domingo, 6 de enero de 2013

La ley del Leproso y su purificación.


PRIMERA PARTE

El leproso y su llaga
(Levítico capítulo 13)
La Biblia, especialmente el Antiguo Testamento, como muchos de nuestros lectores lo saben, abunda en figuras maravillosas de nuestro Señor Jesucristo y las cosas que le conciernen; en el Nuevo Testamento, estas figuras son llamadas sombras, y sirven de bosquejo para representar los bienes espirituales que poseemos en El como lo leemos en las epístolas a los Colosenses 2,17 y Hebreos 10,1; 8,5. Algunas de estas sombras son tan precisas, descritas con una riqueza tal de detalles que al leerlas detenidamente nos maravillamos de las enseñanzas que encierran, de su claridad y precisión. Entre todas, sería difícil encontrar una más conmovedora, dibujada con mayor esmero y con rasgos más claros a nuestro espíritu y a nuestro corazón que la ley del leproso de los capítulos 13 y 14 del Levítico.
Siempre se consideró a la lepra como la más repug­nante de las enfermedades, la más terrible; no solamen­te porque culmina en la muerte, sino porque cada por­ción del cuerpo afectado por ese mal muere realmente mientras el enfermo continúa viviendo. Es pues la le­pra, más que cualquiera otra enfermedad, una imagen de la muerte y su poder consumiendo la vida. Su co­mienzo se asemeja al del pecado: es pequeño, insidioso, ningún síntoma alarmante se nota; la descripción bíbli­ca es notable: aparece como una mancha blanquecina y lustrosa... No hay motivo de inquietarse; bien al con­trario, ostenta cierto atractivo: "un lucimiento", cuando en realidad la muerte está allí.
La lepra puede declararse en cualquier parte del cuerpo del leproso, como el pecado de un pecador se muestra en cualquier forma o lugar, revelándole como tal; el individuo es leproso como el ser humano es peca­dor, con esta diferencia agravante que este último nace pecador. Es lo que somos por naturaleza ante Dios co­mo nuestros pecados lo manifiestan, y declarados tales por su Palabra: "por la desobediencia de uno somos constituidos pecadores" (Romanos 5,19). Notad de paso que no se trataba para el leproso de ser curado sola­mente, sino purificado, ya que la lepra, ante Dios, es la imagen del pecado; y es por esta razón que el enfer­mo no debía dirigirse a un médico sino al sacerdote, re­presentante de Dios ante el pueblo para su examen.
Como lo sabemos, el pecado del hombre y su puri­ficación es el gran tema de la Biblia; el Nuevo Testa­mento lo encara en su realidad, mientras que el Antiguo lo hace en figuras, y entre éstas, ninguna con un poder tal y una tal penetración como los capítulos 13 y 14 del Levítico. Nos sentimos constreñidos a inclinarnos con adoración ante Dios y reconocer que ninguna mano, salvo la suya, podía pintar un cuadro así; y ningún amor, salvo el suyo, podía concebir un medio semejante de purificación.
Podremos descubrir muchas enseñanzas espirituales en la ley del leproso si nuestro interés se propone bus­carlas y sin olvidar de pedir a Dios su ayuda. Pero, ante todo, no perdamos de vista que no es el hombre sino Dios mismo quien ha trazado esa maravillosa ilustra­ción; la introducción al tema completo lo comprueba lle­vando su divino sello en el primer versículo del capí­tulo 13: "y habló Jehová a Moisés y a Aarón. Re­cordemos pues que aquí estamos oyendo las propias pa­labras del Dios vivo y verdadero.

La llaga de lepra
"Y habló Jehová a Moisés y a Aarón diciendo: cuan­do el hombre tuviere en la piel de su cuerpo hinchazón, o costra, o mancha blanca lustrosa, y hubiere en la piel de su carne como llaga de lepra, será traído a Aarón el sacerdote" (Levítico 13, 1-2).
Un tumor, una hinchazón, una costra, una mancha blanquecina, lustrosa... ¡Cuán significativo es esto! Una hinchazón, ¿no nos habla del orgullo que infla el "yo", quien con suficiencia de sí mismo dice: "yo, y no más..."? (Isaías 47, 10). "Hemos oído la soberbia de Moab que es muy soberbio; su hinchazón y su orgullo" (Jeremías 48,29). ¿No es el orgullo, la raíz y el asiento de tantos pecados y males? Aunque la serpiente anda arrastrándose, es por medio de ella que Satanás dijo: "seréis como dioses. . ." (Génesis 3,5). Es la misma pon­zoña que advertimos en los que edificaron la torre de Babel: "vamos —dijeron— edifiquemos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre" (Génesis 11,4). ¿No es por su orgullo herido que Caín mató a Abel su hermano?
Alguien ha determinado cuatro clases de orgullo de los que el mundo entero adolece, señalados en la Biblia: el orgullo de la raza: "los Judíos no se tratan con los Samaritanos..." (Juan 4,9); el orgullo de la posición social: "si en vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro y de preciosa ropa, y también entra un pobre con vestidura vil, y tuviereis respeto al que trae la vestidura preciosa y le dijereis, siéntate tú aquí en buen lugar; y dijereis al pobre: estate tú allí en pie.  (Santiago 2,2-3); el orgullo de la belleza física: "por cuanto las hijas de Sión se ensoberbecen, y andan cuellierguidas y los ojos llenos de concupiscencias, caminan­do con pasos melindrosos y produciendo retintines con los pies..." Ved todo lo que acompaña esta "lepra": las ajorcas, las redecillas, los pendientes, los brazaletes, los collares, los tocados, los atavíos de las piernas, los pomos de esencia, los zarcillos, los anillos, los joyeles de las narices, las ropas de gala, los velos, los espejos, las camisas finas, los turbantes. .. (Isaías 3,16-22); y el cuarto, el orgullo religioso: "Dios, te doy gracias -—de­cía un Fariseo— que no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aún como este publica- no; ayuno dos veces a la semana, doy diezmo de todo lo que poseo..." (Lucas 18,9-14).
Son los Fariseos de los Evangelios que vemos ata­cados de esta clase de hinchazón, pero acordémonos que los creyentes de Corinto padecían el mismo tumor: "la ciencia hincha —les escribe Pablo— y si alguno se imagina que sabe algo, aún no sabe nada como debe saber" (1. Corintios 8,1-2). Había otra clase del mismo mal: se envanecían el uno contra el otro por causa de Pablo, de Apolos o de Cefas (capítulo 4,6), destruyen­do así el testimonio de la unidad de la iglesia. Notemos todavía el orgullo de la incredulidad, el que ostenta Fa­raón, rey de Egipto: "¿quién es Jehová —decía— para que yo oiga su voz?" (Éxodo 5,2); el de la satisfacción propia de Nabucodonosor: "¿no es ésta la gran Babilo­nia que edifiqué?" (Daniel 4,30); "voz es de Dios y no de un hombre..." (Hechos 12,22) aclama la muche­dumbre exaltada al oír arengar al rey Herodes. Recono­cemos ese mismo veneno en todos los hombres, que se infiltró hasta dentro de la iglesia, y que peligran, más que nadie, los siervos de Dios: "porque inflándose —es­cribe el apóstol— no caigan en el pecado del Diablo" (1. Timoteo 3,7).

¿Unas costras o escamas?
Esta clase de costra cu­bre por lo general algunas viejas llagas que nunca sa­nan; muchos de entre nosotros las habrán sufrido. Al­guien pudo habernos causado una ofensa, el asunto quedó en nuestro corazón y realmente no lo hemos per­donado nunca, aunque hayamos tratado de disimular la herida; es cual "una raíz de amargura" oculta, mas pronta a surgir para turbar y contaminar a muchos (He­breos 12,15). Los hermanos de José, por su envidia na­tural, tenían el corazón cubierto de una capa gruesa de esta costra, la que escondió una mentira durante mu­chos años (Génesis 37,31-35). Había otra que supuraba a menudo en el rey Saúl que escondía su odio contra David todos los días de su vida (1. Samuel 18,29). So­bre el orgullo de Absalón se formó una costra que ocul­tó su odio contra su hermano Amón, un llagado como él, hasta que lo hubo matado (2. Samuel 13,28). Jamás Herodías perdonó a Juan el Bautista por haber éste ras­pado las escamas que cubrían su adulterio (Mateo 14, 3-5).

¿Manchas blanquecinas o lustrosas?
Tal puede ser la figura de las "comodidades o deleites temporales de pecado" a las que la epístola a los Hebreos 11,25 se refiere; Moisés, aunque criado en el palacio del Faraón de Egipto, las supo desechar. Así como estas manchas, el pecado ofrece sus placeres, ostenta un aspecto bri­llante; mas, he aquí su verdadero carácter: es seductor, con su brillo oculta a nuestros ojos su ponzoña satáni­ca. Este lustre no faltaba en el festín del día de naci­miento de Herodes, pero después del baile se pidió la cabeza del profeta de Dios; tampoco faltaba en el festín de Belsasar cuando, con el gusto del vino, éste mandó que se trajesen los vasos que pertenecían al templo de Dios para que bebiesen con ellos el rey y sus príncipes idólatras, sus mujeres y sus concubinas. Es bajo ese mismo brillo que la falsa iglesia, la Babilonia, esconde su fornicación: "está vestida de púrpura y escarlata, adornada de oro, de piedras preciosas y de perlas, tiene en la mano un cáliz de oro lleno de abominaciones y de la inmundicia de su fornicación" (Apocalipsis 17,4). Es el brillo del dinero que llevó a Judas a vender su Maes­tro; y es por éste mismo que Acán pereció (Josué 7,21).
¿Recordáis cómo entró en el mundo el primer pe­cado? Satanás lo presentó a Eva como una mancha lus­trosa: el árbol de la ciencia del bien y del mal detuvo su atención, vio que era bueno para comer, que era agra­dable a los ojos y árbol codiciable para alcanzar la sabi­duría (Génesis 3,6). ¡Atractivo poderoso! Eva se so­metió a la tentación y sucumbió. Es por esas mismas manchas lustrosas que los Corintios se dejaban enga­ñar; el apóstol les debe escribir: "temo que como la ser­piente con su astucia engañó a Eva, vuestros sentidos sean de alguna manera extraviados de la sencillez que está en Cristo" (2. Corintios 11,3). "¿Dónde está el sa­bio. ..? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mun­do, ya que el mundo no conoció a Dios mediante la sa­biduría?" (1. Corintios 1,20). Eran las mismas man­chas lustrosas que el apóstol señala a los Colosenses: "mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas" (Colosenses 2,8). Desde el día en que Satanás pudo producir esas manchas lustrosas se encarnizó en plagar a la iglesia de las mismas; el apóstol Juan pone en guardia nuestro corazón contra ellas: "no améis el mundo ni las cosas que están en el mundo... (Demás amó a este mundo, 2. Timoteo 4,10) porque todo lo que hay en el mundo: los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no pro­vienen del Padre sino del mundo" (1 Juan 2,16).

En presencia del sacerdote
"Cuando el hombre tuviere en la piel de su carne hinchazón, o costra o mancha blanca lustrosa... será traído a Aarón el sacerdote". Quisiera, lector, llamar tu atención sobre la orden dada en este texto: "será traí­do a Aarón el sacerdote". Es terminante y formal; la encontramos nuevamente en el capitulo 14,2. Ya se tra­te pues de determinar si un hombre está o no atacado de lepra, o si está o no en estado de ser purificado de ella, todo depende del veredicto sacerdotal.
En este asunto, el enfermo y sus amigos no tienen ninguna autoridad. El atacado con hinchazón o costra o mancha lustrosa podía haber dicho: "creo que estos síntomas no tienen importancia alguna... según mi pa­recer y la de los médicos que me han revisado no signi­fican nada. Amigo, la primera cosa que ese enfermo debe saber es que su opinión o la de tal o cual, excepto la del sacerdote no tiene valor, importancia ni el menor inte­rés. La cuestión reside en esto: ¿qué dice el sacerdote? Y, en nuestro caso: ¿qué dice la Palabra de Dios? Posi­blemente el enfermo no hubiera querido presentarse allí, tal vez querría decidir por sí mismo en qué consiste su mal; además tampoco está escrito que debe presentarse por sí mismo: la Palabra de Dios ordena terminante­mente: "será traído al sacerdote".
Lector, ¿has sido llevado alguna vez al gran Sacer­dote, el Señor Jesucristo? ¿Fuiste llevado ante El como lo fue el paralítico del evangelio, a quien cuatro hom­bres traían en su lecho para ponerlo delante de Jesús? (Lucas 5,18-19). ¿Has puesto alguna vez tu vida bajo la mirada de Aquel cuyos ojos son como llama de fue­go? Hay en tu vida cosas que sabes no son loables; ¿cuáles son? ¿Las ha mirado el gran Sacerdote? ¿Las ha visto de cerca? Sabes que El las debe declarar impuras. Por sus plegarias, tus amigos te han llevado muchas ve­ces al Señor Jesús; mas, si no lo hubiesen hecho toda­vía, quiera Dios que estas líneas sean el medio que te conduzcan a El.
Tal vez contestarás: ¡ah, estas manchas no tienen importancia, es algo pasajero y tengo tiempo para ocu­parme de ello...! ¿Quién te lo asegura? Y, ¿no será el pecado la misma raíz de ese mal? Sólo el gran Sacerdote lo puede decir; vamos a El, amigo, sin tardar, mien­tras se le puede hallar, porque vendrá el día en que no se podrá más acudir a El. Así nos lo insta el profeta: "buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que él está cercano" (Isaías 55,6). Mil veces mejor es que conozcas la verdad ahora, y no cuando sea demasiado tarde, cuando compruebes que estabas en el camino del infierno donde serás echado por la eterni­dad; bien sabes que en la presencia de Dios no puede entrar ninguna cosa inmunda (Apocalipsis 21,27).
No tengas ningún temor de encontrar al Sacerdote duro o impaciente, al contrario, harás la experiencia de que El está lleno de amor y de simpatía; mirará a estos tumores, estas hinchazones, estas costras que recubren algún antiguo mal: puede ser envidia, soberbia, fornica­ción. El verá "la mancha lustrosa", este brillo de la sa­biduría humana, o el de la codicia, que miras con tanta complacencia; te mostrará que el pecado está escondido detrás de todo esto; El no hará este examen superficial­mente; además sus ojos no se equivocan jamás. Todos los que estuvieron en su presencia fueron convencidos de que el veredicto era acertado: fariseos, publícanos, mujeres de mala vida, el apóstol Pedro, Zaqueo, la samaritana, etc.; su presencia era la luz que penetraba de par en par en cada uno. Y si el sacerdote abrigara algu­na duda en cuanto a los síntomas de la lepra, encerrará al enfermo durante siete días; y si éstos no bastaran, lo volverá a hacer durante un segundo período más (vers. 4-6).

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