lunes, 5 de marzo de 2012

EL LIBRO DEL PROFETA JONAS

Capítulo3: Las Naciones

Su estado es representado por Nínive que es como la imagen de la condición moral de los gentiles a los ojos de Dios. "Levántate", dice Jehová a Jonás, "ve a Nínive, aquella gran ciudad, y predica contra ella; porque su iniquidad ha subido delante de mi presencia" (Cap. 1:2). La maldad, la ausencia completa del bien, he allí lo que les caracterizaba en los ojos del Dios santo. Su paciencia había soportado durante mucho tiempo esta maldad, la cual se valió de la oportunidad para desarrollarse hasta sus límites extremos, por eso ya no quedaba más, para Nínive, que el juicio, a no ser que por parte de Dios hubiese algún recurso o algún medio de salvación. Pero, ¿quién podía anun­ciarlo? El profeta Jonás, tipo aquí del pueblo de Israel, estaba bajo el mismo juicio. Se había mostrado desobediente, rebelde contra Dios, y no podía de su parte esperar más que condenación. Otro profeta, Isaías, tipo de un residuo fiel en Israel, se encontró más tarde ante Dios y no buscó huir de Su presencia (Isaías 6). Antes de ser enviado, reconoció su mancha y fue purificado de ella por un ascua encendida que había consumado el holocausto. Jehová dice entonces: "¿A quién enviaré? ¿y quién irá por nosotros?" Y el profeta responde: "¡Aquí estoy yo; envíame a mí!" Dios lo manda hacia Israel para anunciarle el juicio que va a alcanzarle y la gracia que conservará a un pequeño resto. Jonás, lejos de encontrarse ante Dios, huye de Su presencia, para no ser enviado hacia las naciones. Pues bien, precisamente son ellas a las que Dios quería conservar, y Jonás bien se daba cuenta de ello.
Los marineros son muestras de todas las naciones, embarcadas en un navío que, cada vez más, se aleja de Dios. "Clamaron cada cual a su dios" (Cap. 1:5), pero, ante el temporal que amenaza con tragarlos, aprenden lo que valen estos ídolos mudos que no les contestan. "¡Si acaso piense Dios en nosotros, de modo que no perezcamos! (Cap. 1: 6). Pero, ¿cuál es la causa de su angustia? La ignorancia de su propio estado les hace atribuir esta desgracia a alguien distinto, quizás sea uno de entre ellos: "Venid, echemos suertes, para que sepamos por qué causa nos ha acaecido esta desgracia" (Cap. 1: 7). No conocían a Dios, apelan a un poder desconocido de ellos, la suerte, para infor­marse. Se ve aquí la ignorancia del corazón natural del hombre, sin conocimiento de sí mismo, sin cono­cimiento de Dios; los dos grandes temas en los cuales se resume toda la revelación les son desconocidos. Son ciegos, pero Dios, en Su gracia, les contesta al ponerse al nivel de su entendimiento; la suerte habla y designa a Jonás. Jonás, a pesar del juicio que le alcanza, a pesar de su huida lejos de Dios que les había declarado antes (Cap. 1:10), rinde testimonio res­pecto al carácter de Dios, según lo que su inteligencia oscurecida podía captar de ello: "Hebreo soy, y temo a Jehová, el Dios del cielo, el cual hizo el mar y la tierra seca" (Cap. 1:9). El testimonio de la fe de Israel en un solo Dios Creador, recuerda a las naciones lo que Dios les había revelado por Sus obras, que eran inexcusables (Ro. 1:20). La predicación de Pablo a los atenienses (Hechos 17) no tiene otro ca­rácter.
Esos pobres Gentiles ignorantes pronuncian tres palabras: A la primera: "Rogámoste nos declares por qué causa esta desgracia nos ha acaecido" (Cap 1:8), Dios contestó por la suerte echada, pero al emplear a Israel, objeto de su juicio, para traer luz a las na­ciones, pues que, como está escrito: "la salvación de los judíos es" (Juan 4:22). A la segunda palabra: "¿Por qué has hecho esto?" Jonás ya había contestado por anticipado, de manera que esos gentiles no podían equivocarse en eso: "él iba huyendo de la presencia de Jehová; porque se lo había dicho" (Cap. 1:10). De modo que son ellos quienes reprenden al profeta: Dices que temes a Dios ¡y no temes el desobedecerle! Cuán­tas veces los judíos, para vergüenza suya, se encon­traron bajo la férula de las naciones, como los cris­tianos hoy día, ¡bajo la del mundo! Su tercera palabra es: "¿Qué debemos hacer contigo?" (Cap. 1:11). La confianza en la palabra de Jehová nace en su corazón y, en vez de desviarse de Israel, servidor infiel, ellos comprenden que su representante sólo puede infor­marles sobre la voluntad de Jehová. Jonás reconoce que su infidelidad es causa de las dispensaciones de Dios hacia las naciones; él dice: "Yo sé" (verdadera expresión de un corazón que conoce a Dios) "que por mi causa esta grande tempestad ha venido sobre voso­tros" (Cap. 1:12). "Alzadme y echadme a la mar". Así el rechazamiento de Israel es la reconciliación del mundo (Ro. 11:15).
Esos hombres vacilan en ejecutar la orden del profeta y gastan todos los medios antes de obedecer a ella, pero no pueden tener éxito, pues que "la mar se iba embraveciendo más y más contra ellos" (Cap. 1:13). Para que sean salvos, es preciso una víctima, si no el juicio les tragará. Veremos más tarde qué es esta víctima, pero lo que nos ocupa aquí es Jonás, como tipo de Israel rechazado. Habiéndose ejecutado el juicio, el buque de los gentiles puede en adelante proseguir su rumbo. Israel rechazado ha abierto la puerta a la bendición de las naciones. Esta escena es una imagen para el tiempo actual, un ejemplo antici­pado de la salvación de individuos, formando parte "de todos los pueblos idólatras que "clamaron cada cual a su dios", según queda dicho: "Has adquirido para Dios con tu misma sangre, hombres de toda tribu, y lengua, y pueblo, y nación" (Apoca. 5:9).
La inminencia del peligro les hace "clamar a Je­hová", pues que siempre es allí donde empiezan nues­tras relaciones con Dios; pero la revelación de un sacrificio del cual son responsables y que puede jamás alejar del juicio, repugna a su corazón natural. Pre­ferirían por mucho "remar, para volver a tierra"; además, no pueden desconocer que al precipitar al siervo de Jehová en las aguas, "recae sobre ellos la sangre inocente" (Cap. 1:14). Son pues culpables, pero Dios les enseña que, a pesar de su parte en el sacri­ficio, éste último es para ellos el único medio de sal­vación. Fijarse ahora en el cambio moral que se produce entre los tripulantes: "Entonces aquellos hombres te­mieron a Jehová en gran manera, y ofrecieron sacri­ficios a Jehová, e hicieron votos" (Cap. 1:16).
Su primer paso en el camino de la sabiduría es de temer mucho a Jehová. Toman luego ante El la actitud de adoradores al ofrecerle un sacrificio. Luego "hacen votos". Un voto es la libre devoción a Dios, para servirle sin restricción (Deut. 23:21; Lev. 7:16). Encontramos pues aquí todo un conjunto de hombres salvados, llevados a Dios, transformados en testigos de Su gracia, en adoradores y en servidores que son consagrados a El. En ese barco de las naciones se encuentran en adelante personas salvas, mientras que Jonás, representando a Israel, es tragado en las pro­fundidades del mar de los pueblos.
El primer capítulo de este libro nos hace conocer cómo la obediencia de la fe ha venido a ser hoy la parte de las naciones; el tercer capítulo lleva nuestras miradas hacia un tiempo futuro. El juicio se anun­cia' a Nínive, la "gran ciudad", representando, como capital, el conjunto de los pueblos. Se nos dice que "los hombres de Nínive creyeron a Dios; y publicaron ayuno, y se vistieron de saco, desde el mayor hasta el menor" (Cap. 3:5). Fijarse en que se trata aquí de un ayuno nacional. No se podría decir que no es real, puesto que se basa en la fe en la Palabra de Dios, pero, entre los habitantes de Nínive, esta fe "no tiene raíz en sí" (Mat. 13:21). A pesar de eso, un arrepen­timiento exterior, basado en el temor del juicio, aleja éste por un tiempo. Dos siglos más tarde, la suerte de Nínive se hace definitiva y la ciudad se destruye por completo. Pasará lo mismo cuando se establezca el reino de Cristo. Colocadas en presencia de Sus juicios, las naciones se someterán a El y reconocerán al Dios de Israel (Salmo 18:44), pero cuando, después de mil años de este reino glorioso, Satanás será suelto y podrá nuevamente seducirlas, sufrirán el juicio final.
Este arrepentimiento de Nínive lleva nuestros pen­samientos hacia los días serios que atravesamos. La mano de Dios descansa pesadamente sobre los pueblos. Parece que Su voz se hace oír, diciendo: "¡De aquí a cuarenta días Nínive será destruida". Las naciones, como tales, ¿no deberían arrepentirse y "publicar ayuno"? Emperadores y reyes, grandes y pequeños, ¿no deberían "clamar con ahínco a Dios y volverse cada cual de su camino malo y de la injusticia que haya en sus manos?" "¿Quién sabe si no se volverá y se arrepentirá Dios, apartándose del calor de su ira, de modo que no perezcan?" Dios puede arrepen­tirse, cambiar la dirección de Sus caminos hacia los hombres, cuando ellos cambien sus propios caminos y se vuelvan de ellos. ¡Ojalá estas palabras, como anti­guamente las de Jonás, encuentren eco en el corazón de los pueblos!

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