por Marcos Caín
El Enojo
“¡No puedo evitarlo!” “Es que así soy yo”. “Se va acumulando y exploto”. Tal vez usted pueda pensar en muchas más excusas que ha oído o usado en algún momento. Nos justificamos, diciendo que es “enojo justo”, o tal vez citamos Efesios 4.26: “Airaos”. ¡Allí está! Dios acepta el hecho que nos enojamos. ¿O no es así?
La esencia del enojo se ve por los motivos
detrás de él: la frustración, el resentimiento, el dolor o aun el miedo. Muchas
veces la persona que recibe la peor parte de nuestro enojo ni siquiera es la
causa de él. Un marido explota en casa durante la cena por la frustración del
trabajo. A veces las ofensas del pasado inesperadamente desencadenan el enojo.
El temor que alguien nos pueda lastimar quizás nos haga atacar a otro como
prevención.
La Biblia nos da una
mejor explicación. Veamos lo que Pablo les dice a los gálatas: “Y manifiestas
son las obras de la carne, que son... iras” (5.19- 20). Otras traducciones nos
ayudan a ver que Pablo estaba hablando de “arrebatos de ira”, o “enojos”. W.E.
Vine dice en su diccionario que “indica una condición más agitada de los
sentimientos, una explosión de ira debida a la indignación interna”. ¿Lo ha
experimentado en su vida? Recuerde que esto obviamente no proviene de Dios, y
no ha sido hecho en el poder del Espíritu Santo, ni refleja verdaderamente la
Persona de Cristo en nosotros. Hablando con franqueza: es una obra de la carne.
Hay ejemplos del enojo en la Biblia.
Caín se enojó contra Dios y luego mató a su hermano Abel. Moisés se molestó
debido a las quejas del pueblo de Dios y golpeó la peña dos veces en vez de
hablarle. Saúl, el rey que no podía controlar sus emociones, en más de una
ocasión procuró matar a David en un estallido de furia.
Muchos
de los que quieren justificar sus arrebatos de ira señalan al Señor Jesús. En
Marcos 3 se encontró con un hombre con la mano seca. Los fariseos buscaban
oportunidad para acusar a Cristo, pero El, con compasión, restauró la mano a su
funcionalidad completa. Fíjese en lo que pasó antes de que lo hiciera:
“mirándolos alrededor con enojo” (3.5). Su motivación era que El podía ver la
dureza del corazón de los líderes religiosos, quienes preferían que aquel
hombre siguiera sufriendo. La santidad de Cristo le hizo reaccionar ante tal
pecado.
Con
demasiada frecuencia, lo que hace que el enojo brote en nuestro corazón no
tiene nada que ver con la injusticia hecha a otros, el honor de Dios, o el
hecho de que otros estén impidiendo su obra. Todo lo contrario. Usualmente nos
enojamos porque alguien nos ha ofendido o molestado, o no cumplió con nuestras
expectativas. Tal vez algo muy sencillo nos ha irritado, como cuando a un niño
se le cae un plato y lo rompe por accidente. Estos eventos a menudo causan una
expresión desmedida del enojo.
Note
también que la palabra que se usa para describir el evento con Cristo en Marcos
3 es orge, no thumos como hemos visto en Gálatas 5. No es la
explosión de ira, sino la condición más fija y duradera de las emociones.
Nuestro enojo muchas veces es la reacción a corto plazo a algún evento,
mientras que la ira de Dios es justa y de largo plazo.
Los
efectos de estos “arrebatos de enojo” son numerosos y difíciles de medir. Caín
fue “maldito” de la tierra, y llegó a ser “errante y extranjero” en la tierra
(Gn 4.11-12). El rey Saúl terminó perdiendo su reino (1 S 13.14), y sembró
división en su relación con su hijo Jonatán. Dios le dijo a Moisés que por su
incredulidad y enojo no metería a la congregación en la tierra (Nm 20.12). El
enojo, como pecado, nos afecta a nosotros y a otros a nuestro alrededor. Piense
en los muchos niños que viven con miedo por tener padres enojones. Esto podría
provocar que el niño tenga un mal concepto de Dios como su Padre. ¿Qué tantas
ovejas en una asamblea piensan que no pueden acercarse a un anciano porque tal
vez es “iracundo” (Tit 1.7)?
En
las cartas de Pablo encontramos unas sencillas exhortaciones sobre la ira y el
enojo. "Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo;
ni deis lugar al diablo”, Efesios 4.26-27. El reconocía que había un peligro
latente en nuestro enojo, que uno puede llegar a ser una herramienta en las
manos del diablo.
“Quítense de vosotros toda amargura,
enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia”, Efesios 4.31. Es
relativamente fácil entender este mandamiento, pero tal vez es más difícil
ponerlo en práctica. La palabra “toda” no permite que guardemos ningún enojo ni
ira.
Hay
dos lecciones básicas que tenemos que aprender de Pablo, y las dos tienen que
ver con el control. 1) No podemos dejar que nuestra ira dure mucho tiempo,
solamente cuando estamos seguros que la causa sea justificable. ¿Será la lección
más fácil? 2) Tenemos que quitar por completo nuestro enojo e ira. Es la
lección más difícil. Hay pecados que excusamos, toleramos, consentimos o tal
vez hasta disfrutamos. Pero Pablo dice; ¡Quítenlos!
Algunos buscan una solución al
asunto de su enojo, esperando erradicarlo de sus vidas. Otros asisten a
sesiones de “manejo del enojo”. ¿Tenemos que manejarlo o tenemos que quitarlo?
¿Cuáles son los dos posibles fines del enojo?
Efesios 4 nos enseña que hemos
aprendido a Cristo, y nos hemos despojado del viejo hombre. Pablo dice que no
debemos contristar al Espíritu Santo, y nos exhorta a quitar la ira y el enojo.
En el capítulo 5 nos dice que tenemos que ser “llenos del Espíritu, hablando
entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y
alabando al Señor en vuestros corazones; dando siempre gracias por todo al Dios
y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Someteos unos a otros en el
temor de Dios”, Efesios 5.18-21.
El enojo es incongruente con
“aprender a Cristo”, y es algo que pertenecía al “viejo hombre”. ¿Se acuerda
del pretexto? “No lo puedo evitar; es que así soy”. Es como yo ERA, pero no
debería ser como SOY ahora. Ser lleno del Espíritu, mostrando un espíritu
agradecido, y sometiéndome en humildad a otros, producirá un espíritu agradable
en nosotros y nos hará menos propensos al enojo.
se enoje contra su
hermano, será culpable de juicio”, advirtiéndonos fielmente sobre las
consecuencias de nuestro enojo.
Entonces podemos ver que un posible fin es el “pecado” (Ef 4.26), pero el mejor fin es “aprender a Cristo”, quitando “todo enojo e ira” (Ef4.20, 31). “Mejor es el que tarda en airarse que el fuerte; y el que se enseñorea de su espíritu, que el que toma una ciudad”, Proverbios 16.32.
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