“Os he escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno. No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo” (1 Juan 2:14-16).
Estos jóvenes son exhortados a no amar al mundo. Puede parecer extraño que el apóstol Juan haya tenido que hacer esta advertencia a personas de semejante vigor espiritual. Pero este mismo vigor, por muy espiritual que fuere, crea un peligro. Habían salido con un vigoroso deseo de esparcir la verdad y dar testimonio de Cristo, sin temor, por la Palabra que permanecía en ellos, y por el poder del Espíritu Santo que obraba a través de ellos. Ahora bien, las mismas victorias obtenidas demuestran la existencia de un peligro, y los negocios con los hombres exponen al creyente a amar al mundo antes de saber hasta dónde llegará su influencia sobre nosotros. Pues no debemos suponer que el amor al mundo es solamente una inclinación por la apariencia o el placer, la música o el teatro, la caza, las carreras de caballos, el juego o tal vez cosas peores.
El
mundo es una trampa, mucho más sutil que la carne. Por ceder a los deseos de la
carne, un hombre se desprecia a sí mismo, y otros, aunque intensamente
comprometidos con el mundo, pueden sentir la vergüenza de esos caminos. Pero
«los deseos del mundo» es otra cosa; se presenta como algo eminentemente
respetable, pues ¿no es acaso lo que hace todo el mundo de cierto rango social?
Ello es desear lo que a la sociedad le gusta, lo que piensan
aquellos que son considerados luz y guías, y creen que es conveniente para la
gente.
Este agradable atractivo ejerce una
poderosa influencia, especialmente en los jóvenes, y en los jóvenes fuertes que
conocen al Señor y tienen el sincero deseo de hacer conocer la verdad.
¿Qué
es el mundo, en el sentido espiritual? “El mundo”, moralmente, es lo que el
diablo elaboró después de la caída del hombre. El “mundo” comienza con Caín y
su descendencia. ¿Qué vemos en Caín? Condenado a ser errante y fugitivo en la
tierra, luchó para borrar esta sentencia, y construyó una ciudad; no contentos
con vivir el uno por un lado y el otro por otro, él y sus descendientes
sintieron la necesidad de unirse. «La unión hace la fuerza», dicen los hombres.
Por otra parte, un hombre hábil maneja fácil y rápidamente las cosas para
alcanzar el puesto de arriba; y muchos tienen la esperanza de subir estos
escalones algún día, de una u otra manera o en la medida que fuere. Dios y el
pecado son rápidamente olvidados en estos esfuerzos.
Así
también, Caín construyó una ciudad y la llamó conforme al nombre de su hijo. Se
manifestaron el orgullo y la búsqueda de la satisfacción personal, como así
también el deseo de agradar a los demás, sin tener ningún pensamiento respecto
de Dios. De esta familia nacieron las grandes invenciones (Génesis 4). Un
hombre de un espíritu que no se halló en Abel, y ni siquiera en Set, quien es
el sustituto de Abel, pero que se manifestó abundantemente en Caín y su
progenie.
Aquí
comenzó la poesía de la sociedad, cuando Lamec escribió de forma agradable para
sus mujeres; pues fue él mismo quien introdujo la poligamia, y justificó el
homicidio en caso de defensa propia, lo que podríamos llamar un poema dedicado
a los objetos de sus propios afectos. No era Dios sino sus mujeres lo que
ocupaban sus pensamientos en relación con los acontecimientos que debían de
haberlo afligido. Lamec no sólo hizo una apología de la historia de Caín, sino
que halló en ella un pretexto para justificar su propio caso. Allí encontramos
también el origen de la orgullosa vida de los nómades, y de los más civilizados
deleites de los instrumentos de viento y de cuerda. De modo que, desde
temprano, “el mundo” ya estaba en plena actividad. ¿No es éste el carácter “del
mundo”? Sin duda que muchas cosas convenientes que se hallan en el mundo pueden
ser utilizadas por un cristiano. Pero una sola mancha negra tiñe “al mundo”: la
ausencia de un Cristo que, despreciado por el mundo, es tanto más amado por los
suyos. Cíteme una sola cosa del mundo sobre la cual Cristo ponga su sello de
aprobación. ¿Dónde se encuentra todo lo que Cristo apreciaba? ¿Dónde está
aquello en lo que Él vivía y lo que Él amaba?
Todo
lo que está fuera de Cristo puede ser un objeto para el corazón del hombre
caído; y tal es el mundo. Algunos emprenden el estudio de ciencias, otros
prefieren literatura; otros se sienten inclinados por la política.
Desgraciadamente, ¡hasta es posible dedicarse a religión, a la obra y a la
adoración del Señor, en un espíritu mundano, y de una manera egoísta, buscando
o bien algún provecho para sí o fama de ello! y ¡de cuántas maneras los hombres
buscan popularidad con estas cosas! Esto también es “el mundo”. El nombre del
Señor tomado aparte de Su voluntad y de Su gloria no es ninguna salvaguardia.
Algunos autores lo emplearon de esta manera: escribieron sobre asuntos
relacionados con las Escrituras, pero ¿qué tuvieron de mejor por ello? ya que
aún permanecieron completamente sin Dios y a menudo como enemigos declarados de
Cristo.
De
modo que, en el mundo, existen serios peligros para los jóvenes en el servicio
del Señor. Cristo dijo de aquellos que el Padre le dio: “No son del mundo, como
tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:16). Los que espiritualmente eran jóvenes
fuertes son los que particularmente debían guardarse del “mundo”, porque, en su
celo, éste podía convertirse en un objeto de valor a sus ojos. Podrían decir
que su deseo era simplemente ganar el mundo para Cristo, que su objetivo era
hacer que el mundo conociese a Cristo y su Evangelio.
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