"Por tanto,
hermanos santos, participantes del llamamiento celestial, considerad al apóstol
y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús" (Hebreos 3:1)
"Y considerémonos
unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras" (Hebreos
10:24).
Los dos pasajes guardan entre sí una
muy íntima relación. Ello se debe a que el autor inspirado de la epístola
emplea en ambos una misma palabra, la que no se halla más que en estos dos
lugares a lo largo de todo este maravilloso tratado.
Nosotros somos invitados a considerar a
Jesús y, al mismo tiempo, a todos aquellos que le pertenecen, dondequiera que
se encuentren. Éstas son las dos grandes divisiones de nuestra obra. Debemos
aplicar nuestra mente diligentemente a Él y a sus intereses en la tierra, y así
seremos librados de la miserable ocupación de pensar en nosotros mismos y en
nuestros propios intereses. Gloriosa liberación, seguramente, por la cual bien
podemos alabar a nuestro glorioso Libertador.
El título de "hermanos
santos"
Pero antes de entrar en el examen de
los grandes temas que hemos de considerar, detengámonos un momento en el
maravilloso título que el Espíritu Santo aplica a todos los creyentes, a todos
los verdaderos cristianos. Él los llama “hermanos santos”. Éste es ciertamente
un título de gran dignidad moral. No dice que debemos ser santos. No; sino que
lo somos. Se trata del título o de la posición de todo hijo de Dios en la
tierra. Sin duda que, al tener esta santa posición por la gracia soberana,
debemos ser santos en nuestra marcha; es menester que nuestro estado moral
responda siempre a nuestro título. Jamás deberíamos permitir un pensamiento,
una palabra o una acción que sea, aun en el menor grado, incompatible con
nuestra elevada posición como “hermanos santos”. Santos pensamientos, santas
palabras y santas acciones, es lo único que conviene a aquellos a quienes la
gracia infinita de Dios ha concedido este título.
No lo olvidemos. No digamos, no
pensemos jamás que no podemos mantener tan elevada posición o vivir a la altura
de esta medida. La misma gracia que nos ha revestido de esta dignidad, nos hará
siempre capaces de mantenerla, y veremos, a continuación de estas líneas, cómo
esta gracia actúa, de qué poderosos medios morales ella se vale para producir
un andar práctico que esté en armonía con nuestro santo llamado.
Pero examinemos sobre qué base el
apóstol funda este título de “hermanos santos”. Es de suma importancia tener en
claro esta cuestión. Si no vemos que es enteramente independiente de nuestro
estado, de nuestra marcha o de nuestro progreso, no podremos comprender ni
nuestra posición ni sus resultados prácticos. Afirmamos con la mayor seguridad
que la marcha más santa que se haya visto en este mundo, el más elevado estado
espiritual que haya sido alcanzado, jamás podría constituir la base de una
posición tal como la que expresa este título: “hermanos santos”. Es más, nos
atrevemos a afirmar que la obra misma del Espíritu Santo en nosotros, tan
esencial como lo es en cada etapa de la vida divina, tampoco podría darnos
derecho a entrar en tal dignidad. Nada en nosotros, nada de nosotros, nada
concerniente a nosotros, podría jamás constituir el fundamento de esta
posición.
¿En qué, pues, se funda? Hebreos 2:11
nos proporciona la respuesta: “Porque el que santifica y los que son
santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos
hermanos.” Aquí tenemos una de las verdades más profundas y más extensas del
santo volumen. Vemos cómo llegamos a ser “hermanos santos”; esto es, al estar
asociados con Aquel bendito que descendió a la muerte por nosotros, y que en su
resurrección vino a constituir el fundamento de este nuevo orden de cosas donde
tenemos nuestro lugar. Él es la Cabeza, el jefe, de esta nueva creación a la
que pertenecemos, el Primogénito entre muchos hermanos, de quienes no se
avergüenza, puesto que los ha puesto sobre el mismo terreno que Él, y los ha
traído a Dios, no sólo según la perfecta eficacia de su obra, sino según la
perfecta aceptación y la infinita preciosidad de su persona delante de Dios.
“El que santifica y los que son santificados, de uno son todos.”
¡Palabras
maravillosas! Meditémoslas, querido lector. Notemos la profunda, sí, la
inconmensurable diferencia que existe entre “el que santifica” y “los que son
santificados”. El Señor, personalmente, de una manera intrínseca, en su
humanidad, podía ser “el que santifica”. Nosotros, personalmente, en nuestra
condición moral, en nuestra naturaleza, tenemos necesidad de ser santificados.
Pero —¡el universo entero alabe su Nombre por la eternidad! — es tal la
perfección de su obra, tales son las “riquezas” y “la gloria” de su gracia, que
podía ser escrito: “Como él es, así somos nosotros en este mundo.” “El que
santifica y los que son santificados, de uno son todos” (1.a Juan
4:17; Hebreos 2:11). Todos están sobre un mismo plano, y eso por siempre.
Nada
puede sobrepasar la grandeza de este título y esta posición. Estamos delante de
Dios según todos los gloriosos resultados de su obra perfecta y según toda la
aceptación de su Persona. Él nos ha unido consigo, en su vida de resurrección,
y nos ha hecho participantes de todo lo que tiene y de todo lo que es como
hombre, salvo su Deidad, naturalmente, que es incomunicable.
Prestemos
particular atención a lo que implica el hecho de que necesitábamos ser
“santificados”. Ello pone de manifiesto de la manera más fuerte y clara, la
ruina total, sin esperanza y absoluta en que se halla cada uno de nosotros. No
importa, en lo que toca a este aspecto de la verdad, quiénes éramos o qué
éramos en nuestra vida personal y práctica. Podríamos haber sido refinados,
cultos, amables, morales y religiosos a la manera de los hombres; o bien
habríamos podido ser degradados, inmorales, depravados, la hez de la sociedad.
En una palabra, podríamos haber estado, en cuanto a nuestro estado moral y a
nuestra condición social, tan lejos los unos de los otros como los dos polos;
pero como se trata de la necesidad de ser santificados, para el más excelente
como para el peor, antes que podamos ser llamados “hermanos santos”, no hay
evidentemente “ninguna diferencia”. El más vil no necesitaba nada más, y nada
menos el mejor. Todos y cada uno de nosotros estábamos envueltos en una ruina
común y teníamos necesidad de ser santificados, puestos aparte, antes de poder
tomar nuestro lugar entre los “hermanos santos”. Y ahora, puestos aparte,
estamos todos sobre un mismo terreno; el más débil hijo de Dios sobre la faz de
la tierra forma parte de los “hermanos santos” tan verdadera y realmente como
el apóstol Pablo mismo. No es cuestión de progreso ni de logros, por importante
y precioso que sea hacer progresos; se trata simplemente de nuestra común
posición delante de Dios, de la cual el “Primogénito” es de una manera viva, en
su persona, la eterna y preciosa definición.
Pero
debemos recordar aquí al lector que es de la mayor importancia tener bien en
claro y estar bien fundados en cuanto a la relación del “Primogénito” con los
“muchos hermanos”. Es ésta una verdad fundamental, respecto a la cual no debe
haber ninguna vaguedad ni indecisión. La Escritura es clara y enfática sobre
este gran punto cardinal. Pero hay muchos que no quieren oír la Escritura.
Están tan repletos de sus propios pensamientos que no se toman la molestia de
escudriñar las Escrituras para ver lo que dicen sobre este tema. Por eso hoy
encontramos a muchos que sostienen el fatal error de que la encarnación
constituye el fundamento de nuestra relación con el “Primogénito”. Los tales
consideran a Aquel que se ha encarnado como nuestro “hermano mayor” que, al
tomar sobre sí una naturaleza humana, nos unió a Él, o él se unió a nosotros.
Sería
difícil expresar convenientemente y enumerar las terribles consecuencias de tal
error. En primer lugar, lleva aparejado una positiva blasfemia contra la
Persona del Hijo de Dios; es la negación de su humanidad absolutamente pura,
sin pecado, perfecta. En su humanidad, era tal que el ángel podía decir a la
virgen María: “El Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lucas
1:35). Su naturaleza humana era absolutamente santa. Como hombre, no conoció
pecado. Fue el único hombre en la tierra de quien podía decirse ello. Era
único, absolutamente solo en esa condición. No había ni podía haber ninguna
unión con él en su encarnación. ¿Cómo el Santo y los profanos, el Puro y los
impuros, el Inmaculado y los manchados habrían podido ser unidos alguna vez?
¡Ello era absolutamente imposible! Aquellos que piensan y dicen que tal cosa
era posible, yerran grandemente, ignorando las Escrituras y al Hijo de Dios.
Además,
aquellos que hablan de unión en la encarnación son muy manifiestamente enemigos
de la cruz de Cristo. En efecto, ¿qué necesidad habría de la cruz, de la muerte
o de la sangre de Cristo, si los pecadores pudiesen estar unidos a Él en su
encarnación? Ninguna, seguramente. No habría ninguna necesidad de expiación,
ninguna necesidad de propiciación, ninguna necesidad de los sufrimientos y de
la muerte de Cristo como sustituto, si los pecadores pudiesen estar unidos a Él
sin eso.
De
ahí podemos ver que tal sistema de doctrina no puede provenir sino del enemigo.
Deshonra a la persona de Cristo y pone a un lado su obra expiatoria. Además de
todo esto, tal doctrina arroja por la borda la enseñanza de toda la Biblia
respecto a la ruina y la culpabilidad del hombre. En suma, destruye
completamente todas las grandes verdades fundamentales del cristianismo, y no
nos deja sino un sistema profano, sin Cristo, e infiel. Éste es el objetivo que
siempre el diablo tuvo en vista, y el que todavía persigue; y miles que se
llaman maestros cristianos actúan como sus agentes en sus esfuerzos por socavar
el cristianismo. ¡Qué tremenda responsabilidad para ellos!
Prestemos
oídos con reverencia a la enseñanza de las Santas Escrituras sobre este gran
tema. ¿Qué significado tienen esas palabras que brotaron de los labios de
nuestro Señor Jesucristo, y que Dios el Espíritu Santo nos ha conservado: “Si
el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo” (Juan 12:24)? ¿Quién
era este grano de trigo? Él mismo, bendito sea su santo Nombre. Jesús debía
morir, a fin de “llevar mucho fruto”. Para rodearse de “muchos hermanos”, debía
descender a la muerte, a fin de quitar de en medio todo obstáculo que impidiera
que ellos fuesen eternamente asociados con él en el nuevo terreno de la
resurrección. Él, el verdadero David, debía avanzar solo contra el temible
enemigo, a fin de tener el profundo gozo de compartir con sus hermanos los
despojos, frutos de su gloriosa victoria. ¡Eternas aleluyas sean dadas a su
Nombre sin par!
En el capítulo 8 del evangelio de
Marcos tenemos un hermosísimo pasaje que se relaciona con nuestro tema. “Y
comenzó a enseñarles que le era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho, y
ser desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los
escribas, y ser muerto, y resucitar después de tres días. Esto les decía
claramente. Entonces Pedro le tomó aparte y comenzó a reconvenirle.” En otro
evangelio, vemos lo que Pedro le dijo: “Señor, ten compasión de ti; en ninguna
manera esto te acontezca.” Ahora, prestemos atención a la respuesta y la
actitud del Señor: “Pero él, volviéndose y mirando a los discípulos, reprendió
a Pedro, diciendo: ¡Quítate de delante de mí, Satanás! porque no pones la mira
en las cosas de Dios, sino en las de los hombres.”
Esto es de una belleza perfecta. No
sólo presenta a la inteligencia una verdad, sino que deja penetrar en el
corazón un brillante rayo de la gloria moral de nuestro adorable Señor y
Salvador Jesucristo, con el expreso propósito de inclinar el alma en adoración
ante Él. “Volviéndose y mirando a los discípulos”, es como si hubiese querido
decir a su errado siervo: «Si admito lo que me sugieres, si tengo compasión de
mí mismo, ¿qué sería de éstos?» ¡Bendito Salvador! Él no pensó en sí mismo.
“Afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Lucas 9:51), sabiendo bien lo que allí
le esperaba. Iba a la cruz para sufrir allí la ira de Dios, el juicio del
pecado, todas las terribles consecuencias de nuestra condición, a fin de
glorificar a Dios con respecto a nuestros pecados, y eso, a fin de tener el
gozo inefable y eterno de verse rodeado de “muchos hermanos” a quienes, sobre
el terreno de la resurrección, podía anunciar el nombre del Padre. “Anunciaré a
mis hermanos tu nombre.” De en medio de las terribles sombras del Calvario,
donde soportaba por nosotros lo que ninguna criatura inteligente podría jamás
sondear, él miraba adelante, hacia este momento glorioso. Para poder llamarnos
“hermanos”, él debía encontrar solo la muerte y el juicio por nosotros.
Ahora bien, ¿por qué todos estos
sufrimientos, si la encarnación fuese la base de nuestra unión o de nuestra
asociación con él?[4] ¿No es perfectamente evidente que no podría haber ningún
vínculo entre Cristo y nosotros excepto sobre la base de una expiación
cumplida? ¿Cómo podría existir este vínculo, con el pecado no expiado, la
culpabilidad no borrada y los derechos de Dios no satisfechos? Sería
absolutamente imposible. Mantener semejante pensamiento es ir en contra de la
revelación divina, socavar los mismos fundamentos del cristianismo, y éste es
precisamente, como bien lo sabemos, el objetivo que el diablo siempre persigue.
Sin
embargo, no nos detendremos más en este tema aquí. Puede que la gran mayoría de
nuestros lectores tengan perfectamente en claro y resuelto este punto, y que lo
sostengan como una de las verdades cardinales y esenciales del cristianismo.
Mas en un tiempo como el presente, sentimos la importancia de dar a toda la
Iglesia de Dios un claro testimonio de esta tan bendita verdad. Estamos
persuadidos de que el error que hemos combatido —a saber, la unión con Cristo
en la encarnación— forma una parte integrante de un vasto sistema infiel y
anticristiano que domina sobre miles de cristianos profesantes, y que hace
tremendos progresos en toda la cristiandad. Es la profunda y solemne convicción
que tenemos de este hecho, lo que nos conduce a llamar la atención del amado
rebaño de Cristo sobre uno de los más preciosos y gloriosos temas que pudieran
ocupar nuestro corazón, a saber, nuestro título para ser llamados “hermanos
santos”.
C.H.
MACKINSTOSH