PRIMERA PARTE
El leproso y su llaga
(Levítico capítulo 13)
La
Biblia, especialmente el Antiguo Testamento, como muchos de nuestros lectores
lo saben, abunda en figuras maravillosas de nuestro Señor Jesucristo y las
cosas que le conciernen; en el Nuevo Testamento, estas figuras son llamadas
sombras, y sirven de bosquejo para representar los bienes espirituales que poseemos
en El como lo leemos en las epístolas a los Colosenses 2,17 y Hebreos 10,1;
8,5. Algunas de estas sombras son tan precisas, descritas con una riqueza tal
de detalles que al leerlas detenidamente nos maravillamos de las enseñanzas que encierran, de su claridad y precisión. Entre todas, sería difícil encontrar
una más conmovedora, dibujada con mayor esmero y con rasgos más claros a
nuestro espíritu y a nuestro corazón que la ley del leproso de los capítulos
13 y 14 del Levítico.
Siempre
se consideró a la lepra como la más repugnante de las enfermedades, la más
terrible; no solamente porque culmina en la muerte, sino porque cada porción
del cuerpo afectado por ese mal muere realmente mientras el enfermo continúa
viviendo. Es pues la lepra, más que cualquiera otra enfermedad, una imagen de
la muerte y su poder consumiendo la vida. Su comienzo se asemeja al del
pecado: es pequeño, insidioso, ningún síntoma alarmante se nota; la descripción
bíblica es notable: aparece como una mancha blanquecina y lustrosa... No hay
motivo de inquietarse; bien al contrario, ostenta cierto atractivo: "un
lucimiento", cuando en realidad la muerte está allí.
La
lepra puede declararse en cualquier parte del cuerpo del leproso, como el
pecado de un pecador se muestra en cualquier forma o lugar, revelándole como
tal; el individuo es leproso como el ser humano es pecador, con esta diferencia
agravante que este último nace pecador. Es lo que somos por naturaleza ante
Dios como nuestros pecados lo manifiestan, y declarados tales por su Palabra:
"por la desobediencia de uno somos constituidos pecadores" (Romanos
5,19). Notad de paso que no se trataba para el leproso de ser curado solamente,
sino purificado, ya que la lepra, ante Dios, es la imagen del pecado; y es por
esta razón que el enfermo no debía dirigirse a un médico sino al sacerdote, representante
de Dios ante el pueblo para su examen.
Como
lo sabemos, el pecado del hombre y su purificación es el gran tema de la
Biblia; el Nuevo Testamento lo encara en su realidad, mientras que el Antiguo
lo hace en figuras, y entre éstas, ninguna con un poder tal y una tal
penetración como los capítulos 13 y 14 del Levítico. Nos sentimos constreñidos
a inclinarnos con adoración ante Dios y reconocer que ninguna mano, salvo la
suya, podía pintar un cuadro así; y ningún amor, salvo el suyo, podía concebir un
medio semejante de purificación.
Podremos
descubrir muchas enseñanzas espirituales en la ley del leproso si nuestro interés
se propone buscarlas y sin olvidar de pedir a Dios su ayuda. Pero, ante todo,
no perdamos de vista que no es el hombre sino Dios mismo quien ha trazado esa
maravillosa ilustración; la introducción al tema completo lo comprueba llevando
su divino sello en el primer versículo del capítulo 13: "y habló Jehová a
Moisés y a Aarón. Recordemos pues que aquí estamos oyendo las propias palabras
del Dios vivo y verdadero.
La llaga de lepra
"Y
habló Jehová a Moisés y a Aarón diciendo: cuando el hombre tuviere en la piel
de su cuerpo hinchazón, o costra, o mancha blanca lustrosa, y hubiere en la
piel de su carne como llaga de lepra, será traído a Aarón el sacerdote"
(Levítico 13, 1-2).
Un
tumor, una hinchazón, una costra, una mancha blanquecina, lustrosa... ¡Cuán
significativo es esto! Una hinchazón, ¿no nos habla del orgullo que infla el
"yo", quien con suficiencia de sí mismo dice: "yo, y no
más..."? (Isaías 47, 10). "Hemos oído la soberbia de Moab que es muy
soberbio; su hinchazón y su orgullo" (Jeremías 48,29). ¿No es el orgullo,
la raíz y el asiento de tantos pecados y males? Aunque la serpiente anda
arrastrándose, es por medio de ella que Satanás dijo: "seréis como dioses.
. ." (Génesis 3,5). Es la misma ponzoña que advertimos en los que
edificaron la torre de Babel: "vamos —dijeron— edifiquemos una ciudad y
una torre cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre" (Génesis
11,4). ¿No es por su orgullo herido que Caín mató a Abel su hermano?
Alguien
ha determinado cuatro clases de orgullo de los que el mundo entero adolece,
señalados en la Biblia: el orgullo de la raza: "los Judíos no se tratan
con los Samaritanos..." (Juan 4,9); el orgullo de la posición social:
"si en vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro y de
preciosa ropa, y también entra un pobre con vestidura vil, y tuviereis respeto
al que trae la vestidura preciosa y le dijereis, siéntate tú aquí en buen lugar;
y dijereis al pobre: estate tú allí en pie.
(Santiago 2,2-3); el orgullo de la belleza física: "por cuanto las
hijas de Sión se ensoberbecen, y andan cuellierguidas y los ojos llenos de
concupiscencias, caminando con pasos melindrosos y produciendo retintines con
los pies..." Ved todo lo que acompaña esta "lepra": las ajorcas,
las redecillas, los pendientes, los brazaletes, los collares, los tocados, los
atavíos de las piernas, los pomos de esencia, los zarcillos, los anillos, los
joyeles de las narices, las ropas de gala, los velos, los espejos, las camisas
finas, los turbantes. .. (Isaías 3,16-22); y el cuarto, el orgullo religioso:
"Dios, te doy gracias -—decía un Fariseo— que no soy como los otros
hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aún como este publica- no; ayuno dos
veces a la semana, doy diezmo de todo lo que poseo..." (Lucas 18,9-14).
Son
los Fariseos de los Evangelios que vemos atacados de esta clase de hinchazón,
pero acordémonos que los creyentes de Corinto padecían el mismo tumor: "la
ciencia hincha —les escribe Pablo— y si alguno se imagina que sabe algo, aún no
sabe nada como debe saber" (1. Corintios 8,1-2). Había otra clase del
mismo mal: se envanecían el uno contra el otro por causa de Pablo, de Apolos o
de Cefas (capítulo 4,6), destruyendo así el testimonio de la unidad de la
iglesia. Notemos todavía el orgullo de la incredulidad, el que ostenta Faraón,
rey de Egipto: "¿quién es Jehová —decía— para que yo oiga su voz?"
(Éxodo 5,2); el de la satisfacción propia de Nabucodonosor: "¿no es ésta
la gran Babilonia que edifiqué?" (Daniel 4,30); "voz es de Dios y no
de un hombre..." (Hechos 12,22) aclama la muchedumbre exaltada al oír
arengar al rey Herodes. Reconocemos ese mismo veneno en todos los hombres, que
se infiltró hasta dentro de la iglesia, y que peligran, más que nadie, los
siervos de Dios: "porque inflándose —escribe el apóstol— no caigan en el
pecado del Diablo" (1. Timoteo 3,7).
¿Unas costras o escamas?
Esta
clase de costra cubre por lo general algunas viejas llagas que nunca sanan;
muchos de entre nosotros las habrán sufrido. Alguien pudo habernos causado una
ofensa, el asunto quedó en nuestro corazón y realmente no lo hemos perdonado
nunca, aunque hayamos tratado de disimular la herida; es cual "una raíz de
amargura" oculta, mas pronta a surgir para turbar y contaminar a muchos
(Hebreos 12,15). Los hermanos de José, por su envidia natural, tenían el
corazón cubierto de una capa gruesa de esta costra, la que escondió una mentira
durante muchos años (Génesis 37,31-35). Había otra que supuraba a menudo en el
rey Saúl que escondía su odio contra David todos los días de su vida (1. Samuel
18,29). Sobre el orgullo de Absalón se formó una costra que ocultó su odio
contra su hermano Amón, un llagado como él, hasta que lo hubo matado (2. Samuel
13,28). Jamás Herodías perdonó a Juan el Bautista por haber éste raspado las escamas
que cubrían su adulterio (Mateo 14, 3-5).
¿Manchas blanquecinas o lustrosas?
Tal
puede ser la figura de las "comodidades o deleites temporales de
pecado" a las que la epístola a los Hebreos 11,25 se refiere; Moisés,
aunque criado en el palacio del Faraón de Egipto, las supo desechar. Así como
estas manchas, el pecado ofrece sus placeres, ostenta un aspecto brillante;
mas, he aquí su verdadero carácter: es seductor, con su brillo oculta a
nuestros ojos su ponzoña satánica. Este lustre no faltaba en el festín del día
de nacimiento de Herodes, pero después del baile se pidió la cabeza del
profeta de Dios; tampoco faltaba en el festín de Belsasar cuando, con el gusto
del vino, éste mandó que se trajesen los vasos que pertenecían al templo de
Dios para que bebiesen con ellos el rey y sus príncipes idólatras, sus mujeres
y sus concubinas. Es bajo ese mismo brillo que la falsa iglesia, la Babilonia,
esconde su fornicación: "está vestida de púrpura y escarlata, adornada de
oro, de piedras preciosas y de perlas, tiene en la mano un cáliz de oro lleno
de abominaciones y de la inmundicia de su fornicación" (Apocalipsis 17,4).
Es el brillo del dinero que llevó a Judas a vender su Maestro; y es por éste
mismo que Acán pereció (Josué 7,21).
¿Recordáis
cómo entró en el mundo el primer pecado? Satanás lo presentó a Eva como una
mancha lustrosa: el árbol de la ciencia del bien y del mal detuvo su atención,
vio que era bueno para comer, que era agradable a los ojos y árbol codiciable
para alcanzar la sabiduría (Génesis 3,6). ¡Atractivo poderoso! Eva se sometió
a la tentación y sucumbió. Es por esas mismas manchas lustrosas que los
Corintios se dejaban engañar; el apóstol les debe escribir: "temo que
como la serpiente con su astucia engañó a Eva, vuestros sentidos sean de
alguna manera extraviados de la sencillez que está en Cristo" (2.
Corintios 11,3). "¿Dónde está el sabio. ..? ¿No ha enloquecido Dios la
sabiduría del mundo, ya que el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría?"
(1. Corintios 1,20). Eran las mismas manchas lustrosas que el apóstol señala a
los Colosenses: "mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas
sutilezas" (Colosenses 2,8). Desde el día en que Satanás pudo producir
esas manchas lustrosas se encarnizó en plagar a la iglesia de las mismas; el
apóstol Juan pone en guardia nuestro corazón contra ellas: "no améis el
mundo ni las cosas que están en el mundo... (Demás amó a este mundo, 2. Timoteo
4,10) porque todo lo que hay en el mundo: los deseos de la carne, los deseos de
los ojos, y la vanagloria de la vida, no provienen del Padre sino del
mundo" (1 Juan 2,16).
En presencia del sacerdote
"Cuando
el hombre tuviere en la piel de su carne hinchazón, o costra o mancha blanca lustrosa...
será traído a Aarón el
sacerdote". Quisiera, lector, llamar tu atención sobre la orden dada en
este texto: "será traído a Aarón el sacerdote". Es terminante y
formal; la encontramos nuevamente en el capitulo 14,2. Ya se trate pues de
determinar si un hombre está o no atacado de lepra, o si está o no en estado de
ser purificado de ella, todo depende del veredicto sacerdotal.
En
este asunto, el enfermo y sus amigos no tienen ninguna autoridad. El atacado
con hinchazón o costra o mancha lustrosa podía haber dicho: "creo que
estos síntomas no tienen importancia alguna... según mi parecer y la de los
médicos que me han revisado no significan nada. Amigo, la primera cosa que ese
enfermo debe saber es que su opinión o la de tal o cual, excepto la del
sacerdote no tiene valor, importancia ni el menor interés. La cuestión reside
en esto: ¿qué dice el sacerdote? Y, en nuestro caso: ¿qué dice la Palabra de
Dios? Posiblemente el enfermo no hubiera querido presentarse allí, tal vez
querría decidir por sí mismo en qué consiste su mal; además tampoco está
escrito que debe presentarse por sí mismo: la Palabra de Dios ordena terminantemente:
"será traído al sacerdote".
Lector,
¿has sido llevado alguna vez al gran Sacerdote, el Señor Jesucristo? ¿Fuiste
llevado ante El como lo fue el paralítico del evangelio, a quien cuatro hombres
traían en su lecho para ponerlo delante de Jesús? (Lucas 5,18-19). ¿Has puesto
alguna vez tu vida bajo la mirada de Aquel cuyos ojos son como llama de fuego?
Hay en tu vida cosas que sabes no son loables; ¿cuáles son? ¿Las ha mirado el
gran Sacerdote? ¿Las ha visto de cerca? Sabes que El las debe declarar impuras.
Por sus plegarias, tus amigos te han llevado muchas veces al Señor Jesús; mas,
si no lo hubiesen hecho todavía, quiera Dios que estas líneas sean el medio
que te conduzcan a El.
Tal
vez contestarás: ¡ah, estas manchas no tienen importancia, es algo pasajero y
tengo tiempo para ocuparme de ello...! ¿Quién te lo asegura? Y, ¿no será el
pecado la misma raíz de ese mal? Sólo el gran Sacerdote lo puede decir; vamos a
El, amigo, sin tardar, mientras se le puede hallar, porque vendrá el día en
que no se podrá más acudir a El. Así nos lo insta el profeta: "buscad a
Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que él está cercano"
(Isaías 55,6). Mil veces mejor es que conozcas la verdad ahora, y no cuando sea
demasiado tarde, cuando compruebes que estabas en el camino del infierno donde
serás echado por la eternidad; bien sabes que en la presencia de Dios no puede
entrar ninguna cosa inmunda (Apocalipsis 21,27).
No
tengas ningún temor de encontrar al Sacerdote duro o impaciente, al contrario,
harás la experiencia de que El está lleno de amor y de simpatía; mirará a estos
tumores, estas hinchazones, estas costras que recubren algún antiguo mal: puede
ser envidia, soberbia, fornicación. El verá "la mancha lustrosa",
este brillo de la sabiduría humana, o el de la codicia, que miras con tanta
complacencia; te mostrará que el pecado está escondido detrás de todo esto; El
no hará este examen superficialmente; además sus ojos no se equivocan jamás.
Todos los que estuvieron en su presencia fueron convencidos de que el veredicto
era acertado: fariseos, publícanos, mujeres de mala vida, el apóstol Pedro,
Zaqueo, la samaritana, etc.; su presencia era la luz que penetraba de par en
par en cada uno. Y si el sacerdote abrigara alguna duda en cuanto a los
síntomas de la lepra, encerrará al enfermo durante siete días; y si éstos no
bastaran, lo volverá a hacer durante un segundo período más (vers. 4-6).
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