lunes, 5 de marzo de 2012

EL TABERNÁCULO

El Atrio

En principio, el atrio con su recinto nos habla del testimonio exterior y público que deben dar aquellos que componen la Casa de Dios, por oposición al taber­náculo propiamente dicho, el cual nos presenta el santuario y lo que se contempla en él. El santuario estaba fundado sobre basas de plata (con excepción de las columnas del velo de la entrada, las que estaban coloca­das sobre basas de bronce, visibles desde el exterior), mientras que las columnas del atrio reposaban todas sobre basas de bronce.
1.      Columnas y cortinas (colgaduras) (Éxodo 27: 9-19)
Dimensiones: 100 codos de largo por 50 codos de ancho; 56 columnas para sostener 280 codos de cortinas; la puerta, al este, sostenida por cuatro columnas, tenía un ancho de 20 codos.
Conviene señalar que el largo total de las cortinas del atrio (280 codos) es igual al de las 10 cortinas del tabernáculo (Éxodo 26: 1-2) (10 x 28 = 280 codos), si se las juntase por sus extremidades: el testimonio exte­rior no debe exceder la vida interior en el santuario. Como la altura de las cortinas era de 5 codos, resultaba imposible ver desde el exterior lo que ocurría en el interior del atrio. Se advertían solamente las pieles de tejones del tabernáculo y el humo que subía del altar de bronce.
Este recinto blanco ("torzal de lino fino", V.M.) sostenido por sus columnas de bronce que descansaban sobre basas de bronce, nos habla en particular de:
a)     el hecho de que la Casa de Dios y su atrio deben estar claramente separados de todo el ambiente exterior. La blancura de las cortinas revela que no debía entrar en este recinto ninguna cosa man­chada (comparar con la nueva Jerusalén, Apoca­lipsis 21:27);
b)     la vida pura y sin mancha de Cristo en este mundo (lino fino), quien en su andar respondió plena­mente a todo lo que la justicia de Dios exigía (bronce);
c)     el testimonio público exterior de justicia práctica (lino fino, véase Apocalipsis 19:8) de los creyentes, fundados sobre el juicio de sí mismos y dispuestos, de ser preciso, a sufrir para cumplir la voluntad de Dios (bronce), y unidos en un todo por medio de la redención (molduras de plata; Éxodo 38: 10, 25-31; Juan 11: 52).

En efecto, no es propio de los rescatados hacer alarde ante el mundo de la seguridad de su salvación (basas de plata) o de las diversas bendiciones que les pertenecen como quienes son vistos en Cristo, sino que debe ser su andar el que hable; el juicio de sí mismos les es indispensable para mantenerse firmes; el amor que les une como rescatados del Señor es el testimonio práctico de ellos ante el mundo: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros" ; "... que también ellos sean uno en noso­tros ; para que el mundo crea que tú me enviaste" (Juan 13:35; 17:21).

2.      La puerta (Éxodo 27: 16)
            Dimensiones: 20 codos de ancho por 5 de alto: 100 codos cuadrados, o sea la misma superficie que los velos de entrada al santuario; éstos tenían 10 codos por 10: 100 codos cuadrados.
      La puerta del tabernáculo era, pues, ancha. Tenía los mismos colores que los velos del tabernáculo y nos habla de Cristo en gracia, abriendo ampliamente sus brazos para acoger a "todo aquel" que quiera entrar. Cristo es la puerta (Juan 10:7). Ningún querubín impe­día el acceso al atrio como lo hacía a la entrada del jardín de Edén (Génesis 3: 24).
Sin embargo, existía una sola condición para que un israelita pudiese entrar por esta puerta: era preciso que trajera un sacrificio. Ello nos conduce a:
3.      El altar de bronce (Éxodo 27: 1 -8)
Es el primer objeto que se encontraba al entrar al atrio.
Dimensiones: 5 por 5 por 3 codos, de manera que era cuadrado, símbolo que recuerda el alcance uni­versal del sacrificio de la cruz (4 vientos, 4 puntos cardinales, etc.). El altar es una figura de Cristo (madera de acacia, o de Sittim), pero de Cristo como objeto del juicio de Dios sobre el pecado (bronce) (véase Números 16: 36-40).
La finalidad esencial del altar era la de ser el lugar donde se ofrecían los sacrificios y se vertía la sangre, la única que hacía expiación sobre el altar por las almas (Levítico 17:11; véase también hebreos 9:22: "sin derramamiento de sangre no se hace remisión"). El altar nos habla de Cristo; los sacrificios nos hablan de Cristo; el sacerdote nos habla de Cristo.
El conjunto de lo que sucedía en el altar nos pre­senta la cruz.
Dos verdades fundamentales se desprenden del altar de bronce y de los sacrificios que eran ofrecidos en él:
a)     la necesidad de la sangre para quitar el pecado. Esta verdad es puesta en evidencia desde Génesis hasta Apocalipsis: "La paga del pecado es muerte" (Romanos 6: 23); la sangre derramada nos habla de la muerte del culpable o de una víctima ofrecida en su lugar. No hay otro medio para quitar el pecado de delante de Dios;
b)     la doctrina esencial de la sustitución: según el pen­samiento de Dios, una víctima sin defecto puede ser ofrecida en lugar del culpable, tal el carnero ofrecido en lugar de Isaac (Génesis 22), o el cor­dero de la Pascua que murió en lugar del primogé­nito (Éxodo 12). "Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos" (1 Pedro 3: 18); "al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado" (2 Corintios 5:21).
La rejilla de bronce del altar, la que soportaba el fuego del juicio, nos recuerda también a Cristo, quien pasó a través del fuego del juicio de Dios. Al ser así sondeado en todo su ser, no manifestó más que sus pro­pias perfecciones.
Los sacrificios eran ofrecidos sobre el altar: holo­caustos, ofrendas vegetales, sacrificios de paces, sacrifi­cios por el pecado o por la culpa (Levítico cap. 1 a 7).
Detengámonos un momento en el sacrificio por el pecado, tal como es presentado en Levítico 4: 27-35. He aquí el ejemplo de un israelita que, habiendo desobede­cido uno de los mandamientos de Jehová, "se hiciere culpable" (V.M.), y que luego es consciente de su pecado. Es el Espíritu Santo el que convence de pecado por medio de la Palabra. Durante mucho tiempo un hombre puede permanecer indiferente a los pecados que cometió, como así también a su estado de pecado delante de Dios, pero llega un momento en que, en su gracia, Dios interviene por medio de su Espíritu para producir en él ese sentimiento de culpabilidad. ¿Qué debe hacer entonces? El israelita debía "traer por su ofrenda" una cabra o un cordero sin defecto (v. 28, 32). No bastaba saber cómo se debía proceder para que el pecado fuese perdonado, sino que era preciso traer efectivamente una ofrenda: ir a buscar en su rebaño un animal sin defecto y atravesar todo el campamento para conducirlo hasta la puerta del atrio para llevarlo al altar. Llegado allí, el israelita debía poner su mano sobre la cabeza del sacrificio, colocando así sobre esta víctima inocente y sin defecto el pecado del cual se había reconocido culpable. Luego, él mismo debía degollar la víctima. Es preciso que uno venga personal­mente a la cruz, que reconozca su pecado, que acepte que éste ha sido llevado por la Víctima santa, "sin man­cha y sin contaminación" (1 Pedro 1:19), castigada por el juicio de Dios en lugar del pecador.
El sacerdote tomaba la sangre de la víctima, la ponía sobre los cuernos del altar y vertía el resto al pie del altar; luego quemaba la grasa y hacía propiciación por el culpable. Este sacerdote nos habla de Cristo, quien lo hizo todo por la purificación del pecador. La Palabra declara entonces formalmente en dos oca­siones: "y será perdonado" (v. 31 y 35). El israelita podía volver a su tienda con la seguridad de haber sido perdonado, no porque sintiera algo en sí mismo, sino porque estaba escrito en la Palabra inspirada: "y será perdonado". Igualmente hoy, la obra de Cristo nos da la seguridad de la salvación, pero es la Palabra de Dios la que nos da la certidumbre de ello: "El que cree en el Hijo tiene vida eterna" (Juan 3: 36; véase también Hebreos 10: 10 y 14). Si alguien no está seguro de su salvación, tome su Biblia y bajo la mirada de Dios acepte lo que está escrito y créalo.
Para los holocaustos (Levítico 1) el israelita que se acercaba al altar debía también "poner su mano sobre la cabeza del holocausto" (v. 4). En este caso no se tra­taba de ser perdonado; aquel que traía la ofrenda ya estaba perdonado, pues precedentemente había tenido que traer un sacrificio por el pecado. Ofrecía este holo­causto como prueba de agradecimiento y de adoración. De alguna manera los méritos de la víctima pasaban al adorador y éste era aceptado por medio de aquélla. Dios "nos hizo aceptos en el Amado" (Efesios 1: 6). Dios ve a los suyos en Cristo; a causa del holocausto que sube "a Dios en olor fragante" (5: 2).
4.      La fuente de bronce (Éxodo 30: 17-21; 38: 8)
La fuente de bronce, cuyas dimensiones no nos han sido dadas, estaba situada entre el altar de bronce y el tabernáculo. No servía para ofrecer sacrificios, sino para lavarse en ella, lo que Aarón y sus hijos debían hacer cada vez que entraban en el taberná­culo de reunión o se acercaban al altar para ofrecer un sacrificio.
En Juan 13 el Señor Jesús mismo nos muestra la significación de la fuente de bronce. Al celebrar la última cena con sus discípulos, él se levanta de la mesa y se pone a lavar los pies de ellos. Pedro no quería que lo hiciese con él, pero Jesús le dice: "Si no te lavare, no tendrás parte conmigo" (v. 8). Pedro entonces le pide que le lave no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. Jesús le responde: "El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio" (v. 10).
Para aquel que tiene todo el cuerpo lavado —es decir, que ha pasado por el nuevo nacimiento a la conversión— no es necesario repetir lo que ha sido cumplido una vez para siempre (Tito 3:5); pero ocurre demasiado a menudo que el creyente, a causa de la carne que está aún en él, ha pecado, ha manchado sus pies en el camino. No se trata entonces de ser « conver­tido » de nuevo, sino de que sus pies sean lavados. El Señor muestra por medio de la Palabra en qué se ha faltado; luego es preciso confesar su falta a Dios (1 Juan 1:9) y recordar que por ese pecado Cristo murió (véase también la figura de la novilla roja en Números 19). Una vez que el rescatado lavó así sus pies, puede tener parte con el Señor, es decir, gozar de la comunión con él.
En efecto; cuando un creyente ha faltado, la comunión con el Señor se interrumpe. No hay más gozo, ni gusto por la Palabra. La salvación no se pierde, la vida eterna está siempre allí, pero hay una nube. Es necesario, pues, volver al Señor, confesarle la falta, dis­cernir sus causas juzgándose a uno mismo, recordar la eficacia de su sacrificio, y entonces uno es restaurado. Pero recordemos siempre que todos los recursos están a nuestra disposición para no ceder al pecado, tal como lo escribe el apóstol Juan: "Estas cosas os escribo para que no pequéis" (1 Juan 2: 1).
Es importante realizar cada día ese juicio de noso­tros mismos y ese lavamiento de los pies; pero, así como los sacerdotes debían hacerlo antes de entrar en el santuario o antes de acercarse al altar, es particular­mente importante que lo hagamos, cada uno para sí, antes del culto y antes de tomar parte en la cena, según la enseñanza de 1 Corintios 11:26-32. En esos versículos se nos revela que cualquiera que come el pan o bebe la copa del Señor indignamente será culpable respecto del cuerpo y de la sangre del Señor. Pero no se agrega que a causa de la mancha del camino sea menes­ter abstenerse de la cena; al contrario, se añade: "prué­bese cada uno a sí mismo, y coma así". Antes de entrar en el santuario, juzgarse a sí mismo, pasar por la fuente de bronce, y así comer. Con un profundo sentimiento de lo que es la gracia que, a causa únicamente de la obra de Cristo, nos permite acercarnos, se participará en el memorial de su muerte para responder a su último deseo.
Descuidar el diario juicio de nosotros mismos y participar de la cena en tal estado nos expone al juicio del Señor. Así muchos en Corinto estaban débiles, enfermos o incluso dormían, es decir, estaban muertos; pero vemos en ello una enseñanza también moral, pues si dejamos de enjuiciarnos a nosotros mismos y toma­mos la cena con ligereza (abstenerse es tal vez aun más grave), estaremos espiritualmente débiles, o enfermos (¡una oveja enferma se aparta del rebaño!), o incluso seremos vencidos por el sueño espiritual (véase Efesios 5: 14). Si tal es el caso, cuán importante es despertarse, "levantarse de entre los muertos"(V.M.) para reencon­trar la luz de la faz de Jesucristo.
La fuente de bronce había sido hecha con los espe­jos de las mujeres que velaban a la puerta del taberná­culo de reunión (Éxodo 38:8). Ello configura una doble enseñanza:
a)     los espejos nos hablan, según Santiago 1: 23, de la Palabra de Dios, la cual pone en evidencia nues­tras faltas, la suciedad de nuestros pies;
b)     las mujeres que se allegaban al tabernáculo de reu­nión con aquellos que buscaban a Jehová (Éxodo 33: 7) tenían un corazón dispuesto para Él. Como gozaban de su presencia, les fue fácil abandonar gozosamente por el Señor lo que precedentemente era objeto de vanidad.

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