miércoles, 3 de enero de 2018

EL CRISTIANO VERDADERO (Parte I)



El primer hecho al cual tiene que hacer frente toda persona mientras medita sobre sus relaciones espirituales con Dios, es el hecho del pecado. Todo ser humano tiene, en cierto grado, conciencia de pecado, aun cuando no desee reconocerlo abiertamente. Cuando un hombre quiere orar o volver­se hacia Dios en algún momento de necesidad, casi de inme­diato surge dentro de sí mismo esa innata conciencia de pe­cado y de indignidad. ¿Cómo puede un hombre tan lleno de pecado, ser escuchado por Dios? ¿Cómo puede experimentar lo que es tener comunión con un Dios santo? Estas son las primeras preguntas que invaden el pensamiento del alma que busca a Dios. Esta conciencia de pecado no es un mero efecto de las enseñanzas recibidas durante la niñez, ni es tampoco patrimonio exclusivo de quienes leen y conocen la Biblia. En las tierras paganas, los hombres y las mujeres tienen la mis­ma conciencia innata del pecado, cuando desean acercarse a Dios. La religión de los paganos se caracteriza por los esfuer­zos incesantes que se realizan para expiar el pecado y apaci­guar el desagrado de Dios. Los altares paganos en todo el mundo están manchados con sangre de animales o de seres humanos, y ello se debe a que la humanidad toda, es cons­ciente del pecado.
Con respecto a los paganos que están en tinieblas en cuanto a la Biblia y a la verdad cristiana, dice el Apóstol Pablo que muestran “la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio juntamente con sus conciencias y acusándose y también excusándose sus pensamientos unos con otros” (Romanos 2:15).
Tú también tienes que hacer frente a este hecho inalterable del pecado si no lo has hecho ya. Cuando comienzas a considerar el asunto de tu salvación y reconciliación con Dios, te das cuenta en forma tremenda de aquella barrera de pecado que como una muralla infranqueable se yergue entre tí y Dios. Tu conciencia te dice que has pecado. Si eres honrado contigo mismo, has de reconocerlo. La voz acusadora del Espíritu de Dios te dice que has pecado. Y sobre todas las cosas, la Biblia te lo afirma también. “Todos pecaron”, dice la Palabra, “y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). “No hay justo, ni aun uno” (Romanos 3:10). “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino” (Isaías 53:6). El testimonio de la Biblia acerca de nuestros pecados es universal, acusador e indiscutible. HEMOS PECADO. SOMOS PECADORES. Y dentro de esta categoría tienes que ocupar tu lugar, amigo lector, con el resto de la humanidad.
Junto con esta conciencia de pecado, surge también dentro del corazón humano una conciencia de la santidad y justicia de Dios. Dios es puro y santo. Todos lo reconocen. Dios es justo, luego, no puede permitir ni tolerar el pecado. Si lo hiciera, no sería Dios, pues un Dios que disimulara la maldad, no poseería los atributos indispensables de la divinidad. Esto lodos lo sabemos.
Un juez correcto en un tribunal debe castigar toda delincuencia. Si no lo hace, pronto ha de ser destituido. Un juez tiene que ser juez. No puede eludir la responsabilidad de dictar sentencia. No se atrevería nunca a perdonar o indultar a una persona culpable. Su posición de magistrado, de acuerdo con nuestros altos conceptos de la ley, no le permitiría ha­cerlo. Podría abrigar un deseo interior muy profundo de declarar inocente al reo culpable, pero, en ningún caso po­dría hacerlo. Por mucha compasión y lástima que pudiese sentir por él, no puede manifestarlas, pues debe triunfar la justicia. Y así sucede también con el gran Juez justo que está en los cielos, cuando tiene que tratar con la humanidad pecaminosa. La justicia divina no puede permitir que se haga caso omiso de la culpabilidad del pecado humano.
Que Dios ama a los hombres, aun cuando son pecadores, es también un hecho indiscutible. El amor de Dios es uno de los principales temas de las Escrituras. Dios ama a toda la ra­za humana, a cada uno de los hijos de Adán. Dios te ama en virtud del hecho de que eres un ser humano. No es necesario poseer otra condición para que entres dentro del campo de su amor. Cuando no puedas contar con ninguna otra cosa en el mundo, siempre podrás contar con el amor de Dios. Cuando todos los amores humanos hayan terminado o te hayan sido retirados, aun podrás descansar sobre el hecho de que Dios te ama.
En realidad, mi querido amigo, no hay razón para dudar de esta gran verdad. La Biblia dice: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3: 16). “Dios encarece su caridad para con nosotros, porque siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8) “Con amor eterno te he amado” (Jeremías 31:3). “Aunque mi padre y mi madre me dejaran*, Jehová, con to­do, me recogerá” (Salmo 27: 10). El amor de Dios hacia los hombres pecadores fue ilustrado bellamente por Cristo en la parábola del Hijo Pródigo, que se halla narrada en el capítulo 15 del evangelio según San Lucas. Aunque este hijo se había extraviado, yendo a la tierra lejana, y había caído muy hondo en el pecado, el padre seguía amándole, y le recibió de vuelta con lágrimas de alegría y con el beso del perdón.
Dios es, además, por cierto, un Dios de misericordia. La misericordia y el amor siempre marchan juntos. Nunca puede existir la una sin el otro. En Dios mora el amor, y del mismo modo, mora la misericordia: Una misericordia infinita, sin límites. El salmista dice: ¡“La misericordia de Jehová es eterna! (Salmo 103: 17). La misericordia siempre desea perdonar y nunca quiere castigar. La misericordia siempre ruega que se tenga clemencia y perdón, y que se libre del castigo al alma culpable.
Dios es un Dios de justicia y un Dios de misericordia. Pero ¿cómo puede ser las dos cosas al tratar con los pecadores? La justicia exige que nuestros pecados sean castigados. Pero el amor de Dios mismo aboga por el perdón del pecador. ¿Cómo puede Dios hacer ambas cosas? ¿Cómo puede a la ves castigar y perdonar el pecado? ¿Cómo debe tratar con nosotros? ¿Cómo puede ser justo y misericordioso en su trato con nosotros que estamos tan llenos de pecado? ¿Cómo puede solucionar este gran problema de nuestra salvación?
Gracias a Dios, él tiene otro gran atributo, el de la Sabiduría. En su infinita sabiduría, estimulada por su santo amor, Dios solucionó este gran problema y ofreció un camino por el cual podemos obtener la salvación. La respuesta divina al problema de la salvación de los pecadores fue LA CRUZ. Sobre la cruz su divino y amado Hijo murió en el lugar de los pecadores culpables, pagando en forma total la penalidad de sus pecados y ofreciendo de este modo un camino para la salvación de todos. En la cruz, ha sido satisfecha la justicia, pues allí el pecado recibió su castigo total. Allí sobre esa cruz, Cristo, siendo infinito, pagó el castigo infinito que exigía por nuestros pecados la justicia divina. El pecado no fue disimulado. Fue castigado. “Jehová cargó en él, el pecado de todos nosotros” (Isaías 53: 6). “Cristo fue muerto por nues­tros pecados” (1 Corintios 15:3.). “Cristo padeció... el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). “El cual mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24).
Las últimas palabras de Cristo fueron: “Consumado es”. ¿Qué quiso decir con eso? Que la expiación por los pecados del hombre había sido consumada. La justicia había sido sa­tisfecha. El precio había sido pagado. La misericordia podría ya extenderse hacia los seres pecadores.
Así vemos en la cruz la presencia de la justicia y la mise­ricordia de Dios, ambas satisfechas. La santidad de Dios, que exigía el justo castigo del pecado, quedó satisfecha, y su misericordia, que clamaba pidiendo el perdón del hombre, también quedó satisfecha. No es extraño pues que Pablo di­jera que la cruz es “poder y sabiduría de Dios” (1 Corintios. 1: 24). Sólo la infinita sabiduría de Dios pudo haber ideado un plan tan maravilloso y perfecto de la redención. Es pen­sando en él, que escribió William R. Newell las palabras siguientes:

Oh, el amor que abrió el plan de la salvación
Oh, la gracia que llevó el plan hasta los hombres
Oh, la enorme separación que Dios unió
En el Calvario.
(versión literal)
Sólo la cruz pudo ser la respuesta al problema de nuestra salvación. Sólo la cruz es la solución a las necesidades mías y tuyas. Sólo en la cruz puedes ser perdonado. Sólo en la cruz puede un Dios santo sonreír, perdonando y amando a culpables pecadores como nosotros. Es por ello por lo que Pablo, en su arrobamiento exclamó: “Lejos esté de mí gloriarme sino en la cruz de Cristo”.

La cruz es la parte de Dios en la obra de nuestra salvación. Nosotros no hicimos nada para ser salvos. Él lo hizo todo. La salvación nuestra se debe a la acción llena de gracia de un Dios justo y amante, para proveer un medio por el cual pudiese salvarse la humanidad pecadora y culpable. La salvación es, primordialmente, la obra de Dios, y se debe a su sabiduría, a su amor y a su gracia.

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