Ahora,
para terminar, me gustaría exhortar encarecidamente al lector cristiano,
empleando las palabras solemnes del Señor en Su advertencia a la iglesia de
Filadelfia:
“He aquí, yo vengo
pronto; retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona” (Ap.
3:11).
Observemos: nadie
puede robarme mi salvación. De esto hay evidencia abundante en las Escrituras.
Pero otro puede tomar mi corona si me muestro infiel a lo que me ha sido
confiado.
Cada creyente,
además de ser un hijo, también es un siervo. A cada uno le es dado algún don
particular y alguna línea de servicio. Puede que sea de naturaleza pública o
privada, pero es una mayordomía que el Señor ha confiado a esta persona. “Ahora bien, se requiere de los administradores,
que cada uno sea hallado fiel” (1 Co. 4:2). Si no ejerzo el ministerio que
me ha sido dado, humildemente y dependiendo del Espíritu Santo para que pueda
cumplirlo fielmente, puedo ser marginado como siervo, y el Señor puede llamar a
otro para terminar mi trabajo. Si esto sucede, perderé mi corona.
Hemos oído del
hermano que distribuía tratados, pero que llegó a desanimarse debido a que
aparente nadie apreciaba lo que hacía. Abandonó su servicio, y veinte años más
tarde supo que alguien se había convertido por medio de un tratado que repartió
el último día. Aquel nuevo creyente había tomado para sí ese ministerio de
repartir tratados. Después de largo tiempo encontró un día a su bienhechor en
la calle al presentarle un tratado. Surgió una conversación entre ellos, en la
cual el hermano viejo aprendió que aquel joven creyente había tomado su lugar y
ministerio. “Así que”, dijo, “¡parece que te he dejado tomar mi corona!”
Recordemos,
hermanos, que Dios llevará a cabo Su obra de alguna manera empleando algún
instrumento. Aprendamos a no esquivar nuestra responsabilidad, sino decir (y
hacer) con Isaías: “Heme aquí, envíame a mí”.
(del libro “Salvación
y Recompensa, dos líneas distintas de la verdad”, H.A. Ironside)
No hay comentarios:
Publicar un comentario