El Espíritu de adopción
Esta gloriosa posición de hijo de
Dios tiene como consecuencia la recepción del Espíritu Santo: “Por cuanto sois
hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo” (Gálatas 4:6).
El Espíritu de Dios, quien habita en nosotros, nos hace entrar en la plena
libertad de esta relación filial: “Habéis recibido el espíritu de adopción, por
el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Romanos 8:15; Abba, palabra aramea no
traducida: forma cariñosa de la palabra padre, como «papá»).
El vínculo
El Espíritu une a los creyentes en un
solo cuerpo con Cristo (1 Corintios 12:13). Por medio de Cristo “los unos y los
otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Efesios 2:18). En el
Señor somos “juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Efesios
2:22).
La unción
Dios nos ha ungido con el Espíritu como
con un aceite de consagración para servirle, para conocer las cosas profundas
de Dios, para recibir y comunicar sus pensamientos (2 Corintios 1:21; 1
Corintios 2:10-15; 1 Juan 2:20, 27).
“Dios, nos ha sellado” (2 Corintios 1:21, 22). “Fuisteis
sellados con el Espíritu Santo de la promesa”; el Espíritu Santo “con el cual
fuisteis sellados para el día de la redención” (Efesios 1:13; 4:30). Dios ha
puesto así su Espíritu sobre nosotros como un sello, una marca indeleble de que
procedemos de Él y somos suyos por los siglos.
Las arras
Dios “nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros
corazones”. “Dios, quien nos ha dado las arras del Espíritu” (2 Corintios 1:22;
5:5).
El Espíritu Santo de la promesa “que es las arras de
nuestra herencia” (Efesios 1:14). El Espíritu Santo, en nuestros corazones, es
a la vez una garantía y un anticipo de nuestras futuras bendiciones en la
gloria.
La santificación
Esta presencia del Espíritu Santo en el creyente impone
una separación práctica del mal. “¿Ignoráis que vuestro cuerpo es templo del
Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois
vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en
vuestro cuerpo” (1 Corintios 6:19-20).
El poder
El que ha sido rescatado por Cristo tiene naturalmente
el deseo de vivir para su Señor. Desgraciadamente, no tarda en experimentar que
en sí no tiene ninguna fuerza para llevar una vida santa y pura, de manera que
el bien que quiere, no lo practica; el mal que no quiere, lo hace (Romanos
7:19). Hay en él un nuevo hombre, nacido de Dios, que no peca (1 Juan 5:18);
pero subsiste también en él la naturaleza pecadora, el viejo hombre, “que está
viciado conforme a los deseos engañosos” (Efesios 4:22). Debe aprender por
medio de la experiencia y de la enseñanza de la Palabra:
-
que, en él, es decir, en su carne, no mora
el bien;
-
que en el viejo hombre (no en el nuevo) mora
todavía el pecado;
-
que en él no hay ninguna fuerza para
reprimir esa vieja naturaleza (Romanos 7:14-23).
Y cuando, habiendo experimentado su completa
incapacidad, es llevado finalmente a implorar el socorro (Romanos 7:24),
aprende que lo que le era imposible, Dios lo ha hecho por él, pues esa vieja
naturaleza que tanto hace sufrir al nuevo hombre, y de la cual no puede
deshacerse, Dios le dio muerte en la cruz con Cristo (Romanos 6:5, 6; Gálatas
2:20). Dios lo dice y el cristiano no tiene más que creerlo. Ya no tiene más
que mantener a su viejo “yo” en el lugar que Dios le ha dado, es decir, en la muerte:
“Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros” (Colosenses 3:5).
Como no tiene en sí ninguna fuerza
para hacerlo, Dios ha puesto a su disposición un poder victorioso: el Espíritu
Santo que él le ha dado y que habita en el creyente: “Si por el Espíritu hacéis
morir las obras de la carne, viviréis” (Romanos 8:13). “Andad en el Espíritu, y
no satisfagáis los deseos de la carne” (Gálatas 5:16). Dios nos libera así del
poder del pecado, después de habernos liberado de la condenación merecida por
nuestros pecados.
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