III.-Los
Resultados Prácticos de su Obra Presente en la Vida Cristiana
La circunstancia de
estar Cristo en la gloria, solícito a nuestras necesidades, debiera inducirnos
a llevar una vida santa que le glorificara. Aquel ojo amoroso nunca se aparta
de nosotros. ¡Qué dominio no tendríamos sobre nosotros mismos si este pensamiento
no se apartara de nosotros! ¡Cuántas cosas dejarían de hacerse! ¡Cuántas de
decirse, y cuántas otras cosas se harían si estuviéramos constantemente
conscientes de ese ojo, cuya mirada está sobre cada uno de nosotros! Cristo es
nuestro representante ante Dios y nosotros hemos de representarle aquí ante los
hombres. El cristiano está llamado a tenerle por su representante, y si podemos
disfrutar de una vida tal con su alabanza y gloria, es por su obra bendita de
intercesión y por su presencia en el cielo. La vida verdaderamente cristiana
depende grandemente de esa posesión de la persona y de la obra de Cristo en el
corazón del creyente. Como su presencia en la altura y sus servicios en favor
nuestro se manifiestan en nuestros corazones por el poder del Espíritu Santo,
deberemos conducirnos de manera digna del Señor y de su bendita obra, y así
sentiremos constantemente en nuestra vida aquí en la tierra los efectos de la
bendita obra que El realiza por nosotros. ¡Y qué regocijo entonces, confiados
sólo en El, (que nos conoce a todos), estar a su servicio y depender de su
gracia! ¡Con qué cuidado pues, deberíamos esquivar todo cuanto pueda agraviarle!
El Estímulo a la Oración
La
bienaventurada circunstancia de que el Señor se muestre atento a nuestras
necesidades, y la de vivir nosotros en esta época depravada, rodeados de todo
género de peligros y males, debe ser de gran estímulo para que hagamos una vida
de oración. Nosotros podemos llegarnos al Señor y confiarle todas nuestras
tribulaciones. Ya que se muestra solícito en todas las cosas que nos pasan, por
pequeñas que sean, acerquémonos a El en oración y contémosle nuestras cuitas.
Cristianos hay que predican que no debieran hacerlo, sino dejarlo todo en sus
santas manos, sin orar, en la convicción de que su voluntad será cumplida.
Pero tal creencia disiente de la Escritura que dice: “Sean notorias vuestras
peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con hacimiento de gracias”
Fil.4.6. A Él le complacen nuestras confidencias, y nosotros, como los
discípulos de Jesús, podemos llegarnos a Él y contarle nuestros pesares.
Esto pondría término
a toda ansiedad y afán. En nuestras manos está el colocarnos dentro de un abandono
divino. No os afanéis por nada. No tengáis ansiedades. Y ¿por qué habríamos de
estar afanosos? La ansiedad no es sino la consecuencia de la incredulidad. El
afán no puede perdurar si con los ojos del alma contemplamos al hombre en la
gloria, y si la fe se da cuenta exacta de que todo está en las manos de aquel
“que todo lo que hace lo hace bien.” El afán y la ansiedad constituyen una
acusación al Señor. Marta le acusó cuando, fatigada por el excesivo trabajo, le
dijo: “Señor, ¿no tienes cuidado que mi hermana me deja servir sola?” Lc.
10.40. Siempre qué nos dejemos dominar por la ansiedad nos portamos como si
creyéramos que Él no se cuida. Mas, El, sí, se cuida, y bien querría que todos
descansáramos en la fe y lo confiáramos todo a su atención y cuidado. Él
siempre nos escuchará. Si en su servicio nos cansamos y fatigamos, podemos decírselo,
pues también Él se cansó y se fatigó en el camino del Calvario. Si tenemos
hambre o si no tenemos albergue, Él sabe bien lo que eso significa, porque
también lo experimentó. Si estamos abandonados, si nuestras mejores obras se
tienen por malas, o si todos los dardos del fuego del enemigo nos amenazan,
confiémonos en El.
En conclusión, no
hemos de olvidarnos de que Él nos permite participar en esta su bienaventurada
obra. Cuando Cristo ora por nosotros, nosotros podemos orar los unos por los
otros y por todos los santos. El intercede; nosotros podemos interceder. Él
lava nuestros pies, simbolizando el lavamiento por el Verbo. Nosotros hemos de
lavarnos los pies los unos a los otros. El lleva nuestra carga, mas también la
exhortación es que nos soportemos los unos a los otros. El perdona y restituye.
Nosotros hemos de condescender los unos con los otros y perdonarnos mutuamente
“de la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros” Col.3.13.
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