viernes, 26 de noviembre de 2021

NUESTRO INCOMPARABLE SEÑOR (11)

 Por J.B. Watson

IX — Allí, pues, pusieron a Jesús

 Un componente esencial del fundamento histórico del evangelio apostólico se expresa en las palabras, “y que fue sepultado”, 1 Corintios 15.4. La realidad de la sepultura de Jesús yace cual valle profundo entre la de su muerte y su resurrección. Su sepultura demuestra que esa muerte fue real y es a su vez la necesaria condición previa a la resurrección corporal. Él murió de veras, y por tanto fue sepultado. Fue sepultado de veras, y por tanto su resurrección es real, literal y corporal.

            El sepulcro en el cual aquellas manos reverentes colocaron el cuerpo de Jesús era un sepulcro nuevo. De que fuese nuevo concuerda de un todo con el carácter de los acontecimientos que tuvieron lugar allí. Aquel cuyo cuerpo yació un tiempito en ese sepulcro nuevo había realizado una obra que es la base de una creación nueva.

            Dentro de ese sepulcro nuevo se realizaría un acto de poder divino que demostraría que Cristo era las primicias de una cosecha gloriosa. Una época nueva estaba por amanecer. El que se levantó del sepulcro dirá un día, desde el mismo trono de Dios, “He aquí, yo hago nuevas todas las cosas”, Apocalipsis 21.5.

            Era, como dicen los evangelistas, un sepulcro labrado, Mateo 27.60. “Un sepulcro cavado en una peña”, es el lenguaje de Marcos 15.16. Este detalle es otro que lleva la marca divina de estar acorde con aquellos eventos tan significativos. Aquí se consumará una obra de veracidad incuestionable; de su firmeza dependerán los propósitos de Dios mismo, y de la inmovilidad suya dependerán también las almas de los elegidos.

            La misma construcción de este sepulcro fue ordenada de Dios: “labrada en la peña”. Este hecho imposibilita cualquier intento a sugerir que el milagro estupendo a suceder en él fuese algo menos que una resurrección realizada por manifestación del poderío del Omnipotente. Todos los reparos de la incredulidad han sido infructuosos como para astillar en la más mínima la peña de la veracidad de la resurrección corporal de Jesucristo.

            Proseguimos. Era un sepulcro virgen. “... en el cual no se había puesto a nadie”, Lucas 23.53; “no se había puesto ninguno”, Juan 19.41.

            He aquí otro dato esencial en la historia de Cristo. Él nació como ningún otro nació, vivió como ningún otro vivió, habló palabras que ningún otro habló, sufrió como ningún otro sufrió, y murió como ningún otro murió. En toda su carrera Él no tenía otro que le pareciera, y ahora de este sepulcro se resucitará como hombre alguno se ha resucitado. Muy acorde con todo esto fue la orden de Dios que su cuerpo reposara por unos días en un sepulcro donde otro jamás había sido puesto.

            Y, era un sepulcro acrecentante. Sabemos por Mateo 27 que José de Arimatea puso el cuerpo en el sepulcro que era suyo propio.

            Los José de las Escrituras eran hombres de virtud, y este obsequio oportuno le concedió a este José un puesto de honor en el grupo. Cuando el nombre José aparece por vez primera en las páginas de las Escrituras el Espíritu Santo anota cuidadosamente su sentido. Es “añadir”, según Génesis 30.24.

            Hasta el día en que Jesús resucitó de la tumba de José, la muerte había sido para la humanidad un terminal oscuro de pavor. A lo largo del Antiguo Testamento los hombres temían la muerte; “estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre”. A Abraham, José, Ezequías, Daniel y algunos otros les fueron dados vislumbrar momentáneamente la vida más allá de la muerte, pero ahora del sepulcro de este José se añade a las certezas futuras de la bienaventuranza. De este sepulcro se sabrá indiscutiblemente que la muerte no escribe finis a la historia humana. El Cristo resucitado acrecienta las palabras sobre nuestro corazón: ¡Resurrección! ¡Vida!

            Era un sepulcro hortelano. “Había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo”, Juan 19.41. Era primavera y la tierra misma estaba repitiendo su parábola de la resurrección. Después de la muerte del invierno, las flores aparecen sobre la tierra.

Cuando nos acordamos que nuestro Señor fue sepultado en un huerto, no podemos sino reflexionar sobre el huerto del Edén. En la creación del hombre había un huerto en el escenario de la vida, pero por un acto de desobediencia el hombre lo convirtió en lugar de muerte. La transformación viene por un acto de obediencia: la muerte de la cruz.

            Cuando se nos presenta el paraíso al final de la Biblia no se alude al árbol de la ciencia del bien y del mal. Al contrario, se nos invita contemplar el árbol de la vida que está en medio del paraíso de Dios. No hay querubín que guarde el acceso, por cuanto se convida a todo cuanto haya lavado sus ropas en la sangre del Cordero. Del sepulcro en un huerto se abre camino al huerto de Dios.

            Este era un sepulcro fragante. “Un compuesto de mirra y de áloes, como cien libras”, Juan 19.39. Esta abundancia fragante fue un regalo de parte de Nicodemo; nos contentamos al ver semejante evidencia de su fe. Pero por lo demás fue superfluo; aquel cuerpo precioso no requería especias para compensar los olores de la corrupción. “Aquel que Dios levantó, no vio corrupción”, Hechos 13.37.

            Nunca antes, nunca después ha habido cuerpo muerto que no haya sido invadido por el proceso de la corrupción. La muerte de Cristo fue un milagro. Él murió, aun cuando la muerte no tenía derecho alguno sobre él ni base para detenerle. “Era imposible que fuese retenido por ella”, Hechos 2.24. ¡Señor triunfante! Su lugar de reposo durante tres días fue tan incorrupto como lo fue todo otro trecho en su senda de gloria en gloria.

            Además, era un sepulcro sellado. “Fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia”, Mateo 27.66.

            Un sepulcro cavado de la peña, un cuerpo reposando en él, su pórtico cerrado por una gran piedra, sellado con el sello de la mayor potencia terrenal de la época como era el Imperio Romano. Con todo esto, no habría posibilidad de sustitución, intervención o exhumación ilícita. El sepulcro se encontraba tan seguro como la vigilancia humana podría lograr.

            Pero la mañana del primer día de la semana la guardia se encontró disperso, el sello roto, la piedra quitada, el sepulcro desocupado ¡y el cuerpo ausente!

            De manera que acompañamos a las mujeres y atisbamos un sepulcro vacío. “No está aquí; mirad el lugar en donde le pusieron”, Marcos 16.6.

            Hacía falta por sólo un poco de tiempo el regalo de José de Arimatea. Las especias de Nicodemo también, y los lienzos envueltos. Es que en aquella mañana feliz la vista del interior de aquel sepulcro vacío fue motivo de asombro a los discípulos que amaban a su Señor, y pronto su perplejidad cedió lugar al gozo y adoración.

            Manos humanas habían desprendido un cuerpo de la cruz para llenar el sepulcro: “Habiendo cumplido todas las cosas que de él estaban escritas, quitándolo del madero, lo pusieron en el sepulcro”, Hechos 13.29. Pero fue Dios que vació el sepulcro; y, con el que lo había ocupado, llenó el trono en las alturas.

            El Cristo entronado es el garante vivo que la fe en él es válido para salvación, que resucitarán los que han muerto en él, que el evangelio es veraz, que sus predicadores son testigos fieles, que los creyentes son los más bienaventurados de todos los hombres y que la redención eterna ha sido provista para todo ser humano.

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