domingo, 28 de septiembre de 2025

El monte de los milagros: Cristo el gran benefactor

     ¨       Vino junto al mar de Galilea; y subiendo al monte, se sentó allí. Mateo 15.29.  

¨       Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo. Juan 5.17


El médico de vida, Mateo 15.30,31

“Se le acercó mucha gente que traía consigo a cojos, ciegos, mudos, mancos, y otros muchos enfermos; y los pusieron a los pies de Jesús, y los sanó”. ¡Qué escena tan impresionante! Cuatro mil hombres, además de mujeres y niños, estaban allí, algunos sanos y otros enfermos. Se habían reunido en ese monte, sin invitación o aviso, para oír las enseñanzas de Cristo, y a la vez abrigaban la esperanza que Él podría sanar a sus enfermos.

Nunca hubo antes, ni habrá después, un médico como el Señor Jesucristo. Sus credenciales no se desplegaban como diplomas en la pared. No eran palabras sino hechos: “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio”, Mateo 11.5.

Nada estaba escondido de él, quien conocía a fondo todo el ser humano. “Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras; estoy maravillado ... No fue encubierto de ti mi cuerpo, bien que en oculto fui formado, y entretejido en lo más profundo de la tierra. Mi embrión vio tus ojos”, Salmo 139.14 al 16.

Es infalible también. Muchas veces los médicos se equivocan o se encuentran vencidos por una nueva epidemia. No fue así con Cristo, aun cuando en Nazaret no hizo muchos milagros, por la incredulidad de la gente, Mateo 13.58.

Casi todos los casos que le fueron presentados eran humanamente incurables, pero El nunca despachó a un menesteroso sin haberle curado. Nunca fijó un horario de consulta. Sanaba aun los días sábado, trayendo sobre sí la ira de los religiosos, quienes tenían más compasión por el buey o el burro que por uno afligido de cuerpo y alma.

Le preocupaba no sólo el estado físico sino el espiritual. Leemos, por ejemplo, en el caso del paralítico en Marcos 2 que le dijo: “Levántate, toma tu lecho y anda”, para que los demás supiesen que el Hijo del Hombre tiene potestad para perdonar pecados.

¡Gracias a Dios por su don inefable!

La cosa triste es que le manifestaron agradecimiento muy pocos que le debían tanto por haberles curado. Hubo excepciones, como el leproso, uno entre diez, que volvió a darle las gracias por su curación, y el Señor le preguntó, “Y los nueve, ¿dónde están?” En todos los siglos la raza adánica no ha sabido dar las gracias; a Jesús le dio una cruz vergonzosa por su compasión para con sus criaturas.

A veces los enfermos reciben de su médico una receta por medicina tan costosa que ellos no pueden costear su curación, pero ¡cuán diferente con nuestro Señor! El remedio para nuestra plaga negra del corazón era tan completamente más allá de nuestra capacidad para adquirirla, que Él lo proveyó a precio infinito por su muerte en cruz. Sabemos que fuimos “rescatados ... no con cosas corruptibles como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo”, 1 Pedro 1.18,19.

Hay quienes tratan la magnanimidad de Cristo en conseguirnos el gran remedio casi como algunos enfermos tratan la visita a su médico. Al ver la prescripción, confiesan que sus recursos no les permiten comprar el remedio. Lo reciben gratuito, por la generosidad del médico u otro, pero dicen, “Lo voy a guardar por unos días más, hasta que me sienta un poco mejor; entonces, tomaré la medicina”. Probablemente el lector dirá, “¡Qué insensatez! ¡Esa medicina regalada es para tomársela de una vez!”

Así es la salvación. Lector, quizás sin Cristo, ¿qué estás haciendo con el gran remedio que es el evangelio? Te puede dar corazón nuevo y quitar toda mancha de pecado.

La parte nuestra

Ahora, consideremos un detalle al comienzo de este relato breve. La gente le traía a Jesús toda clase de enfermos, incluyendo a los mancos, poniéndolos a sus pies, 15.30. En el 18.8 El empleará la misma palabra al decir, “Es mejor entrar en la vida cojo o manco”, refiriéndose a quienes le falta una pierna, un pie, un brazo o una mano.

Es probable que entre esa multitud hubiese uno o más mancos. ¡Cuál no sería su gozo al hallarse con el cuerpo completo de nuevo! Pero, ¿dónde empezó la compasión? Fue en los que estaban dispuestos a cargar y ayudar a los impedidos hasta donde estaba el Señor Jesucristo.

Se habrán contentado mucho los buenos amigos que con lucha y sudor habían subido el monte con su carga, viéndolos completamente sanados. Nosotros estamos rodeados de gente necesitada espiritualmente. ¿Endureceremos el corazón, dejándoles perecer en sus pecados, o los llevaremos a los pies de Cristo?

¿Cómo podemos hacerlo? Recomendamos cuatro maneras:

Ø  por la oración, llevándolos ante el trono de la gracia

Ø  por interesarlos en asistir al culto evangélico

Ø  por medio de un testimonio intachable

Ø  por poner en sus manos un tratado evangélico o una porción de la Palabra de Dios

Nos llama la atención que la gente se haya quedado en aquel monte tres días. Era de esperarse que, al ser curados, ellos estarían pensando enseguida en regresar a sus casas. Pero no; las palabras de vida que Cristo tenía para ellos les encantaban, y les hicieron olvidar su hambre. Hay aquí una lección para cada creyente, y es que las cosas de nuestro Señor Jesucristo deben tener prioridad en nuestras vidas también.

El sustentador, Mateo 15.32,38

“Tomando los siete panes y los peces, dio gracias, los partió y dio a sus discípulos, y los discípulos a la multitud”.

Aquí tenemos un maravilloso comedor popular. No había mercado, ni bodega, ni conuco, pero había la presencia del Señor de gloria en su divinidad y del Pan de Vida en su humanidad. El respondió por todo. Había una grande multitud, una grande necesidad, un gran milagro, una grande satisfacción y un gran sobrante.

En la alimentación de los cinco mil, 14.17 al 20, sobraron doce cestas llenas, y ahora en el 15.37 sobran siete canastas. Las cestas se usaban para traer las compras del mercado, pero las canastas eran mucho más grandes; cabía un hombre en una canasta, como cuando Pablo fue bajado del muro en Damasco en una de ellas.

Pero observamos también cosas pequeñas en el milagro de los panes y los peces:

Su fe Cuando los discípulos contestaron al Señor sobre la grande necesidad de la gente hambrienta, preguntó, “¿De dónde tenemos nosotros tantos panes en el desierto?” Se habían multiplicado panes y peces en el capítulo anterior, alimentando cinco mil hombres más las mujeres y los niños presentes. ¡Gracias a Dios que la alimentación de esa gente no dependió de la fe de los discípulos!

Su razonamiento Poco es mucho cuando Dios está en la cosa. Él se digna usar cosas pequeñas para manifestar su propia grandeza. Redujo, por ejemplo, el ejército de Gedeón a trescientos hombres para derrotar una multitud que era como langostas que cubrían la tierra, y camellos innumerables. “Lo débil del mundo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte”, 1 Corintios 1.27.

Su estatura Estaban recostados; todos se hicieron pequeños. No hay distinción entre grandes y chicos para con Dios; es corte parejo. Para participar de los alimentos, todos tenían que bajarse al mismo nivel. La salvación se consigue solamente a los pies de Cristo, como cuando los israelitas tenían que doblarse a la tierra para recoger el maná que Dios les mandó. Los discípulos efectuaron la distribución ordenadamente. El Señor se dignó usar “vasos de barro” para llevar el pan de vida a los hambrientos.

La vida pública de Cristo

Como parte de este comentario sobre Cristo como el gran benefactor, queremos examinar por un momento tres cualidades suyas que hacían posibles las cosas que hemos visto en su ministerio en bien de la gente.

Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y ... éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. Hechos 10.38

Pedro en su discurso en casa de Cornelio destaca tres puntos en cuanto a la vida pública de nuestro Señor:

Ø  fue ungido con el Espíritu y con poder hacía bienes

Ø  Dios estaba con él

 

Una vida con poder

En su bautismo en el Jordán, Cristo fue ungido por el Espíritu, luego fue llevado por el mismo Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Esto nos enseña que uno no está exento de los ataques del diablo por estar guiado por el Espíritu y por andar en el camino de la voluntad de Dios. Es cuando el creyente se aparta del camino señalado por su Señor que no puede resistir el ataque del gran enemigo de su alma.

Así fue la tragedia del joven profeta en la triste historia que encontramos en 1 Reyes 13. El viejo profeta le engañó, y él desobedeció la Palabra de Dios; había emprendido buen camino, pero “volvió con él”. La consecuencia fue que “le topó un león en el camino, y le mató”.

Como su Señor, cada creyente empieza su carrera nueva con la unción del Espíritu Santo, 1 Juan 2.27. Aquí está el secreto de su poder espiritual. Su responsabilidad es:

Ø  no contristar al Espíritu, Efesios 4.30, sea por pecar o por no confesar el pecado

Ø  no apagar el Espíritu, 1 Tesalonicenses 5.19, en no cumplir con sus deberes

Ø  no dejar de responder al impulso del Espíritu en dejar de hablar o actuar por él.

Es de esperar que la vida del creyente sea con poder en la oración, poder en el testimonio y poder en el servicio del Señor. Cuando no lo hay, no es por no contar con el Espíritu sino por una de las circunstancias que hemos mencionado.

Una vida con propósito

Jesús anduvo (i) haciendo bienes en las cosas temporales, y (ii) sanando a todos los oprimidos por el diablo en lo espiritual.

Hay una correspondencia entre el bien que hagamos por nuestros prójimos en lo material y lo que hacemos espiritualmente. “No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos”, Gálatas 6.9.

El creyente debe ser una persona completamente incapaz de hacer mal a su prójimo. Muchos inconversos han sido amargados contra el evangelio por el mal proceder de uno llamado “hermano”. En cambio, un pequeño acto de simpatía, por ejemplo, en forma material con uno no convertido que está atribulado, puede abrir la puerta para ganar aquél para Cristo.

Cuando soltero, viví en cierta época con otro joven cristiano en un pequeño apartamento en Winnipeg, Canadá, donde los inviernos son sumamente fuertes. Un joven con caballo y trineo repartía leche de casa en casa, bregando contra nieve, hielo y una temperatura muy por debajo de cero. Le convidamos entrar y calentar las manos mientras le preparábamos una tasa de chocolate caliente y un poco de pan.

Volvió a visitarnos varias veces, recibió tratados y por fin accedió acompañarnos a la predicación del evangelio. Aquella noche él manifestó su deseo de volver a donde vivíamos, y allí abrió su corazón al Señor y fue convertido. La cosa es que los tres somos octogenarios ahora, sirviendo al Señor sin olvidarnos de la tasa de chocolate caliente y los panecillos.

En Hebreos 13.15 al 16 se nos exhorta ofrecer primeramente sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan el nombre del Señor. O sea, primeramente, tenemos el deber para con Dios. Pero el pasaje sigue: “Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios”. Aun cuando nuestra vida como cristianos honre a Dios con sacrificios espirituales, no debemos ignorar el privilegio de ser una bendición a nuestros prójimos. La secuencia en Gálatas 6.10 es la de primeramente a los de la familia de la fe, y después, teniendo oportunidad, a todos.

Una vida con presencia

“... porque Dios estaba con él”.

¡Qué hermosa vida la de nuestro Señor Jesucristo! El la pasó día y noche en comunión íntima con el Padre. Siendo el único mediador entre Dios y los hombres, nos traía al Padre: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”. También dijo nuestro Señor: “El que me ama, mi palabra guardará, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él”, Juan 14.23.

Sin Cristo uno no sirve para nada, pero en Cristo todo lo puede. Al decir esto Pablo, él añadió: “en Cristo que me fortalece”, Filipenses 4.13. La vida pública de Cristo fue con poder, con propósito y vivida en la presencia de Dios. Y, “nuestra comunión es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo”, 1 Juan 1.3.

Santiago Saword


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