1ª
Pedro
“Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por
la resurrección de Jesucristo de los muertos” (1
Pedro 1:3).
La primera epístola de
Pedro («piedra») también está dirigida a los creyentes judíos, dispersos
en Asia Menor, pero no como si todavía estuviesen relacionados con el judaísmo.
Antes bien, están separados y sufriendo, siendo extranjeros y peregrinos en más
de un sentido. Lo que se dice de Israel: “He aquí un pueblo que habitará
confiado (nota: o «solo»), y no será contado entre las naciones” (Números 23:9)
se aplica a ellos en un sentido espiritual. Fueron “elegidos según la
presciencia de Dios”, y santificados por el Espíritu (no por meras ordenanzas
formales), y esperaban una herencia reservada en los cielos, ya que Cristo
resucitó y está a la diestra de Dios.
El sufrimiento de ellos correspondía a la disciplina
necesaria de la mano soberana del Padre. Por una parte, Él gobierna sabiamente
entre sus propios hijos para bien de ellos, teniendo en vista la eternidad. Por
otra parte, el sufrimiento de estos creyentes manifestaría el triste fin de
aquellos que no obedecen al Evangelio.
Esta verdad se relaciona claramente con el reino de Dios
más bien que con el cuerpo de Cristo, la Iglesia; puesto que a Pedro le fueron
dadas “las llaves del reino de los cielos” (Mateo 16:19). En efecto, podemos
ver cómo el Padre actuó personalmente en Pedro de manera eficaz y soberana; y
después de su tan triste fracaso, cuando negó al Señor, es precioso ver cómo
Dios lo utiliza con gracia y poder.
Este libro —vigoroso y conmovedor— es fácil de entender,
ya que infunde un sano temor de Dios. Incita a los lectores con una conciencia
ejercitada a caminar con un corazón sumiso.
2ª
Pedro
Todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad
nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que
nos llamó por su gloria y excelencia” (2
Pedro 1:3).
En 2 Pedro, Dios provee
recursos en vista de la espantosa corrupción de la cristiandad que desafía resueltamente
la autoridad del Señor Jesús y la soberanía del Padre. Los falsos maestros no
sólo son ignorantes, sino que sistemáticamente socavarían todo verdadero
principio de la soberanía de Dios.
Por consiguiente, ¿exime
esto a los piadosos creyentes de su responsabilidad de obedecer? ¡Muy por el contrario!
Más bien, hallan en esta epístola la plena provisión para estimular el
sometimiento implícito del corazón al Señor. Su autoridad aún triunfará absolutamente,
y un terrible juicio será infligido, no sólo sobre el mundo impío, sino también
sobre los impíos profesantes de la cristiandad.
El divino poder de Dios ha provisto maravillosa y
abundantemente todo lo necesario para sostener aquella vida fresca y vibrante,
en contraste con la estancada ausencia de vida de la apostasía. Provee también
la piedad, tan valiosa en una época en que predomina la impiedad. Tal recurso
está relacionado con el conocimiento vital y personal de Él, el Dios viviente
revelado en la persona del Señor Jesús. Nos llama “por su gloria y excelencia”,
es decir, pone ante nuestros ojos su gloria como el objeto en el cual hay que
fijar la vista, y su excelencia como un estímulo precioso y presente. Tal
virtud se ve en toda la vida del Señor Jesús.
En esta epístola, Pedro habla de la certeza del juicio
venidero de Dios en términos serios, que inspiran temor. No se trata sólo de
los juicios de la gran tribulación, sino también del hecho de que “los cielos
pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la
tierra y las obras que en ella hay serán quemadas” (3:10). Estos temas tienen
como propósito santificar nuestras almas.
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