lunes, 7 de octubre de 2019

ESCENAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (37)

Acán, el impenitente

Este individuo tan notorio se presenta en las Santas Escrituras como para escarmiento de los que, cual él, fuesen contumaces e impenitentes.
Antes de ir los israelitas al sitio de Jericó: fueron todos conjurados a no apropiarse nada de los despojos que habría después de la batalla. Estos debían ser consagrados al Señor para el uso de su santo servicio. Los despojos de muchas otras ciudades quedaban para ellos, y pronto gozarían de aquella riqueza, pero los de la primera debían ser para Dios. En esto aprendamos una regla divina: Dios primero.

A pesar de esta conjura, al ver Acán cierta cantidad de oro y plata y un vestido muy fino, al estilo babilónico, los acaparó y los llevó secretamente a su tienda, donde los pudo esconder bajo tierra.
No hay duda de que él comprendiese de que hacía mal. A cada momento le lastimaba la conciencia: “Acán, has pecado; Acán, has pecado. Confiésalo, y busca la misericordia de Dios”. Pero endureciéndose, no hizo caso.
Salió de nuevo ejército de Israel; no todo, sino una parte. Algunos habían dado consejo hacer así, porque la ciudad de Ai era pequeña. Cuál fue la sorpresa cuando los guerreros de Ai salieron tan feroces que los invasores no pudieron darles batalla, y en la fuga cayeron muertos algunos israelitas. El desánimo fue general, y Josué el capitán se postró delante de Dios afligido en espíritu y lleno de lamentos. Estando así, le habló el Señor, diciendo: “Israel ha pecado”.
Sin juzgar ellos el pecado que se había presentado entre ellos, el Señor no iba a darles apoyo. Josué, por lo tanto, emprendió enseguida la triste tarea de hacer frente a la condición de su pueblo.
Acán, que era testigo de la derrota de Ai, debía haber sentido los aguijones de la conciencia acusándole de nuevo, y diciéndole: “Acán, tú has pecado; tú eres la causa del mal. Confiésalo, y busca la misericordia de Dios. Él es grande en misericordia”. Pero no quiso. Ahora oye la trompeta para reunir los millares del pueblo en sus tribus y familias, y le llamaría de nuevo la conciencia: “Acán, vas a ser descubierto. Dios hará salir la verdad. Confiésale tu pecado y serás perdonado”.
Dieron principio a la pesquisa y la suerte cayó en la tribu de Judá. Acán debía haber temblado, porque era de aquella tribu. De nuevo la voz diría: “No hay tiempo de perder; haz confesión”. No lo hizo. Ahora cayó la suerte señalando la familia de Zera, de la cual formaba parte Acán. De nuevo se le presenta la oportunidad de arrepentirse y confesar su pecado, pero la perdió. No le restaba otra. Al poco los ancianos hicieron escoger de nuevo, y salió señalado el mismo Acán.
“Declárame ahora lo que has hecho, no me lo encubras”, le dijo Josué, y Acán respondió: “Verdaderamente yo he pecado”. Pero el día de la gracia se había pasado para Acán; la confesión fue hecha demasiado tarde. En vez de hallar misericordia, fue arrastrado con los suyos al valle de Acor, y fueron todos apedreados y quemados con fuego.
Aprendamos una lección solemne. Dios en su grande paciencia le da a cada hombre y mujer su tiempo para arrepentirse, confesando sus pecados a él, y creyendo en Cristo. Dios nos da el corto espacio de esta vida para esto mismo. ¡Ay del hombre que llega a morir sin ser perdonado, porque después de la muerte viene el juicio!
      Pero dirás que hay tiempo de sobra, que no vas a morir todavía. ¿Cómo sabes el día en que va a terminar la paciencia de Dios para contigo? Por amor de tu alma vino Jesús el Hijo de Dios al mundo, y sufrió la ira divina por salvarte. No te resta nada que hacer, sino reconocer tu pecado.  

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