domingo, 12 de febrero de 2012

EL LIBRO DEL PROFETA JONAS

Capítulo 2: El Profeta

Antes de recibir la orden de trasladarse a Nínive, Jonás había sido encargado con una misión profética para Israel.[1] Este acontecimiento ocurrió bajo Jeroboam II., o bastante poco tiempo antes de subir ese rey al poder. En 2 Reyes 14:25, se dice que Jeroboam "resta­bleció los límites antiguos de Israel, desde la entrada de Hamat hasta el Mar del Arabá; conforme a la palabra de Jehová, el Dios de Israel, la que El habló por con­ducto de su siervo Jonás el profeta, hijo de Amitai, que era de Gat-hefer". Oseas, Amos, Jonás también sin duda, conocían el triste estado de las diez tribus y de la realeza de Israel. ¡Con qué indignación los dos primeros no señalan los pecados de este pueblo y de sus conductores, al anunciar el juicio que esperaba a los unos y a los otros! Sin embargo "Vio Jehová que la aflicción de Israel era amarga en extremo; pues que no le quedaba cosa, ni preciosa ni vil; y no había quien ayudase a Israel: y Jehová no había dicho que raería el nombre de Israel de debajo del cielo; por lo cual salvólos por mano de Jeroboam, hijo de Joás" (2 Reyes 14:26-27). Se dice en otro lugar: "Y Jehová dió a Israel un salvador, de modo que salieron de bajo el dominio de la Siria" (Cap. 13:5). De modo que, mientras que los demás profetas anunciaban los juicios de Dios sobre Israel, Jonás fue llamado a una libera­ción momentánea por un salvador suscitado con este fin (independientemente, por lo demás, de su carácter).
La frontera de Israel fue restablecida; se volvió a tomar a Hamat, barrera principal contra los enemi­gos viniendo desde el Norte. Jonás había sido escogido para proclamar estas misericordias de Dios, en los días cuando Israel gemía bajo el yugo terrible del rey de Siria. Un profeta, anunciando tan sólo la libera­ción, era un fenómeno, si no único, por lo menos muy escaso en Israel. Cuando fue enviado a Nínive, Jonás conocía pues a Jehová (y lo expresa más tarde), como "un Dios clemente y compasivo, lento en iras y grande en misericordia, y que te arrepientes del mal que has amenazado traer" (Cap. 4:2). Cuando se trataba de Israel, Jonás no había vacilado en anunciar la libera­ción de su pueblo. Su corazón lo gozaba y su patrio­tismo encontraba allí su satisfacción, pero, en su orgullo espiritual, no podía aceptar una misión única y especial hacia las naciones, como había sido anteriormente su misión en Israel. Todavía podría pasarse si hubiese sido cierto que la amenaza de la destrucción de Nínive se cumpliese, pero ya había experimentado el carácter misericordioso de Jehová, tal, además, como se había revelado antiguamente a Moisés: "Jehová, Jehová, Dios compasivo y clemente, lento en iras y grande en mise­ricordia y en fidelidad; que usa de misericordia hasta la milésima generación; que perdona la iniquidad, la transgresión y el pecado" (Ex. 34:6, 7). Estaba dis­puesto a reconocer un acto de gracia, moderado además por la ley, hacia su nación, pero no lo podía aceptar cuando se trataba de naciones idólatras. Dios no les había hecho el don de la ley; ¿cómo admitir que les fuese otorgada libremente la gracia?
Pero otro motivo, y el más importante quizás, le empujaba al profeta a desobedecer: Jonás pensaba en sí mismo. Eso se ve en toda su conducta, en los Capí­tulos 3 y 4. Iba a clamar en Nínive: "De aquí a cuarenta días Nínive será destruida". Pero, ¿si la cosa no ocurriese? ¿Si Dios se arrepintiese de Su amenaza? ¿Qué vendría a ser su carácter de profeta? ¡La mise­ricordia de Dios sería el derrumbamiento de su autori­dad, de su dignidad, de él! Ni un instante llega al pensamiento de Jonás que Nínive pueda arrepentirse, y así cambiar para con él el curso de los caminos de Dios a su respecto. Sin embargo otros profetas, y más tarde el mayor de entre ellos, Juan Bautista, predicaron el juicio y el arrepentimiento. Jonás no ambicionaba siquiera semejante misión. Lo que quería proteger, era su carácter, su dignidad, su autoridad de profeta. ¿Qué vendrían a ser todos sus atributos, si lo que él había anunciado no se cumpliese? Cuando había proclamado de antemano la recuperación de Hamat, su palabra le había acreditado a los ojos del pueblo suyo; ahora quería que el anuncio del juicio lo acre­ditase ante las naciones. ¡Triste cosa es el egoísmo del hombre, pero aun más triste, el egoísmo de un profeta!
Es por eso que huye Jonás y lleva la penalidad de este acto de desobediencia. ¡Cuántas vocaciones cristianas se han tornado estériles por la propia volun­tad de los servidores de Dios, no importa cuáles hubiesen sido, además, sus motivos! Dios me quiere man­dar a Nínive; ¡yo prefiero irme a Tarsis de España! Hoy día, eso ha entrado tanto en las costumbres de los discípulos del Señor, que encuentran semejante desobediencia muy natural. Uno se embarca en el navío que le aleja del propósito de Dios, y hace peor que Jonás, pues que se adorna esa desobediencia con el nombre de misión divina y de obediencia hacia la di­rección del Espíritu. Jonás era, en un sentido, menos culpable que los de quienes hablamos, pues que él no temía declarar que huía de ante la faz de Jehová (Cap. 1:10). En otro sentido, era más culpable que ellos, pues que sabía que hacía su propia voluntad y que huía. Entre ellos, a menudo se trata de la igno­rancia más completa, y por lo tanto quedan guardados de la disciplina, mientras que "el siervo que conoció la voluntad de su señor, y no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, será castigado con muchos azotes" (Lucas 12:47). ¡Ojalá que los servidores o evangelistas que ignoran lo que es realmente una llamada de Dios, fuesen veraces ante El y no tran­quilizasen su conciencia al dar el nombre de obediencia a lo que es exactamente lo contrario!
Al final del Capítulo 2, Jonás parecía haber apren­dido, como testigo, su lección bajo la disciplina, pues que el pez lo había vomitado sobre terreno seco y el antiguo Jonás, tan parecido, por desgracia, al anti­guo Adam, había venido a ser, en figura, un Jonás resucitado; mas, como profeta, lejos está de haber aprendido toda su lección; lección, como parece según este relato, bien difícil para aprender. Había, sin duda, encontrado bajo el castigo, que era duro dar contra los aguijones y que, cueste lo que cueste, hacía falta obedecer. Por eso, durante la segunda intimación, no rehusó hacer lo que Jehová le mandaba: "Jonás por tanto se levantó, y fue a Nínive, conforme al dicho de Jehová" (Cap. 3:3). Pero, ¿cómo y en qué espíritu obedeció? ¿Cuál judío obedeciendo bajo la ley, en un espíritu de orgullo nacional y de justicia propia, con el pensamiento de que Dios debe juzgar las nacio­nes "estando extrañados de la ciudadanía de Israel, y siendo extranjeros con respecto a los pactos de la promesa; no teniendo esperanza, y sin Dios en el mundo"? (Efe. 2:12). Jonás deberá aprender que la última palabra de un profeta no es el juicio: por lo asegurado que sea, aun queda esperanza mientras no haya sido ejecutada la sentencia. Dios había dicho: "todavía cuarenta días". Pero en la antigüedad no había faltado más para que el juicio fuese alejado, en virtud de la intercesión de un Moisés (Ex. 34:28; 24:18); ni tampoco, más tarde, para que todas las astucias de Satanás fuesen desbaratadas, en virtud de la obedien­cia de Cristo (Lucas 4:2). La última palabra de la profecía es la gracia y la gloria, y es lo cual Jonás no sospechaba en absoluto. Su corazón era legal, orgulloso, duro, y se complacía en el juicio. El, a quien este mismo juicio acababa de alcanzar, debería haber cono­cido la gracia, no sólo por haberla anunciado en tiempos pasados, sino por haber él mismo sido el objeto de ella. ¿Qué es pues la dureza del corazón del hombre, si uno ve latir ese mismo corazón bajo la vestidura de un profeta? ¡Ah, cuán humillante es pensar que nuestra lección se aprende con tanta dificultad!
La profecía de Jonás produce un efecto conside­rable sobre la conciencia de la gente de Nínive. El propósito de Dios fue alcanzado, pues que, si hace cono­cer Sus juicios, es para que las almas se conviertan y vuelvan a El. Entonces el corazón del Dios de gracia puede revelarse. Pero, cuando se proclama la gracia, el orgullo y la propia justicia del profeta ceden el lugar a una irritación mal reprimida. Es lo que, desde siem­pre, ha caracterizado a los judíos. Se irritaban al ver que se anunciaba la salvación a las naciones, y no po­dían soportar el ser colocado en el mismo rango de ellos bajo el juicio. Jonás hace pensar en el hermano mayor del hijo pródigo que se enfada contra su padre, y rehúsa entrar, porque su hermano es objeto de gracia y tema de gozo. Como el padre de la parábola, Dios reprende a Jonás — ¡con qué paciencia! — pero lo entrega por fin a su obstinación, en la cabaña que se había hecho, privado de su calabacera y bajo el ardor del sol. Allí se para la historia; pero si no apren­demos qué cambio se operó en el corazón del profeta, sabemos que la gracia de Jehová no ha cambiado hasta hoy hacia las naciones, y somos los felices testigos de ello.
La primera parte de la historia de Jonás muestra, en el corazón del profeta, más gracia que la segunda. Eso sucede con frecuencia en la carrera de los siervos de Dios. A medida que va creciendo su importancia legítima, su satisfacción de ellos mismos crece tam­bién y termina en un desacuerdo con los pensamientos de Dios que les vuelve impropios para su servicio. Cuántos de entre ellos se dejan allí por el camino, como Jonás, con su carrera rota, por haber andado en la satisfacción de ellos mismos, en vez de progresar en el conocimiento de la gracia. En el capítulo 1, la disciplina que alcanza al profeta está llena de ense­ñanza para él. El reconoce, comprobación dolorosa, que él, profeta de Jehová, es causa del juicio que alcanza a sus compañeros y su navío (Cap. 1:12); acepta, como legítimo, el juicio que le alcanza a él mismo y anuncia que su rechazamiento viene a ser la liberación de las naciones. ¡Cuánto hubiera sido precioso ver esta hu­millación llevar sus frutos en la segunda parte de la historia del profeta!
Recibamos instrucción de todas estas cosas, y sobre todo, no empecemos por donde empezó Jonás. No evitemos la presencia de Dios; andemos en la luz; digámosle: "Escudríñame y conóceme". Así evitaremos más de un castigo doloroso. Dios no nos manda al mundo como profetas, pero sí nos confía una misión como siervos. No cumplirla fielmente sería hacer como Jonás: ¡volver la espalda a Dios!


[1] Decimos "Antes", porque la palabra "Y" que empieza sea el libro de Jonás, sea otros libros del Antiguo Testamento (Josué, Rut, 1 Samuel, Ezequiel), nos parece estar siempre en relación con hechos precedentes aunque más o menos inmediatos.

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