Acán, el impenitente
Este individuo tan
notorio se presenta en las Santas Escrituras como para escarmiento de los que,
cual él, fuesen contumaces e impenitentes.
Antes de ir los israelitas al sitio de Jericó: fueron todos conjurados a no
apropiarse nada de los despojos que habría después de la batalla. Estos debían
ser consagrados al Señor para el uso de su santo servicio. Los despojos de
muchas otras ciudades quedaban para ellos, y pronto gozarían de aquella
riqueza, pero los de la primera debían ser para Dios. En esto aprendamos una
regla divina: Dios primero.
A pesar de esta conjura, al ver Acán cierta cantidad de oro y plata y un
vestido muy fino, al estilo babilónico, los acaparó y los llevó secretamente a
su tienda, donde
los pudo esconder bajo tierra.
No hay duda de
que él comprendiese de que hacía mal. A cada momento le lastimaba la
conciencia: “Acán, has pecado; Acán, has pecado. Confiésalo, y busca la
misericordia de Dios”. Pero endureciéndose, no hizo caso.
Sin juzgar ellos el pecado que se había presentado entre ellos, el Señor no
iba a darles apoyo. Josué, por lo tanto, emprendió enseguida la triste tarea de
hacer frente a la condición de su pueblo.
Acán, que era testigo de la derrota de Ai, debía haber sentido los
aguijones de la conciencia acusándole de nuevo, y diciéndole: “Acán, tú has
pecado; tú eres la causa del mal. Confiésalo, y busca la misericordia de Dios.
Él es grande en misericordia”. Pero no quiso. Ahora oye la trompeta para reunir
los millares del pueblo en sus tribus y familias, y le llamaría de nuevo la
conciencia: “Acán, vas a ser descubierto. Dios hará salir la verdad. Confiésale
tu pecado y serás perdonado”.
Dieron principio a la pesquisa y la suerte cayó en la tribu de Judá. Acán
debía haber temblado, porque era de aquella tribu. De nuevo la voz diría: “No
hay tiempo de perder; haz confesión”. No lo hizo. Ahora cayó la suerte
señalando la familia de Zera, de la cual formaba parte Acán. De nuevo se le
presenta la oportunidad de arrepentirse y confesar su pecado, pero la perdió.
No le restaba otra. Al poco los ancianos hicieron escoger de nuevo, y salió
señalado el mismo Acán.
“Declárame ahora lo que has hecho, no me lo encubras”, le dijo Josué, y
Acán respondió: “Verdaderamente yo he pecado”. Pero el día de la gracia se
había pasado para Acán; la confesión fue hecha demasiado tarde. En vez de
hallar misericordia, fue arrastrado con los suyos al valle de Acor, y fueron
todos apedreados y quemados con fuego.
Aprendamos una lección solemne. Dios en su grande paciencia le da a cada
hombre y mujer su tiempo para arrepentirse, confesando sus pecados a él, y
creyendo en Cristo. Dios nos da el corto espacio de esta vida para esto mismo.
¡Ay del hombre que llega a morir sin ser perdonado, porque después de la muerte
viene el juicio!
Pero
dirás que hay tiempo de sobra, que no vas a morir todavía. ¿Cómo sabes el día
en que va a terminar la paciencia de Dios para contigo? Por amor de tu alma
vino Jesús el Hijo de Dios al mundo, y sufrió la ira divina por salvarte. No te
resta nada que hacer, sino reconocer tu pecado.
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