abraham
Al fin vaciló la fe de Sara, y propuso a Abraham su
marido que tomara por mujer a su sirvienta Agar, ¡para así ayudar a Dios a
cumplir su promesa! La impaciencia se paga con amarguras, y el día llegó en que
le pesó a Abraham haber escuchado a Sarai su esposa.
Teniendo ya cien años, Isaac le nació de Sara, cual hijo
de la promesa. Pero ya antes le había nacido otro, Ismael, de Agar la sierva
egipcia, y pronto empezó éste a perseguir a Isaac. Así mostró su enemistad con
Dios, y llegó a ser hombre fiero, contrario a todo el mundo, y todo el mundo
contra él.
Nos dice Pablo en su epístola a los gálatas que estas cosas son una alegoría.
La sier-va representa a Sinaí, don-de Dios dio la santa e inexorable ley.
Corresponde a la Jerusalén terrenal, centro de la religión judaica que
esclaviza. La libre, Sara, representa la Jerusalén celeste, de la cual son
hijos todos los que tienen un nacimiento espiritual por fe en el hijo de la
promesa, Jesucristo.
Las religiones de los humanos siempre han sido de dos
clases. Hay la que esclaviza y jamás proporciona al alma la seguridad de la
salvación eterna. Y, hay la que hace saltar el alma, por la alegría de saber
que Dios ha aceptado y no vendremos a la condenación. La primera pone al hombre
a trabajar por su salvación, sin jamás ofrecerle seguridad de haberla
alcanzado. La otra le revela que Dios en gracia ha dado a su Hijo para consumar
la obra de nuestra salvación por su muerte en la cruz.
No pudiendo nosotros cumplir la santa ley de Dios, ha
caído sobre nosotros su maldición. Pero Cristo, por amor de nosotros, ha
llevado esa maldición en el Calvario. Al creerlo, somos justificados por la fe,
nuestras almas libres de la temida condenación, por la gracia del Salvador.
Siendo regenerados por un nacimiento espiritual, nos dedicamos a servirle por
amor, no ya para alcanzar la salvación, sino porque Él le ha comprado por
nosotros con su sangre.
Como en el caso de Isaac el hijo de la promesa, e Ismael
que nació según la carne, así en las dos religiones que representan. Los que
están esclavizados en una religión de obras, odian a los que profesan ser
justificados por la fe. Su enemistad se manifiesta a menudo en amarga
persecución, pero siempre queda la verdad escrita por Pablo: “Concluimos ser el
hombre justificado por la fe sin las obras de la ley”, Romanos 3.28.
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