El
primer hecho al cual tiene que hacer frente toda persona mientras medita sobre
sus relaciones espirituales con Dios, es el hecho del pecado. Todo ser humano
tiene, en cierto grado, conciencia de pecado, aun cuando no desee reconocerlo
abiertamente. Cuando un hombre quiere orar o volverse hacia Dios en algún
momento de necesidad, casi de inmediato surge dentro de sí mismo esa innata
conciencia de pecado y de indignidad. ¿Cómo puede un hombre tan lleno de
pecado, ser escuchado por Dios? ¿Cómo puede experimentar lo que es tener
comunión con un Dios santo? Estas son las primeras preguntas que invaden el
pensamiento del alma que busca a Dios. Esta conciencia de pecado no es un mero
efecto de las enseñanzas recibidas durante la niñez, ni es tampoco patrimonio
exclusivo de quienes leen y conocen la Biblia. En las tierras paganas, los hombres
y las mujeres tienen la misma conciencia innata del pecado, cuando desean
acercarse a Dios. La religión de los paganos se caracteriza por los esfuerzos
incesantes que se realizan para expiar el pecado y apaciguar el desagrado de
Dios. Los altares paganos en todo el mundo están manchados con sangre de
animales o de seres humanos, y ello se debe a que la humanidad toda, es consciente
del pecado.
Con
respecto a los paganos que están en tinieblas en cuanto a la Biblia y a la
verdad cristiana, dice el Apóstol Pablo que muestran “la obra de la ley escrita
en sus corazones, dando testimonio juntamente con sus conciencias y acusándose
y también excusándose sus pensamientos unos con otros” (Romanos 2:15).
Tú
también tienes que hacer frente a este hecho inalterable del pecado si no lo
has hecho ya. Cuando comienzas a considerar el asunto de tu salvación y
reconciliación con Dios, te das cuenta en forma tremenda de aquella barrera de
pecado que como una muralla infranqueable se yergue entre tí y Dios. Tu conciencia
te dice que has pecado. Si eres honrado contigo mismo, has de reconocerlo. La
voz acusadora del Espíritu de Dios te dice que has pecado. Y sobre todas las
cosas, la Biblia te lo afirma también. “Todos pecaron”, dice la Palabra, “y
están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). “No hay justo, ni aun
uno” (Romanos 3:10). “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se
apartó por su camino” (Isaías 53:6). El testimonio de la Biblia acerca de
nuestros pecados es universal, acusador e indiscutible. HEMOS PECADO. SOMOS
PECADORES. Y dentro de esta categoría tienes que ocupar tu lugar, amigo lector,
con el resto de la humanidad.
Junto
con esta conciencia de pecado, surge también dentro del corazón humano una
conciencia de la santidad y justicia de Dios. Dios es puro y santo. Todos lo
reconocen. Dios es justo, luego, no puede permitir ni tolerar el pecado. Si lo
hiciera, no sería Dios, pues un Dios que disimulara la maldad, no poseería los
atributos indispensables de la divinidad. Esto lodos lo sabemos.
Un
juez correcto en un tribunal debe castigar toda delincuencia. Si no lo hace,
pronto ha de ser destituido. Un juez tiene que ser juez. No puede eludir la
responsabilidad de dictar sentencia. No se atrevería nunca a perdonar o
indultar a una persona culpable. Su posición de magistrado, de acuerdo con
nuestros altos conceptos de la ley, no le permitiría hacerlo. Podría abrigar
un deseo interior muy profundo de declarar inocente al reo culpable, pero, en
ningún caso podría hacerlo. Por mucha compasión y lástima que pudiese sentir
por él, no puede manifestarlas, pues debe triunfar la justicia. Y así sucede
también con el gran Juez justo que está en los cielos, cuando tiene que tratar con
la humanidad pecaminosa. La justicia divina no puede permitir que se haga caso
omiso de la culpabilidad del pecado humano.
Que
Dios ama a los hombres, aun cuando son pecadores, es también un hecho
indiscutible. El amor de Dios es uno de los principales temas de las
Escrituras. Dios ama a toda la raza humana, a cada uno de los hijos de Adán.
Dios te ama en virtud del hecho de que eres un ser humano. No es necesario
poseer otra condición para que entres dentro del campo de su amor. Cuando no
puedas contar con ninguna otra cosa en el mundo, siempre podrás contar con el
amor de Dios. Cuando todos los amores humanos hayan terminado o te hayan sido
retirados, aun podrás descansar sobre el hecho de que Dios te ama.
En
realidad, mi querido amigo, no hay razón para dudar de esta gran verdad. La
Biblia dice: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito”
(Juan 3: 16). “Dios encarece su caridad para con nosotros, porque siendo aún
pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8) “Con amor eterno te he
amado” (Jeremías 31:3). “Aunque mi padre y mi madre me dejaran*, Jehová, con todo,
me recogerá” (Salmo 27: 10). El amor de Dios hacia los hombres pecadores fue
ilustrado bellamente por Cristo en la parábola del Hijo Pródigo, que se halla
narrada en el capítulo 15 del evangelio según San Lucas. Aunque este hijo se
había extraviado, yendo a la tierra lejana, y había caído muy hondo en el
pecado, el padre seguía amándole, y le recibió de vuelta con lágrimas de
alegría y con el beso del perdón.
Dios
es, además, por cierto, un Dios de misericordia. La misericordia y el amor
siempre marchan juntos. Nunca puede existir la una sin el otro. En Dios mora el
amor, y del mismo modo, mora la misericordia: Una misericordia infinita, sin
límites. El salmista dice: ¡“La misericordia de Jehová es eterna! (Salmo 103:
17). La misericordia siempre desea perdonar y nunca quiere castigar. La
misericordia siempre ruega que se tenga clemencia y perdón, y que se libre del
castigo al alma culpable.
Dios
es un Dios de justicia y un Dios de misericordia. Pero ¿cómo puede ser las dos
cosas al tratar con los pecadores? La justicia exige que nuestros pecados sean
castigados. Pero el amor de Dios mismo aboga por el perdón del pecador. ¿Cómo
puede Dios hacer ambas cosas? ¿Cómo puede a la ves castigar y perdonar el
pecado? ¿Cómo debe tratar con nosotros? ¿Cómo puede ser justo y misericordioso
en su trato con nosotros que estamos tan llenos de pecado? ¿Cómo puede
solucionar este gran problema de nuestra salvación?
Gracias
a Dios, él tiene otro gran atributo, el de la Sabiduría. En su infinita
sabiduría, estimulada por su santo amor, Dios solucionó este gran problema y
ofreció un camino por el cual podemos obtener la salvación. La respuesta divina
al problema de la salvación de los pecadores fue LA CRUZ. Sobre la cruz su
divino y amado Hijo murió en el lugar de los pecadores culpables, pagando en
forma total la penalidad de sus pecados y ofreciendo de este modo un camino
para la salvación de todos. En la cruz, ha sido satisfecha la justicia, pues
allí el pecado recibió su castigo total. Allí sobre esa cruz, Cristo, siendo
infinito, pagó el castigo infinito que exigía por nuestros pecados la justicia
divina. El pecado no fue disimulado. Fue castigado. “Jehová cargó en él, el
pecado de todos nosotros” (Isaías 53: 6). “Cristo fue muerto por nuestros
pecados” (1 Corintios 15:3.). “Cristo padeció... el justo por los injustos,
para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). “El cual mismo llevó nuestros pecados en
su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24).
Las
últimas palabras de Cristo fueron: “Consumado es”. ¿Qué quiso decir con eso?
Que la expiación por los pecados del hombre había sido consumada. La justicia
había sido satisfecha. El precio había sido pagado. La misericordia podría ya
extenderse hacia los seres pecadores.
Así
vemos en la cruz la presencia de la justicia y la misericordia de Dios, ambas
satisfechas. La santidad de Dios, que exigía el justo castigo del pecado, quedó
satisfecha, y su misericordia, que clamaba pidiendo el perdón del hombre,
también quedó satisfecha. No es extraño pues que Pablo dijera que la cruz es
“poder y sabiduría de Dios” (1 Corintios. 1: 24). Sólo la infinita sabiduría de
Dios pudo haber ideado un plan tan maravilloso y perfecto de la redención. Es
pensando en él, que escribió William R. Newell las palabras siguientes:
Oh, el
amor que abrió el plan de la salvación
Oh, la
gracia que llevó el plan hasta los hombres
Oh, la
enorme separación que Dios unió
En el
Calvario.
(versión literal)
Sólo
la cruz pudo ser la respuesta al problema de nuestra salvación. Sólo la cruz es
la solución a las necesidades mías y tuyas. Sólo en la cruz puedes ser
perdonado. Sólo en la cruz puede un Dios santo sonreír, perdonando y amando a
culpables pecadores como nosotros. Es por ello por lo que Pablo, en su
arrobamiento exclamó: “Lejos esté de mí gloriarme sino en la cruz de Cristo”.
La
cruz es la parte de Dios en la obra de nuestra salvación. Nosotros no hicimos
nada para ser salvos. Él lo hizo todo. La salvación nuestra se debe a la acción
llena de gracia de un Dios justo y amante, para proveer un medio por el cual
pudiese salvarse la humanidad pecadora y culpable. La salvación es,
primordialmente, la obra de Dios, y se debe a su sabiduría, a su amor y a su
gracia.
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