Meditemos ahora sobre la segunda gran palabra: “redención”. La
encontramos en la primera epístola de Pedro, capítulo uno, versículos 18-21.
“Sabiendo que fuisteis
rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros
padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre
preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado
desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros
tiempos por amor de vosotros, y mediante el cual creéis en Dios, quien le
resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza
sean en Dios”.
Encontramos la palabra
“redención” a través de toda la Biblia. Podemos decir sin temor a equivocarnos
que es el gran tema sobresaliente de las Sagradas Escrituras. Esta importante
verdad atraviesa el Libro como el proverbial hilo rojo, que se nos dice
atraviesa todas las sogas usadas por la Marina Británica. En todas partes,
desde el Génesis hasta el Apocalipsis, vemos a Dios presentando, de un modo u
otro, la verdad de la redención – redención en promesa y figura en el Antiguo
Testamento.
¿Qué queremos decir
cuando usamos la palabra “redención”? Por lo general, y también en las
Escrituras, la palabra significa comprar de nuevo algo que hemos perdido
momentáneamente. También significa soltar, libertar, tal como redimir a alguno
de la esclavitud; o librar, como redimir a alguno de un grave peligro.
En Israel, en los
tiempos antiguos, si un hombre pasaba por circunstancias difíciles, y por lo
tanto se encontraba cargado de deudas, él podía hipotecar toda su propiedad y
si eso no bastara para satisfacer las demandas de sus acreedores, podría
hipotecar sus propias fuerzas y capacidad, es decir sus fuerzas físicas. Podía
venderse en una especie de esclavitud para pagar su deuda. Algunas veces se
encontraba esclavizado sin esperanza de poderse librar. Pero la Escritura dice:
“Después que se hubiere vendido, podrá ser rescatado”. Uno de sus
hermanos podría rescatarlo, o si él tuviera medios podría rescatarse a sí
mismo. Sería casi imposible en la mayoría de los casos redimirse a sí mismo.
Probablemente el único modo sería si llegara a heredar una fortuna o propiedad.
Pero de lo contrario, si tuviera un familiar rico, que lo amara tanto que se
hiciera cargo de sus deudas y las pagar, entonces podría ser librado.
El que esto hacía era
llamado pariente redentor, y era una figura maravillosa del Señor Jesucristo.
La palabra hebrea es “goel”. La encontramos en las Escrituras mucho antes del
tiempo de Israel. Aun en el libro de Job leemos de él. Era de este “goel” que
hablaba Job cuando dijo: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se
levantará sobre el polvo”.
Como dije, uno
podría hipotecar su propiedad. Luego alguien podría levantar la hipoteca
y así redimir la propiedad. Nosotros conocemos esta clase de negocio en
nuestros días y damos este significado a la palabra “redención”.
Ahora, al pensar en el
hombre, sabemos que es pecador, y que está vendido bajo juicio. Esto es por
culpa suya. Dios dice en su Palabra “De balde fuisteis vendidos; por
tanto, sin dinero seréis rescatados”. Es imposible que el hombre se
redima a sí mismo de la triste condición en que se halla debido al pecado. Por
eso es que necesitamos un pariente redentor que sea más que el hombre, uno que
sea divino a la vez que humano.
Cuando vamos al Nuevo
Testamento para estudiar este asunto de la redención, vemos que nos lo presenta
de tres maneras. Primero, redención del juicio. Esto es redención de la culpa
del pecado, que se efectúa por la obra expiatoria de nuestro Señor Jesucristo.
Pero eso no es todo. No
es solamente la voluntad de Dios que seamos redimidos de la culpa del pecado,
sino que las Escrituras hablan mucho acerca de la redención del poder del
pecado, para que seamos redimidos de las malas costumbres y caminos pecaminosos
que antes dominaban nuestras vidas. Esta redención se efectúa por el Cristo que
mora en nosotros, por el Cristo resucitado obrando en el poder del Espíritu
Santo, quien hace que Cristo sea una realidad a su pueblo aquí en la tierra.
Luego la Escrituras
hablan del tercer aspecto de la redención, la redención del cuerpo. Si soy creyente
en el Señor Jesús mi alma ya ha sido redimida. Si estoy andando en sujeción a
la dirección del Espíritu Santo, soy redimido diariamente del poder del pecado.
Pero aunque he sido redimido en cierta medida, me doy cuenta cada día que este
cuerpo mío es un obstáculo en vez de una ayuda en cuanto a la liberación
práctica. Pero estoy esperando el día cuando este cuerpo será redimido y hecho
a la semejanza del cuerpo glorioso de nuestro Señor Jesucristo. Entonces seré
redimido de la misma presencia del pecado y de todas las manifestaciones de su
corrupción.
Aquí en la primera
epístola de Pedro, el apóstol nos hace recordar algo maravilloso que se llevó a
cabo en la tierra de Egipto siglos antes, aquel suceso que el pueblo judío
recuerda anualmente hasta el día de hoy al celebrar la Pascua. Los israelitas
eran esclavos en Egipto, sufriendo bajo la crueldad de Faraón, y recordarán
como dijo Dios, “He descendido para librarlos”, y le contó a Moisés
algo que sucedería, por lo cual dice: “Yo haré diferencia (redención) entre
mi pueblo y los egipcios”. Esa redención fue efectuada por la muerte
del cordero pascual. Es a esta figura o tipo al que el apóstol Pedro se refiere
en su primera epístola cuando dice: “Habéis sido rescatados de vuestra
vana conversación (conducta hueca), la cual recibisteis de vuestros
padres (heredasteis de vuestros antepasados), no con cosas
corruptibles como oro o plata; sino con la sangre preciosa de Cristo, como de
un cordero sin mancha y sin contaminación”.
Dios dio instrucciones
a Israel por medio de Moisés que cada familia buscara un cordero. Tenían que
elegirlo cuidadosamente. Tenía que ser perfecto pues sería un tipo o figura de
Cristo, el Hijo de Dios, santo y sin mancha. Tenía que ser intachable, tanto
exterior como interiormente. Este cordero tenía que morir. Tenían que juntar la
sangre en una jofaina y rociar con ella los postes y el dintel de las casas
donde vivían. Dios les ordenó que entraran en las casas y cerraran la puerta,
porque Él pasaría por la tierra de Egipto esa noche y mataría a todo primogénito.
Pero el primogénito y toda la familia que se encontrara en la casa rociada con
la sangre esta-rían seguros, pues Jehová dijo: “Veré la sangre y pasaré
de vosotros”.
La sangre del cordero
vertida hace tantos años era la figura que Dios empleaba para hablar de la
sangre del Señor Jesucristo que fue vertida unos mil quinientos años más tarde,
pero hacia la cual ahora miramos a través de las nieblas de casi dos mil años.
¿Qué valor tiene esta sangre para nuestra redención hoy? En la antigüedad la
sangre tenía que ser rociada en los postes y el dintel de las casas y entonces
estaban seguros los que permanecían en ellas. Hace siglos que Cristo murió. ¿En
qué sentido, pues, podemos estar seguros de ser librados del juicio por la
sangre que Él vertió hace tanto tiempo?
Leemos en la epístola a los Hebreos que nuestros corazones deben ser
rociados con la sangre de Cristo. ¿Cómo se aplica esta sangre a nuestros corazones?
Por la fe sola. En el capítulo tres de la epístola a los Romanos, después de
meditar en la condición perdida del hombre, tanto por naturaleza como en la
práctica, el Apóstol dice: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de
la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la
redención que es en Cristo Jesús, a quién Dios puso como propiciación por medio
de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por
alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este
tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es
de la fe de Jesús” (Romanos 3:23-26).
¿Qué quiere decir esto?
Que el sacrificio del Señor Jesús es del todo eficaz. Que abarca a todos los
hombres en todos los lugares. Que fue suficiente para cubrir los pecados
de todos los hombres de las épocas pasadas que miraban adelante hacia la cruz
con fe y también abarca a todos los de nuestros días y los que vendrán después,
que miramos atrás hacia la cruz con fe – “fe en su sangre”.
En otras palabras,
cuando confiamos en aquel que vertió su sangre en el Calvario, nos encontramos
entre aquellos que tienen redención por el sacrificio que Él ofreció. Y esto
significa que estamos seguros para siempre del juicio que el pecado merece, tal
como Israel, cuando se refugió bajo la sangre del cordero pascual, estaba seguro
del juicio que iba a caer sobre Egipto, porque Dios dijo: “Yo veré la
sangre y pasaré de vosotros”. Así también nosotros, que hemos puesto
nuestra confianza en el Señor Jesucristo, somos redimidos del juicio que se
cierne sobre este pobre mundo – el juicio que merece el pecado. Y así podemos
apreciar la Escritura en su justo valor cuando nos dice: “Ahora pues,
ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”.
Algunos, hace poco que
han venido al Señor; no le han conocido por mucho tiempo. Yo les ruego que
entiendan bien esto que les voy a decir. Su salvación, su seguridad de ser
librados del juicio, no dependen de lo que ustedes pueden ser o hacer. Se basa
en la obra que el Señor Jesús hizo por ustedes en el Calvario, la obra
redentora que Él llevó a cabo cuando sufrió en su lugar sobre el madero, y
ustedes entran a gozar de esta redención por fe en Él. Cuando Satanás viene a
tentarlos, cuando descubren ciertas cosas en su corazón que no se daban cuenta
que estaban allí, pueden hacerle frente con estas palabras: “La redención que
es en Cristo Jesús ha arreglado todo, me ha libertado, y me ha librado del
juicio de un Dios Santo”.
Se nos dice que el
creyente ha sido redimido de la maldición de la ley. Estuvo expuesto a esa
maldición a causa del pecado. Dios ha declarado: “Maldito todo aquel
que no permaneciere en todas las cosas que están escritas en el libro de la
ley, para hacerlas”. Nosotros hemos fracasado; hemos quebrantado la ley de
Dios; estamos bajo esta maldición. Pero nuestro bendito Redentor fue hecho
maldición por nosotros, como está escrito, “Maldito cualquiera que es
colgado en madero”. La redención es nuestra garantía que seremos librados
del juicio.
En la epístola a Tito
tenemos otro aspecto de la redención. En el capítulo 2, versículos 11 al 14,
leemos: “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos
los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos
mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la
esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y
Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de
toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras”.
No podemos insistir
demasiado en que la salvación no es por obras, para que nadie se gloríe, que
ninguna obra nuestra sería eficaz para nuestra redención. Pero en este mensaje
se hace énfasis sobre otro aspecto de esta verdad, y es que nuestro bendito
Señor no sólo murió para redimirnos del juicio que merecían nuestros pecados,
sino que murió para redimirnos de toda iniquidad, esto es, de toda
desobediencia. Y el pecado es desobediencia. Él murió, como nos dice un hermoso
himno, no solamente para salvar nuestras almas, sino para hacernos buenos. El
evangelio no ha llenado su cometido si solamente salva a las personas del
juicio. No ha terminado su obra hasta que presente en la gloria a cada creyente
conformado plenamente a la imagen del bendito Hijo de Dios.
Hemos sido llamados a
la santidad, a la pureza de vida, a un comportamiento recto. Y si algunos de
nosotros que profesamos el nombre de Cristo estamos entregándonos a cosas que
no son santas, a la mundanalidad, a la impureza, a cosas que deshonran estos
templos del Dios viviente, estos cuerpos en los cuales mora el Espíritu Santo;
si estamos viviendo de modo que traigamos deshonra al nombre de aquel que murió
para salvarnos, es en esa medida que estamos impidiendo que se cumpla uno de
los propósitos por los cuales murió Cristo. Él murió para redimirnos de toda
iniquidad. Aquí se usa la palabra “redención” en el sentido de libertar. Él
murió para librarnos de toda iniquidad, para atraernos de lo malo que pone en
peligro nuestra experiencia cristiana y que haría naufragar y arruinar nuestras
vidas.
En una noticia
conmovedora que apareció hace poco en uno de nuestros diarios, tenemos ilustrada
la doctrina de la redención. Muchos leyeron el relato de esos hombres que
naufragaron en el Pacífico Sur durante la guerra mundial. Algunos de ellos
estaban apiñados sobre una balsa, y solamente uno de ellos sabía nadar. Este
era un hombre robusto y fornido. Cuando estos marineros vieron que solamente
les esperaba la muerte y la desesperación, este hombre se lanzó al mar y nadó a
través de unos 10 Kilómetros de agua llenas de tiburones, remolcando la balsa,
hasta que los llevó a un lugar seguro. Esto era redención; este hombre era un
redentor.
Nuestro Señor Jesús no
solamente arriesgó su vida, sino que dio su vida, no tan sólo para salvarnos
del juicio sino también para “redimirnos de toda iniquidad, y limpiar
para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras”. Amado creyente, yo te
imploro que nunca llegues a descuidar esta fase de la redención. Que no te
conformes con saber que has confiado en Cristo como tu Salvador del infierno,
olvidando que eres llamado a vivir una vida celestial aquí en la tierra. No te
des por satisfecho al poder decir que en cierto lugar y en tal oportunidad tú
le dijiste al Señor Jesús que creerías en Él como tu Salvador. Recuerda que al
hacer esto le recibiste no tan sólo como el Salvador de tu alma sino también
como aquel que debe ser el Señor de tu vida, aquel que murió para redimirte de
todo aquello que no es santo.
Leemos: “Se dio
a sí mismo por nosotros, para redimirnos de toda iniquidad, y limpiar para sí
un pueblo propio, celoso de buenas obras”. Que nunca se diga de ti que no
te preocupas por las buenas obras; y nunca digas que porque la salvación
no es por obras, no importa que clase de vida llevas. Nuestro Señor Jesucristo
dijo: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean
vuestras obras buenas, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. Ellos
no pueden ver tu fe, pero pueden ver tus obras. Y si tu vida no concuerda con
tu fe, pronto se darán cuenta y te tildarán de engañador e hipócrita, y tu
influencia en vez de ser para bien será para mal.
Santiago dice en su
epístola. “Tú tienes fe, y yo tengo obras; muéstrame tu fe sin tus
obras y yo te mostraré mi fe por mis obras”. No puedes mostrar tu fe sin
hacer obras, y así en ese sentido la fe sin obras es muerta. La justificación
es por la fe, absolutamente sin obras, pero la misma escritura que nos lo dice,
hace énfasis en nuestras obras como prueba de nuestra salvación. En la epístola
a los Efesios, capitulo 2, leemos: “Porque por gracia sois salvos por la fe;
y esto no de vosotros, pues es don de Dios: no por obras, para que nadie se gloríe”. Pero
Pablo dice a continuación, “Porque somos hechura suya, criados en
Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó para que anduviésemos
en ellas”. Esta es la redención práctica. Si una escritura me dice que, “Palabra
fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para
salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero”; otra
me dice, “Palabra fiel, y estas cosas quiero que afirmes, para que los
que creen a Dios procuren gobernarse en buenas obras”. Nuestro Señor
Jesús, el Salvador que vive, ha enviado a su Santo Espíritu para morar en nosotros,
a fin de que al andar en el Espíritu experimentemos en nuestra vida esta
redención práctica del poder del mal.
Pero hay un tercer
aspecto de la redención, y éste lo encontramos en el capítulo ocho de la epístola
a los Romanos. En los versículos 22 y 23 encontramos lo siguiente: “Porque
sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de
parto hasta ahora; y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que
tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros
mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo”. “...nosotros
también gemimos dentro de nosotros mismos”. ¿A quiénes se refiere? A los
creyentes. ¿Creyentes que gimen? ¡Sí! Pero yo creía que los creyentes
estaban gozosos siempre; y que siempre estaban alabando y cantando.
Te diré que tienes
mucho que aprender todavía. Gracias sean dadas a Dios que es posible gozarnos
aun en las tristezas, y los creyentes tienen sus pesares, tristezas y pruebas.
Pero tienen un Salvador tan maravilloso que los conduce a través de estas
pruebas, uno que los sustenta y ayuda en cada hora difícil.
La enfermedad física es
una de las principales causas de nuestro gemir, y a esto es lo que se refiere
el apóstol aquí. En los días cuando aun no éramos convertidos, gemíamos a causa
de nuestros pecados. Clamábamos porque deseábamos ser libertados. Gemíamos en
la esclavitud. Ahora como creyentes gemimos en la gracia, a causa de las enfermedades
físicas que muchas veces son un obstáculo en nuestras vidas.
Es posible que una
noche te estés preparando para ir a la reunión de oración (Espero que ames la
reunión de oración). Pero no fuiste. Te estabas preparando para ir cuando te
atacó un fuerte dolor de cabeza y tuviste que quedarte en casa. Cuando otros se
habían reunido para orar y adorar al Señor, tú estabas acostado en el diván
tratando de librarte del dolor de cabeza. Ciertamente en tal condición po-drías
decir: “¡Qué día maravilloso será aquel cuando tenga un cuerpo nuevo y una
cabeza nueva que no me dolerá más!”.
Bueno, eso es lo que
quiere decir el Apóstol cuando dice, “Porque asimismo los que estamos en
este tabernáculo gemimos con angustia”. Tantas veces somos impedidos por la
debilidad física que ansiamos el día de la redención de nuestros cuerpos.
Tenemos las primicias del Espíritu, pero estamos deseando ocupar totalmente el
lugar de hijos, porque esto es lo que significa la palabra “adopción”. Entonces
seremos semejantes al Hijo de Dios.
¿Cuándo sucederá
esto? En Filipenses 3:20-21 leemos: “Más nuestra ciudadanía está
en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el
cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante
al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a
sí mismo todas las cosas”. Está llamando nuestra atención al maravilloso
acontecimiento que debería ser la esperanza de cada creyente, y estoy pensando
nuevamente en ustedes los creyentes nuevos.
Él desea que la
estrella polar de nuestras almas sea la bendita esperanza de la venida de nuestro
Señor. El que murió por ti en la cruz volverá otra vez, y vendrá otra vez para
tomarte a sí mismo. Él no puede recibirte en la gloria en tu condición presente. “La
carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios”. Así que, con el fin
de que tú te encuentres en condiciones de ir a aquel lugar donde Él te llevará,
te dará un cuerpo nuevo, un cuerpo glorificado, y cuando lo recibas estarás
listo para ocupar un lugar en la casa del Padre.
Él dijo antes de
irse: “Voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os
preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mi mismo, para que donde yo
estoy, vosotros también estéis”. Y sabemos por las Escrituras lo que se
llevará a cabo a fin de prepararnos para la casa del Padre.
En la primera epístola
a los Tesalonicenses, capítulo 4, tenemos una maravillosa visión de esto.
Allí se nos dice: “Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de
arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo
resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado,
seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en
el aire, y así estaremos siempre con el Señor”. Es entonces
cuando nuestro cuerpo será transformado y nuestra redención completada. Tenemos
la redención de nuestra alma; somos redimidos del juicio. Día tras día,
al andar en obediencia al Señor, experimentamos la redención práctica, la
redención del poder del pecado. Cuando vuelva nuestro bendito Salvador,
nuestra, nuestra redención será completa – espíritu, alma y cuerpo
serán enteramente conformados a la imagen de nuestro Señor Jesucristo.
Traducción
D.V