lunes, 7 de octubre de 2019

LA OBRA DE CRISTO (8)


EN EL PASADO, EN EL PRESENTE Y EN EL PORVENIR




Cristo, como hombre en la gloria, coronado de gloria y honor, cuida de su obra del presente.

Está en la presencia de Dios como heredero de todas las cosas; esquíen lo mantiene todo, y todas las cosas consisten en El. Este universo grandioso, con sus innumerables estrellas y soles, está bajo su dominio: le pertenece. ¡Cómo, después de su caída, puede el hombre intentar penetrarlos inescrutables misterios del universo! Los científicos con sus teles­copios exploran los cielos en su ansia de recobrar el conocimiento perdido de la creación, perdido por la caída del hombre, y los descubrimientos que hacen nos llenan de admiración. ¡Cuán maravillosos son los cielos! ¡Qué magnífica se demuestra la gloria de Dios y cuán grande su obra mecánica en el firmamento! También las exploraciones que el hombre caído hace de las profundidades del universo demuestran asi­mismo la verdad de Dios declarada por la revelación de su Verbo. Los astrónomos contestan a las pregun­tas respecto a este grandioso universo, diciendo: “No sabemos.” Algún día sabremos más del univer­so, en un abrir y cerrar de ojos, que todo lo que el hombre caído haya podido descubrir en sus rebuscas y exploraciones. El universo descansa en las manos del Hombre en la gloria, que es el Sol céntrico, al de­rredor del cual todo gira. No sabemos si todavía falta algo por hacer en relación con estos grandes cuerpos que vemos en el espacio que se extiende sobre noso­tros, ni qué mutaciones podrán efectuarse en ellos, mas, sí, sabemos que todo está en sus manos, todo bajo su dominio absoluto.
Debemos también pensar en los ángeles que forman los ejércitos celestiales. Después de la pasión, Cristo quedó más excelente que los ángeles, y, por derecho hereditario, recibió un título más exce­lente que el de ellos, He. 1.4. ¡Quién puede decir lo que pasa en ese gran mundo que está sobre nosotros, el mundo de ios espíritus invisibles! Y todos los ángeles están bajo sus órdenes; la manera en que los envía, y qué cometido les asigna en sus negociacio­nes providenciales con su pueblo en la tierra; y de qué se vale para detener por medio de estos agentes invisibles la ira del enemigo y la nefasta obra del diablo, es cosa que no conocemos del todo. “¿No son todos espíritus administradores, enviados para ser­vicio a favor de los que serán herederos de salud?” He. 1.14. Esto, y mucho más de esto, (aunque no ha sido revelado del todo y está oculto a nuestra vista), pertenece asimismo a su obra del presente. Y si mencionamos estas cosas es para que tengamos una más alta estima de nuestro Señor y para que com­prendamos una vez más cuán maravilloso y poderoso es ese Dios nuestro.
Pero hay algo de la obra presente de nuestro Señor en gloria que se revela patente en su Verbo.
En primer lugar, Cristo es el Mediador entre Dios y los hombres y nuestra doctrina así lo enseña; ejerce sus funciones de Mediador durante toda la era presente, 1 Ti. 2.5,6. Además de sus oficios de Mediador desempeña otros que conciernen a aquellos por quienes murió, aquellos que por la fe personal lo han aceptado por su Salvador.

“Conoce el Señor a los que son suyos” 2 Ti. 2.19. ¡Cuánto consuelo y alegría encierra este pen­samiento, que debía desvanecer para siempre el te­mor y la duda! El Señor, el que se sienta allá en el altísimo, nos conoce a todos personalmente. Nos co­noce desde mucho antes que naciéramos; nos conoce desde antes de la creación del mundo; conoce todas nuestras vilezas y conoce la extensión de nuestra degradación. Nos conocía desde que vagábamos en nuestros pecados; su mirada amorosa nos siguió; nos buscó en su amor y nos atrajo a sí; nos dio su vida y vive en nosotros. Todo pecador creyente, salvado por la gracia, es un espíritu allegado al Señor. “Mis ovejas, ...yo las conozco” Jn. 10.27. Nos llama a todos por nuestros nombres, como un pastor a cada una de sus ovejas. Y repitió: “Las conozco”. ¡Qué inefable consuelo debería ser para nuestros corazones saber que nos conoce y que sabe nuestros nombres! El co­noce nuestras circunstancias, trances y dificultades, así como también nuestras tentaciones, “El conoció mi camino” Job 23.10.
¡Cuán inefable certidumbre! En el Salmo 32 hallamos las consoladoras» palabras dirigidas a uno que halló el perdón de sus transgresiones, cuyo pe­cado se satisfizo. “Sobre ti fijaré mis ojos” (ver.8), o, como debiera leerse, “Te guiaré con mis ojos sobre ti”. El ojo allá en la remota altura, el ojo que mide las profundidades del universo, que sigue a los planetas en su curso, el ojo que no duerme ni dor­mita, aquel ojo observador, cuya vista alcanza a todas partes, está atento en cada uno de nosotros. Los millones de su pueblo que vivieron y han muerto, que pasaron de esta vida y moran con El en la man­sión gloriosa, fueron individualmente objeto de su
atención y cuidado. Su ojo amoroso está fijo en multitudes de mártires. Conoció y veló sobre aquel po­bre santo torturado que encerraron en un calabozo con los huesos quebrantados, condenado a morir de inanición. Su poder y su amor estaban con aquellos que fueron sacrificados en las piras o lanzados a las fieras. Por todos y por cada uno ofició y laboró. Y lo que hacía antes, ha seguido haciéndolo después.  ¡Oh, el valor incomparable de estar cada uno de los creyentes bajo la mirada solícita del Hombre en glo­ria, y ser el objeto de su amor! Hagamos ahora men­ción de algunos pasajes escritúrales que revelan su amor por nosotros.

En Romanos 5.10 leemos: “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muer­te de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida.”
¿Por cuál vida se significaba que seríamos salvos? Algunos lo aplican a la vida de nuestro Señor Jesucristo antes de su muerte en la cruz, como si aquella vida justa, aquella vida perfecta, hubiese contenido alguna virtud para salvarnos a nosotros. De ahí nace la doctrina que nos atribuye la justicia de su vida, lo cual es un error. Porque la vida a que se refiere el versículo, es la que Él está viviendo aho­ra en la presencia de Dios. Cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo; ahora, ya reconciliados, con mucho mejor mo­tivo estamos salvos por su vida: por su vida allá en el cielo. Por razón de estar allí, es que estamos sal­vos y que permanecemos aquí en la tierra.
Otro pasaje en Romanos puede enlazarse con el anterior.
“¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, quien ade­más está a la diestra de Dios, el que también inter­cede por nosotros” Ro. 8.34.
Cristo resucitado está a la diestra de Dios e intercede por nosotros; a pesar de esto, no es en la epístola a los Romanos donde se revela esta obra pre­sente de Cristo como Intercesor de su pueblo redimi­do, sino en la epístola a los Hebreos, y en ella lee­mos: “Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el mismo cielo para presentarse AHORA POR NOSOTROS EN LA PRESENCIA DE DIOS” He. 9.24.
Y antes, en el capítulo 7.24,25 dice: “Mas éste, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacer­docio inmutable: por lo cual puede también salvar eternamente a los que por él se allegan a Dios, vivien­do siempre para interceder por ellos.”
Pero reparemos que todo esto no se refiere a aquellos que no son salvados, y viven aún en el pe­cado. Los que no se han salvado, y no pertenecen aún a Cristo, no participan de nada de esto. El Señor no es el Intercesor del mundo que no se ha salvado.
El declaró esta verdad antes que nada en su sacerdotísima oración, cuando dijo: “Yo ruego por ellos: no ruego por el mundo” Jn. 17.9.
Ya esto también estaba presagiado en el Anti­guo Testamento. El sumo pontífice en sus vestimen­tas de beldad y gloria llevaba en sus hombros dos ónices, y en el pecho un peto engastado con doce piedras preciosas. Cada uno de los ónices y cada una de las piedras preciosas del peto estaba grabada con inscripciones onomásticas, no nombres egipcios, jebuseos, amorreos, o heteos, sino de las doce tribus de Israel. Nuestro Sumo Pontífice en el cielo altísimo lleva en sus hombros a los suyos, simbolizando su potestad, y los lleva en el pecho, simbolizando su amor. Nosotros somos el objeto de la virtud y del amor de nuestro Intercesor con Dios. Él que los nom­bres de las piedras preciosas estuvieran grabados en vez de escritos, es significativo, porque de no ha­berlo estado, la acción del tiempo los hubiera borrado; mas no podían borrarse, estaban grabados; circuns­tancia que pregona la bendita verdad de nuestra salvación.
En los Hebreos hallamos dos pasajes más que revelan algunos de los detalles de la bendita obra sacerdotal presente que nuestro Señor está ejecutan­do por nosotros. ‘‘Por lo cual, debía ser en todo se­mejante a los hermanos, para venir a ser misericor­dioso y fiel Pontífice en lo que es para con Dios, para expiar los pecados del pueblo. Porque en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para so­correr a los que son tentados” He.2.17,18. ‘‘Tenien­do un gran Pontífice, que penetró los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un Pontífice que no se pueda compadecer de nuestras flaquezas; más tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Lleguémonos pues confiadamente al trono de la gracia, para alcan­zar misericordia, y hallan gracia para el oportuno socorro” He. 4.14-16.
El primero de estos pasajes nos dice de la propiciación de Cristo por los pecadores. Jesús sufrió la tentación, y ese sufrimiento es la base de su mi­nisterio intercesor. El pasaje del capítulo cuatro nos dice la experiencia que adquirió en la tierra para esta gran obra sacerdotal. Durante su permanencia terrenal sufrió cuantas tentaciones acosan al hom­bre, todas, excepto la del pecado, que no podía su­frirla por ser El en sí ajeno al pecado. Experimentó cuantas aflicciones, calamidades y sufrimiento» aquejan en este mundo a los que dependen de Dios; por todo pasó, menos por el pecado. Durante su es­tancia en la tierra adquirió el conocimiento de todas las calamidades posibles, lo que lo habilita para fun­cionar como el Sumo Sacerdote de misericordia y fe, y participar de nuestras tristezas y desgracias. Él se conduele de nuestros conflictos y aflicciones en la tierra, mas no intercede por la carne. No tiene con­dolencia para el pecado. Por su generosa y asidua intercesión en el santuario nos lleva a cada uno de la mano por la senda del bien y nos da su fortaleza para que podamos resistir las tentaciones del mal, y si no fuera por su intercesión todos caeríamos en el camino. ¡Cuán a menudo el pueblo de Dios siente el temor de los conflictos, las desgracias, las pérdidas y aflicciones que pudieran acaecerle! Si perdiera a este hijo que amo tanto ¿cómo podría yo soportar tal des­gracia? ¿Qué sería de mí si perdiera a mi buena esposa? ¿Qué sería de mí si perdiera la salud? Tal vez pierda mis negocios y mi hacienda… ¿Qué me haría yo entonces? Los temores suelen realizarse: el ser querido desaparece en la tumba: la salud decae; la hacienda se pierde y la miseria reemplaza a la opulencia. Pero simultáneamente con la aflicción o con la ruina recibimos la fortaleza para sobrellevar nuestras desgracias, y en ella percibimos el goce y enviamos cánticos de alabanza. Es que el Sumo Sa­cerdote vive e intercede por nosotros. Él tiene co­nocimiento de todo y con afectuoso amor y poderosa fuerza nos toma en sus brazos amorosos para forta­lecernos en nuestros conflictos y vicisitudes. Él es en todo tiempo y bajo todas circunstancias nuestro representante ante Dios, y está atento a nuestras necesidades. 
Y lo mismo pasa con nuestras tentaciones y nuestras contiendas con los espíritus rebeldes. El enemigo que tenemos que combatir es poderosísimo e inteligente: sabe dónde tirar la red; su astucia es muy sutil. Satanás, si pudiera, derrotaría y aniqui­laría del todo al pueblo de Dios en la tierra, y si ese pueblo no dependiera sino de sus propias fuerzas, pronto capitularía. Mas Cristo lo sabe y observa al enemigo tanto como el enemigo a nosotros. El caso de Pedro nos presenta un ejemplo gráfico. Cristo vio que la serpiente se acercaba a Pedro, y ya El conocía el plan astuto que Satanás había concebido para atra­par a Pedro. Satanás había antes seducido a Judas y lo había sometido a su dominio, del que jamás pudo Judas librarse. El plan de Satanás era derrotar completamente a Pedro y hacerle perder la esperan­za en Dios; pero Satanás no había contado con el Señor de Pedro, y antes que Satanás hubiera tenido tiempo de realizar su plan, el Señor había orado por Pedro para que no le abandonara la fe. Y aunque Pedro negó al Señor y cayó, la intercesión benévola del Señor mantuvo la esperanza en El. Y lo mismo que veló sobre Pedro, vela sobre nosotros; ora por nosotros antes que el enemigo llegue a tocarnos, y de ese modo podemos salir victoriosos en el conflicto; y si, como sucede a menudo, tropezamos y caemos, ahí está El, el gran Pastor ‘‘que restaura nuestras almas.” El entendimiento humano no puede com­prender cuánto debemos a esta bendita y preciosa obra de nuestro Señor. ¡Qué sublime revelación cuando sepamos como éramos conocidos; cuando com­prendamos, al echar una mirada retrospectiva sobre nuestra vida, lo que la intercesión del Señor ha hecho por nosotros y por todos los santos de Dios! Tenemos un Sumo Sacerdote supremo que ha penetrado los cielos, JESUS, EL HIJO DE DIOS.
Otra fase de su presente obra sacerdotal se halla en Hebreos 13.15. ‘‘Así que, ofrezcamos por medio de él a Dios siempre sacrificio de alabanza, es a saber, fruto de labios que confiesan a su nombre.” Cristo es quien le presenta a Dios nuestros sacrifi­cios. Todo nuestro culto es imperfecto y asimismo todas las alabanzas y oraciones que le dirigimos a Dios, al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo; pero como es El quien se las presenta a Dios, son recibidas por Dios con regocijo y alegría.

Su Abogacía
Pero la obra que Jesús realiza en la gloria, intercediendo con Dios por su pueblo, presenta un segundo aspecto. Él es nuestro Abogado ante el Padre. Algunos cristianos imaginan que el sacerdocio de Jesús y su abogacía no son sino una sola cosa sin distinta significación, lo cual no es exacto. Su abo­gacía es la restitución. En la primera epístola de San Juan encontramos esta frase respecto a su obra presente: “Hijitos míos, estas cosas os escribo, para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” 1 Jn. 2.1.
En el capítulo precedente se ve el maravilloso privilegio de que gozamos como hijos de Dios. Hemos de estar en comunión con el Padre y con su Hijo Jesús. ¿Qué quiere decir esto? Estamos en comunión con el Padre cuando nos deleitamos en la contem­plación de su Hijo bendito, que es el deleite del Padre; cuando participamos de los pensamientos del Padre respecto a su santísimo Hijo. El Hijo conoce al Padre y ha hecho su revelación y nos ha puesto en comunicación con El. La condición impuesta para gozar de este privilegio, de la comunión con el Padre y con el Hijo, es que vivamos en la luz, así como Él está e la luz. Estas benditas cosas fueron escritas a fin de que no pecásemos. El pecado no puede pri­varnos de nuestra salvación, pero daña el goce de nuestra comunión. El propósito es que no pequemos, y si vivimos en perpetuo goce de esa bendita comu­nión, en cuya gracia hemos entrado, nos alejaremos del pecado. Pero ¡cuán a menudo pasa lo contrario! Caemos en el pecado. He aquí la bendita revelación: y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo.” ¡Cuánto debe­mos alegrarnos de que no diga: ‘‘Si alguno se arre­piente”’! La intercesión de nuestro Señor como abo­gado es independiente de nuestro arrepentimiento o de nuestras súplicas a ese objeto. Es el ejercicio de su gracia en la ternura de su alma hacia noso­tros para restituir las nuestras, para restablecernos en el_ puesto desde donde podamos gozar de su co­munión. En el mismo momento que el creyente peca tierra, El funciona como abogado en el cielo. El Espíritu Santo obra, asimismo, en cuanto que apli­ca el Verbo para la convicción y purificación del pecado. La purificación es por el agua, el Verbo, mas ya no por la sangre. Después sigue nuestra confe­sión y con eso queda efectuada la restitución. Repa­remos también que no dice: ‘‘Tenemos un abogado con Dios,” sino ‘‘con el Padre.” Se trata de un asunto de familia, y el Padre es un Padre que no puede sino amar a los que ha traído a sí por medio del Hijo. La concepción de que el Padre está enoja­do con el hijo pecador en la tierra, y que el Hijo de Dios con sus súplicas inclina el corazón de Dios a la merced, no se ajusta a los principios bíblicos. Sata­nás, el acusador de los hermanos, es otra de las causas que le impelen a funcionar como abogado. Satanás todavía tiene acceso a la presencia de Dios; pero ya llegará el día en que se le arroje de los cie­los, aunque tal día no vendrá hasta que la Iglesia haya logrado encontrarse con Dios en los aires.
‘‘Y fue lanzado fuera aquel gran dragón, la serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás, el cual engaña a todo el mundo; fue arrojado en tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él. Y oí una grande voz en el cielo que decía: Ahora ha venido la salvación, y la virtud, y el reino de nuestro Dios, y el poder de su Cristo; porque el acusador de nues­tros hermanos ha sido arrojado, el cual los acusaba delante de nuestro Dios día y noche” Ap. 12.9.10.
El Abogado está allí para refutar a Satanás, porque Satanás acusa al pueblo de Dios día y noche. Todas las acusaciones que se le hagan a los hijos de Dios en pecado, las impugna El, argumentando que El hizo la proposición, y que El murió por el pecado.

Y esta obra de Cristo como Sacerdote nuestro, como el Sumo Pontífice de misericordia y fe, y como Abogado nuestro, continúa allá en las alturas sin interrupción. En Isaías se hace referencia a Él. ‘‘Siempre te ayudaré, siempre te sustentaré’Ts.11.10, ‘‘Note desampararé, ni te dejaré” He. 13.5. Bien puede esto aplicarse a la obra presente de Cristo como Abogado de los suyos. Como Sacerdote jamás los abandonará, nunca dejará de estar cerca de los suyos, de guardarlos, sostenerlos, y de enviarles el necesario auxilio desde el santuario. Las mismas in­veteradas faltas en nuestras vidas nos humillan y nos abaten; empero El continúa sirviendo a su pobre pueblo pecador. Algunos cristianos no creen en la doctrina fundamental del evangelio, es decir que el hijo de Dios que esté en posesión de la vida eterna no podrá jamás perderse. Creen que la salvación de­pende de su vocación y culto. Si uno de los del pue­blo de Cristo pudiera jamás perderse, si siquiera el más abyecto, el más imperfecto de ellos pudiera arre­batársele de las manos a Cristo, su obra presente se­ría un fracaso y también lo sería su obra consumada en la cruz. Leed la gran oración sacerdotal que nos dejó en Juan 17, En ella ora al Padre, que siempre le escucha, para que guarde a los suyos.

Su Obra por la Iglesia
Otro aspecto de la obra presente de Cristo es lo que hace por su Iglesia. Indicaremos a grandes rasgos lo que esto significa.
Jesús en la gloria es la cabeza de la Iglesia, y la Iglesia es su cuerpo, la plenitud de Cristo que lo llena todo en todas partes.
Todo pecador creyente es miembro de ese cuer­po, al que el Señor agrega nuevos miembros, dándole los atributos que le plazca y los guía y los dirige, y a este cuerpo le hace la merced de sus dádivas.
‘‘Y él mismo dio unos, ciertamente apóstoles; y otros, profetas; y otros, evangelistas; y otros, pastores y doctores; para perfección de los santos, para la obra del ministerio, para edificación del cuerpo de Cristo; hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo” Ef. 4.11-13.
De esta suerte edifica Jesús la gloria de su propio cuerpo. Algún día ese cuerpo estará completo y entonces todos llegaremos a la medida de la esta­tura de la plenitud de Cristo. Entonces será cuando veamos a Cristo tal cual es. Entonces su obra pre­sente en favor de los suyos, sus adeptos, estará ter­minada. Y traídos de las selvas a la casa paterna, hogar exento de todo peligro, no necesitaremos ya que su amor y su poder nos guarde; ya no derra­marán más lágrimas ni habrá heridas dolorosas que curar, ni tristezas que consolar; ya no será necesario el auxilio para la desgracia, todo será cosa del pa­sado. Ni tampoco' tendrá Cristo que abogar por no­sotros, puesto que estaremos libres del pecado y santificados en cuerpo, alma y espíritu. El pecar será entonces cosa imposible. ¡Oh, qué día tan feliz va a ser ese!

No hay comentarios:

Publicar un comentario