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Vino junto al mar de Galilea; y subiendo al monte, se sentó allí. Mateo 15.29.
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Mi Padre
hasta ahora trabaja, y yo trabajo. Juan 5.17
El médico de vida, Mateo 15.30,31
“Se le acercó mucha gente que traía
consigo a cojos, ciegos, mudos, mancos, y otros muchos enfermos; y los pusieron
a los pies de Jesús, y los sanó”. ¡Qué escena tan impresionante! Cuatro mil
hombres, además de mujeres y niños, estaban allí, algunos sanos y otros
enfermos. Se habían reunido en ese monte, sin invitación o aviso, para oír las
enseñanzas de Cristo, y a la vez abrigaban la esperanza que Él podría sanar a
sus enfermos.
Nunca hubo antes, ni
habrá después, un médico como el Señor Jesucristo. Sus credenciales no se
desplegaban como diplomas en la pared. No eran palabras sino hechos: “los
ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los
muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio”, Mateo 11.5.
Nada estaba escondido
de él, quien conocía a fondo todo el ser humano. “Te alabaré; porque
formidables, maravillosas son tus obras; estoy maravillado ... No fue
encubierto de ti mi cuerpo, bien que en oculto fui formado, y entretejido en lo
más profundo de la tierra. Mi embrión vio tus ojos”, Salmo 139.14 al 16.
Es infalible también.
Muchas veces los médicos se equivocan o se encuentran vencidos por una nueva
epidemia. No fue así con Cristo, aun cuando en Nazaret no hizo muchos milagros,
por la incredulidad de la gente, Mateo 13.58.
Casi todos los casos
que le fueron presentados eran humanamente incurables, pero El nunca despachó a
un menesteroso sin haberle curado. Nunca fijó un horario de consulta. Sanaba
aun los días sábado, trayendo sobre sí la ira de los religiosos, quienes tenían
más compasión por el buey o el burro que por uno afligido de cuerpo y alma.
Le preocupaba no sólo el estado físico
sino el espiritual. Leemos, por ejemplo, en el caso del paralítico en Marcos 2
que le dijo: “Levántate, toma tu lecho y anda”, para que los demás supiesen que
el Hijo del Hombre tiene potestad para perdonar pecados.
¡Gracias
a Dios por su don inefable!
La cosa triste es que
le manifestaron agradecimiento muy pocos que le debían tanto por haberles
curado. Hubo excepciones, como el leproso, uno entre diez, que volvió a darle
las gracias por su curación, y el Señor le preguntó, “Y los nueve, ¿dónde
están?” En todos los siglos la raza adánica no ha sabido dar las gracias; a
Jesús le dio una cruz vergonzosa por su compasión para con sus criaturas.
A veces los enfermos
reciben de su médico una receta por medicina tan costosa que ellos no pueden
costear su curación, pero ¡cuán diferente con nuestro Señor! El remedio para
nuestra plaga negra del corazón era tan completamente más allá de nuestra capacidad
para adquirirla, que Él lo proveyó a precio infinito por su muerte en cruz.
Sabemos que fuimos “rescatados ... no con cosas corruptibles como oro o plata,
sino con la sangre preciosa de Cristo”, 1 Pedro 1.18,19.
Hay quienes tratan la
magnanimidad de Cristo en conseguirnos el gran remedio casi como algunos
enfermos tratan la visita a su médico. Al ver la prescripción, confiesan que
sus recursos no les permiten comprar el remedio. Lo reciben gratuito, por la
generosidad del médico u otro, pero dicen, “Lo voy a guardar por unos días más,
hasta que me sienta un poco mejor; entonces, tomaré la medicina”. Probablemente
el lector dirá, “¡Qué insensatez! ¡Esa medicina regalada es para tomársela de
una vez!”
Así es la salvación. Lector, quizás sin
Cristo, ¿qué estás haciendo con el gran remedio que es el evangelio? Te puede
dar corazón nuevo y quitar toda mancha de pecado.
La
parte nuestra
Ahora, consideremos un
detalle al comienzo de este relato breve. La gente le traía a Jesús toda clase
de enfermos, incluyendo a los mancos, poniéndolos a sus pies, 15.30. En el 18.8
El empleará la misma palabra al decir, “Es mejor entrar en la vida cojo o
manco”, refiriéndose a quienes le falta una pierna, un pie, un brazo o una
mano.
Es probable que entre
esa multitud hubiese uno o más mancos. ¡Cuál no sería su gozo al hallarse con
el cuerpo completo de nuevo! Pero, ¿dónde empezó la compasión? Fue en los que
estaban dispuestos a cargar y ayudar a los impedidos hasta donde estaba el Señor
Jesucristo.
Se habrán contentado mucho los buenos
amigos que con lucha y sudor habían subido el monte con su carga, viéndolos
completamente sanados. Nosotros estamos rodeados de gente necesitada
espiritualmente. ¿Endureceremos el corazón, dejándoles perecer en sus pecados,
o los llevaremos a los pies de Cristo?
¿Cómo
podemos hacerlo? Recomendamos cuatro maneras:
Ø por la oración, llevándolos ante el trono de la
gracia
Ø por interesarlos en asistir al culto evangélico
Ø por medio de un testimonio intachable
Ø por poner en sus manos un tratado evangélico o una
porción de la Palabra de Dios
Nos llama la atención
que la gente se haya quedado en aquel monte tres días. Era de esperarse que, al
ser curados, ellos estarían pensando enseguida en regresar a sus casas. Pero
no; las palabras de vida que Cristo tenía para ellos les encantaban, y les hicieron
olvidar su hambre. Hay aquí una lección para cada creyente, y es que las cosas
de nuestro Señor Jesucristo deben tener prioridad en nuestras vidas también.
El
sustentador, Mateo 15.32,38
“Tomando los siete
panes y los peces, dio gracias, los partió y dio a sus discípulos, y los
discípulos a la multitud”.
Aquí tenemos un
maravilloso comedor popular. No había mercado, ni bodega, ni conuco, pero había
la presencia del Señor de gloria en su divinidad y del Pan de Vida en su
humanidad. El respondió por todo. Había una grande multitud, una grande
necesidad, un gran milagro, una grande satisfacción y un gran sobrante.
En la alimentación de
los cinco mil, 14.17 al 20, sobraron doce cestas llenas, y ahora en el 15.37
sobran siete canastas. Las cestas se usaban para traer las compras del mercado,
pero las canastas eran mucho más grandes; cabía un hombre en una canasta, como
cuando Pablo fue bajado del muro en Damasco en una de ellas.
Pero observamos también cosas pequeñas
en el milagro de los panes y los peces:
Su fe
Cuando los discípulos contestaron al Señor sobre la grande necesidad de la
gente hambrienta, preguntó, “¿De dónde tenemos nosotros tantos panes en el
desierto?” Se habían multiplicado panes y peces en el capítulo anterior,
alimentando cinco mil hombres más las mujeres y los niños presentes. ¡Gracias a
Dios que la alimentación de esa gente no dependió de la fe de los discípulos!
Su razonamiento
Poco es mucho cuando Dios está en la cosa. Él se digna usar cosas pequeñas para
manifestar su propia grandeza. Redujo, por ejemplo, el ejército de Gedeón a
trescientos hombres para derrotar una multitud que era como langostas que
cubrían la tierra, y camellos innumerables. “Lo débil del mundo escogió Dios
para avergonzar a lo fuerte”, 1 Corintios 1.27.
Su
estatura Estaban recostados; todos se hicieron
pequeños. No hay distinción entre grandes y chicos para con Dios; es corte
parejo. Para participar de los alimentos, todos tenían que bajarse al mismo
nivel. La salvación se consigue solamente a los pies de Cristo, como cuando los
israelitas tenían que doblarse a la tierra para recoger el maná que Dios les
mandó. Los discípulos efectuaron la distribución ordenadamente. El Señor se
dignó usar “vasos de barro” para llevar el pan de vida a los hambrientos.
La
vida pública de Cristo
Como parte de
este comentario sobre Cristo como el gran benefactor, queremos examinar por un
momento tres cualidades suyas que hacían posibles las cosas que hemos visto en
su ministerio en bien de la gente.
Dios ungió con el Espíritu Santo y con
poder a Jesús de Nazaret, y ... éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos
los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. Hechos 10.38
Pedro en su discurso en casa de
Cornelio destaca tres puntos en cuanto a la vida pública de nuestro Señor:
Ø fue ungido con el Espíritu y con poder hacía bienes
Ø Dios estaba con él
Una
vida con poder
En su bautismo en el
Jordán, Cristo fue ungido por el Espíritu, luego fue llevado por el mismo
Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Esto nos enseña que uno no
está exento de los ataques del diablo por estar guiado por el Espíritu y por andar
en el camino de la voluntad de Dios. Es cuando el creyente se aparta del camino
señalado por su Señor que no puede resistir el ataque del gran enemigo de su
alma.
Así fue la tragedia
del joven profeta en la triste historia que encontramos en 1 Reyes 13. El viejo
profeta le engañó, y él desobedeció la Palabra de Dios; había emprendido buen
camino, pero “volvió con él”. La consecuencia fue que “le topó un león en el
camino, y le mató”.
Como su Señor, cada
creyente empieza su carrera nueva con la unción del Espíritu Santo, 1 Juan
2.27. Aquí está el secreto de su poder espiritual. Su responsabilidad es:
Ø no contristar al Espíritu, Efesios 4.30, sea por
pecar o por no confesar el pecado
Ø no apagar el Espíritu, 1 Tesalonicenses 5.19, en no
cumplir con sus deberes
Ø no dejar de responder al impulso del Espíritu en
dejar de hablar o actuar por él.
Es de esperar que la vida del creyente
sea con poder en la oración, poder en el testimonio y poder en el servicio del
Señor. Cuando no lo hay, no es por no contar con el Espíritu sino por una de
las circunstancias que hemos mencionado.
Una
vida con propósito
Jesús anduvo (i) haciendo bienes en las
cosas temporales, y (ii) sanando a todos los oprimidos por el diablo en lo
espiritual.
Hay una
correspondencia entre el bien que hagamos por nuestros prójimos en lo material
y lo que hacemos espiritualmente. “No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque
a su tiempo segaremos, si no desmayamos”, Gálatas 6.9.
El creyente debe ser
una persona completamente incapaz de hacer mal a su prójimo. Muchos inconversos
han sido amargados contra el evangelio por el mal proceder de uno llamado
“hermano”. En cambio, un pequeño acto de simpatía, por ejemplo, en forma material
con uno no convertido que está atribulado, puede abrir la puerta para ganar
aquél para Cristo.
Cuando soltero, viví
en cierta época con otro joven cristiano en un pequeño apartamento en Winnipeg,
Canadá, donde los inviernos son sumamente fuertes. Un joven con caballo y
trineo repartía leche de casa en casa, bregando contra nieve, hielo y una temperatura
muy por debajo de cero. Le convidamos entrar y calentar las manos mientras le
preparábamos una tasa de chocolate caliente y un poco de pan.
Volvió a visitarnos
varias veces, recibió tratados y por fin accedió acompañarnos a la predicación
del evangelio. Aquella noche él manifestó su deseo de volver a donde vivíamos,
y allí abrió su corazón al Señor y fue convertido. La cosa es que los tres somos
octogenarios ahora, sirviendo al Señor sin olvidarnos de la tasa de chocolate
caliente y los panecillos.
En Hebreos 13.15 al 16 se nos exhorta
ofrecer primeramente sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que
confiesan el nombre del Señor. O sea, primeramente, tenemos el deber para con
Dios. Pero el pasaje sigue: “Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os
olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios”. Aun cuando nuestra vida
como cristianos honre a Dios con sacrificios espirituales, no debemos ignorar
el privilegio de ser una bendición a nuestros prójimos. La secuencia en Gálatas
6.10 es la de primeramente a los de la familia de la fe, y después, teniendo
oportunidad, a todos.
Una
vida con presencia
“...
porque Dios estaba con él”.
¡Qué hermosa vida la
de nuestro Señor Jesucristo! El la pasó día y noche en comunión íntima con el
Padre. Siendo el único mediador entre Dios y los hombres, nos traía al Padre:
“El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”. También dijo nuestro Señor: “El
que me ama, mi palabra guardará, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y
haremos morada con él”, Juan 14.23.
Sin Cristo uno no
sirve para nada, pero en Cristo todo lo puede. Al decir esto Pablo, él añadió:
“en Cristo que me fortalece”, Filipenses 4.13. La vida pública de Cristo fue
con poder, con propósito y vivida en la presencia de Dios. Y, “nuestra comunión
es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo”, 1 Juan 1.3.