Capítulo 2: Dos naturalezas en pugna: El "pecado en la carne" y "los pecados"
Antes de resolver estas dificultades, notemos la importante diferencia
establecida por la Escritura entre: "el
pecado en la carne" y "los pecados".
El mal principio nacido en nosotros por naturaleza, con frecuencia es
llamado el pecado. Mientras que las acciones, palabras y malos pensamientos,
resultantes de la posesión de esta naturaleza corrompida, son los pecados. Note
Ud. esta distinción en 1 Juan 1:8,9: "Si decimos que no tenemos pecado,
nos engañamos a nosotros mismos", y más adelante: "Si confesamos
nuestros pecados. El es fiel y justo para perdonar nuestros pecados".
Esta distinción es importante porque si la Escritura nos enseña que Dios
perdona nuestras culpas, es decir, nuestros pecados, por el derramamiento de la
Sangre de Cristo; también ella nos enseña que Dios jamás perdona el pecado en
la carne, sino que lo "condena" o lo juzga. Me explicaré:
Supongamos que Ud. tiene un hijo de carácter violento y arrebatado. Un
día en un acceso de ira, le tira un libro a su hermano en la cabeza y rompe del
mismo golpe un espejo. El se arrepiente, confiesa su mala acción, y Ud. le
perdona de corazón. Pero ¿qué hará Ud. con el carácter arrebatado que le ha
impulsado a este acto? ¿Le perdonará Ud.? ¡Imposible! Usted lo detesta, lo
condena por completo; lo haría desaparecer si pudiera.
Pues bien, el mal carácter (aún cuando no sea en sí mismo más que uno de
los rasgos de una naturaleza mala) correspondería al pecado que mora en
nosotros, en tanto que el desarrollo, o manifestación de su mala actitud, que
hace herir al hermano y romper el espejo, corresponde mejor a los pecados. Así,
lo repito, aunque Dios perdona gratuitamente los pecados del creyente, no
perdona jamás el pecado. En su justicia, tiene que castigarle con la
condenación, (sólo la muerte puede librarnos de él).
Vea Ud. Romanos 8:3: "Dios, enviando a su Hijo en semejanza de
carne de pecado y a causa del pecado, [es decir, como sacrificio por el pecado]
condenó al pecado en la carne".
Los primeros capítulos de la Epístola de Pablo a los Romanos, hablan de
los pecados; pero en el capítulo 6, el apóstol nos enseña cómo somos redimidos
del pecado. El último versículo del capítulo 4, por ejemplo, habla de Cristo
quien fue "entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para
nuestra justificación"; y la consecuencia bendita del hecho de que El fue
entregado así, es la de que todos los que creen en él son justamente
perdonados, es decir, "justificados", y tienen "paz con
Dios". Pero como acabamos de decirlo, el cap. 6, trata de un asunto del
todo diferente, de la redención del pecado. "Porque el que ha muerto, ha
sido justificado del pecado" (versículo 7).
El leproso de Le vitico 14 y
Naamán
Podrá Ud. formarse una idea de la diferencia entre estas dos cosas,
comparando la purificación del leproso (Levítico, 14:1-7) con la de Naamán (2
Reyes 5:10-14).
Note en el primero de estos pasajes, que el pobre leproso, completamente
impotente de hacer algo para purificarse, debía estarse quieto, viendo todo lo
que para él se hacía. El ave "viva y limpia" se bañaba en la sangre
de la otra ave degollada, luego el sacerdote la soltaba por los campos. Es
decir, el pobre leproso, inmundo, ve en figura a alguien "que vive" y
que es "limpio" descender a la muerte por él. El sustituto, mojado en
la sangre, vuela seguidamente en el aire, y el leproso es declarado limpio por
boca del sacrificador.
De la misma manera, "Cristo padeció una sola vez por los pecados,
el justo por los injustos, para llevarnos a Dios" (1 Pedro 3:18). Por
consiguiente, ninguna mancha se halla sobre nosotros, ni hay ninguna acusación
contra nosotros, que creemos en él. "La sangre de Jesucristo su Hijo, nos
limpia de todo pecado" (1 Juan 1:7); "De todo aquello de que por la
ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel
que cree" (Hechos 13:39).
Pasemos ahora al caso de Naamán. Aquí no vemos que nadie descienda a la
muerte por él; sino que es necesario que él se sumerja en el Jordán, figura de
la muerte. No me extiendo sobre el resultado de esto; basta con observar que,
en figura —o tipo— todo lo que él había sido, como leproso, había desaparecido
por la muerte.
Las Escrituras nos enseñan, que no solamente Cristo descendió a la
muerte en el lugar y para el creyente, sino que este último, como Naamán,
entró, él mismo, en la muerte. Así él murió con Cristo (Romanos 6:8).
Sin embargo, hay una gran diferencia entre nuestro rescate y el de
Naamán. El fue librado de su lepra en el momento, mientras que nosotros no
seremos librados de la actual presencia del pecado que habita en nosotros,
hasta que salgamos de este mundo, ya sea que muramos o que el Señor venga por
nosotros.
De este modo, todo lo que somos por naturaleza, como también todo lo que
hemos hecho ya ha sido juzgado en la cruz, y el que llevó nuestra condenación,
dijo: "Consumado es". ¿Quién, pues, nos condenará? Nada queda por
condenar. Si Satanás nos presenta nuestros pecados, no intentaremos, ni
negárselos, ni excusarlos, pero le responderemos sencillamente: "Cristo
murió por mis pecados". Si él procura turbarnos por la intención de
nuestra naturaleza pecaminosa, añadiremos a lo dicho: "Y yo también he
muerto"
¿Creer que estamos muertos
con Cristo o sentirlo?
Aquí se presenta una dificultad práctica para muchas personas. Una vez
oía a un creyente orar con insistencia, que sintiera que él estaba muerto con
Cristo. ¿Es que Dios nos habla de sentir que estamos muertos? No; El nos dice
únicamente; "Consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo
Jesús Señor nuestro" (Romanos 6:11).
Es indispensable que creamos que estamos muertos con Cristo,
sencillamente porque así lo dice Dios, y no porque lo sintamos, porque nunca lo
sentiremos. Dios nos dice que a sus ojos esto es así, y quiere que lo creamos
tan sencillamente como creemos en el hecho de que Cristo murió por nuestros
pecados. Dios cuenta la muerte de nuestro sustituto como si fuera la nuestra, y
los cálculos de la fe siempre están de acuerdo con los de Dios.
De esta manera nuestra naturaleza como hijos del Adán caído, ha muerto
delante de Dios en la cruz, o como dice la Escritura. "Sabiendo esto, que
nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él" (romanos 6:6); y
ahora nos hallamos en relación de vida con el segundo Adán, el Cristo
resucitado, o como dice en romanos 7:4: estamos unidos en matrimonio "para
que seáis de otro, del que resucitó de los muertos".
Como creyentes hemos entrado en una posición enteramente nueva. Aquel
que sobrellevó nuestra condenación, habiendo sido hecho pecado por nosotros en
la cruz, resucitó de entre los muertos, y Dios nos ve "en El". Somos
hechos "justicia de Dios" en Cristo, y por consiguiente, nos hallamos
al abrigo de la condenación para siempre.
¿Puede "el pecado en nosotros" impedir comunión?
Pero alguno dirá, ¿cómo puede lograrse, que con la presencia en el
creyente, de algo tan malo como es la carne, no sea ésta un impedimento para su
comunión con Dios? Procuraré también explicar esto por medio de un nuevo
ejemplo.
Padre e hijo se hallan un día en casa, gozando juntos de una dichosa
comunión; quiero decir con esto, que tienen en común los mismos pensamientos y
sentimientos. En aquel momento, otro hijo que viene de recorrer los bosques,
entra en la habitación y pone sobre la mesa unas cuantas bayas de belladona
(fruto parecido a la grosella). Al punto el padre las rechaza como un terrible
veneno que no se debe probar, ordena que las quiten en el acto. Por supuesto,
si el hijo opina igual que su padre respecto al veneno, rechazándolo como él,
comprenderá fácilmente que la sola presencia del mal fruto no ha causado la
menor ruptura de comunión entre el padre y el hijo. Pero si el hijo engañado
por la hermosa apariencia de estos frutos se niega a aceptar la opinión de su
padre, y trata de guardar las bayas de belladona se halla fuera de comunión, y
si las prueba puede estar seguro de sufrir las consecuencias de ello. Sin
embargo, confesando humilde y voluntariamente su falta ve su locura, y al
rechazar el mal fruto, vuelve a encontrar la comunión perdida.
Cuando el creyente, al que Dios le ha enseñado estas benditas verdades,
descubre, que el pecado aun mora en él, y que la vieja naturaleza es mala y
peor que nunca, puede, en lugar de intentar inútilmente mejorarla, tomar el
lado de Dios contra ella. El la considera como un enemigo mortal del que debe
cuidarse siempre y al que jamás debe tolerar. Sabe que Dios condenó al pecado
en la cruz, y por consiguiente él mismo también lo condena. El se tiene por
muerto al pecado, mas vivo a Dios en Jesucristo Señor Nuestro.
¿Espera Dios algo bueno de la carne?
Qué gracia que Dios no espere
nada bueno de la carne, sino que la haya puesto de lado para siempre como una
cosa mala e incurable. Pero, además ya ella no tiene ningún derecho legítimo
sobre nosotros. No somos más deudores a la carne "para que vivamos
conforme a la carne" (Romanos 8:12).
Aunque seamos responsables de
ser vigilantes, para no dejarla obrar. Dios, por medio de la muerte y
resurrección de Cristo, nos permite considerarla sin lugar alguno en nuestra
nueva condición delante de él. La cruz de Cristo rompió para siempre el lazo
que nos unía al primer Adán caído, y el Espíritu Santo trajo a nuestras almas
la vida del segundo Adán resucitado.
Dios no nos considera,
ni nos ve "en la carne", sino "en el Espíritu", y la única
vida que ahora poseemos delante de él es la vida de Cristo. Por esto es que el
apóstol podía decir: "Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no
vivo yo mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la
fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí"
(Gálatas 2:20).
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