domingo, 6 de enero de 2013

Andar por la Fe (Hebreos 11)


"Y es la fe la seguridad que se tiene de cosas espe­radas, la prueba que hay de cosas que aun no se ven... Por fe entendemos que los siglos (el universo) han sido constituidos por la palabra de Dios, de manera que lo que se ve no fue hecho de cosas que aparecen" (Hebreos 11:1, 3).
No se puede negar la existencia, en el mundo, de un principio que obra de forma vital, y que en todo tiempo ha excitado vivamente el odio y la oposición del hombre. Siempre ocurrió así, desde los días de Abel hasta la fecha. Este principio vital es la fe.
El mundo siguió su curso y continúa haciéndolo en torno nuestro. Sin embargo, en medio de ese torbellino de pasiones, luchas e intereses, hubo y hay un móvil que se mantiene y que despierta la hostilidad y el juicio despre­ciativo del mundo. Es la historia de esa ciudad en que moramos, y es asimismo la de Caín y Abel. Siempre ocu­rrió así desde el principio y en todos los países; por doquier, el pueblo de la fe ha sido el blanco de la ene­mistad del hombre, pero Dios reconoce a ese pueblo como cosa propia: "... Y otros tuvieron prueba de escarnios y azotes, y también de prisiones y cárceles: fueron apedre­ados, fueron aserrados, fueron tentados, fueron muertos
a espada; anduvieron de acá para allá, cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, destituidos, afligidos, maltratados, de los cuales el mundo no era digno..." (Hebreos 11:36- 38).
Dios nos da aquí la historia de ese pueblo bajo Su punto de vista. El no interviene de modo portentoso; les deja "de acá para allá... destituidos, afligidos, maltratados". Dios no se ocupa del mundo (como institución) y el mun­do sigue su propio camino. No será siempre así, pero actualmente lo es: "Por cuanto no se ejecuta sentencia contra la obra mala muy en breve, por eso el corazón de los hijos de los hombres dentro de ellos está plenamente resuelto a hacer el mal" (Eclesiastés 8:11). Caminan según sus propios pensamientos, "conforme al uso de este siglo, conforme al príncipe de la potestad del aire, espíritu que ahora obra en los hijos de la desobediencia" (Efesios 2:2).
Éste no es el mundo de Dios. El Señor se ocupa tan poco de él, que cuando sus propios hijos, aquellos que El reconoce, son "afligidos y maltratados", no interviene. El mundo abandonó a Dios y Dios no reconoce al mundo. Es lo que vemos en el mensaje al ángel (o mensajero) de la asamblea en Esmirna: "No temas las cosas que vas a sufrir. He aquí, el diablo va a echar a algunos de vosotros en la cárcel, para que seáis probados; y tendréis una tribulación de diez días. Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de la vida" (Apocalipsis 2:10). ¿Cómo puede ser esto? ¿Acaso no podía Dios intervenir? Note­mos que hay esperanza para una escena posterior: "Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de la vida".
Si alguien quiere caminar con Dios debe andar por la fe; él camina, pues, en medio de un mundo que ya no reconoce ni los derechos ni la existencia de Dios y en el cual Dios no interviene: un mundo que va madurando para el juicio. Dios envía un testimonio y en la medida en que seamos fieles a ese testimonio, el príncipe de este mundo nos perseguirá. "Mas yo os digo que ya vino Elias", dice el Señor, "y no lo conocieron; antes hicieron en él cuanto quisieron. Así también el Hijo del hombre padecerá de ellos" (Mateo 17:12). Tal es el carácter del "uso de este siglo", o de «la corriente de este mundo». Dios puede dirigirlo todo por medio de una providencia secreta y dominar; pero el carácter del mundo es tal como se ha expuesto. La fe tiene su testimonio propio y lo mantiene, sabiendo que Dios no reconoce al mundo: "...Te damos gracias, oh Señor Dios Todopoderoso, que eres y que eras, por cuanto has tomado tu gran poder y has reinado. Y airáronse las naciones, y ha venido ya tu ira, y el tiempo de los muertos para ser juzgados, y el tiempo de dar su galardón a tus siervos los profetas, y a los santos, y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes, y de destruir a los que destruyen la tierra" (Apocalipsis 11:17-18). Mientras tanto, es preciso vivir por la fe en las cosas que no se ven.
Esto constituía, de modo particular, una prueba para los hebreos. Su religión era esencialmente visible. Eran guiados por un sistema establecido; tenían un templo visible, unos sacrificios, un sacerdocio y un conjunto de ritos que llenaban los sentidos. Y en cuanto al Mesías, también esperaban verlo (pero cuando le vieron realmen­te, le aborrecieron y le condenaron a muerte, y aquel Mesías subió al cielo). Haciéndose pues cristianos, per­dían cuanto tenían y no ganaban nada en absoluto; nada que fuera palpable para la carne. Por lo tanto, estaban expuestos constantemente a la tentación de renegar de un Mesías que no se veía, para volverse a las cosas que se veían (o sea, al culto judaico con su boato).
En el capítulo 11 de la carta a los Hebreos, el autor resume y hace ver que, en todo el curso de la historia del hombre, quien quiera que fuese el que hubiera "recibido testimonio", lo había recibido por fe. Los hombres nos toman por locos (y como definición de la locura, uno podría representarse a un hombre que obrase con la mayor perseverancia, persiguiendo un objetivo que nadie viera ni creyera real). La autoridad del creyente es la Palabra de Dios. Desde el momento en que obra apun­tando a un objetivo visible, deja de actuar como cristiano. Cristo ha vivido, en este sentido, la vida de la fe.
Lo que nos presenta este capítulo de la epístola a los Hebreos es la vida de la fe; no es la salvación o la paz hallada por medio de la fe. Sólo hay una excepción (o que puede serlo en cierta medida): la de Abel; pero, por lo demás, la fe es considerada como el poder por el cual caminaban esos santos o creyentes.

La fe aplicada a la paz del alma; la fe como poder para caminar
Cuando hablamos de fe podemos considerarla como la fe en un testimonio; por ejemplo, cuando alguien me cuenta cierta cosa y creo lo que me dice esta persona. Pero también puedo tener fe en esa persona de otro modo: al poner mi confianza en ella; a menudo confun­dimos ambas cosas. Así, existe el testimonio de Dios (y tengo que creer lo que El ha dicho), y por otra parte hay la confianza en Dios que me induce a caminar, a ir adelante, a andar por fe.
Lo que nos otorga la paz es el hecho de recibir el tes­timonio de Dios; es creer lo que El ha dicho; mientras que para poder caminar necesitamos tener confianza en El. Pero no hemos de confundir esta confianza en Dios con la fe en su testimonio. Ambas cosas se reúnen en Abraham; Dios le llama y, mostrándole las estrellas del cielo, le dice: "¡Así será tu simiente!"; y Abraham "creyó a Jehová" (Génesis 15:5-6). Cuando el sacrificio de Isaac, no se recibió un testimonio, pero Abraham creyó en Dios (v. 17-19).
Siendo yo pecador, consciente del pecado, ¿cómo pue­do confiar en Dios? Conozco al Señor como un Dios Santo, que aborrece el mal, ¿cómo puedo yo tener con­fianza en Él? No me atrevería a presentarme ante Él cargando con mi pecado. ¿Qué es lo que me puede servir de ayuda? Ciertamente no será negar la santidad de Dios; no es tampoco el que yo pueda quitar o dejar el pecado, pero Dios me dice que mi pecado es quitado y yo creo a Dios. Esto no es simple confianza en el poder de Dios; lo que me da la paz es el hecho de recibir y aceptar su testimonio.
No podemos gozar de reposo cuando tenemos concien­cia del pecado, a menos que sepamos que no nos es imputado. Es Dios quien ha visto el pecado tal como es, y de nada nos sirve estar satisfechos de nosotros mismos; hace falta que Dios esté satisfecho a nuestro respecto. Cuando uno intenta estar satisfecho consigo mismo, se produce una lucha espiritual; en dicha situación, uno no ha llegado aún a comprender que es un pecador sin merecimiento alguno, totalmente corrompido. A menudo Dios permite que esa lucha dure cierto tiempo: en seme­jante situación procuramos hacernos mejor, y Dios nos deja hacer; pero al igual que el hombre que anda por un barrizal, intentando sacar un pie mientras que el otro se hunde más, vamos de mal en peor. En esto hay verdade­ramente una obra del Espíritu de Dios llevándonos hasta el punto en que tengamos que confesar: «¡Estoy comple­tamente perdido!» Entonces, lo que responde a nuestra imperiosa necesidad es el testimonio del Evangelio acerca de la obra de nuestro Señor Jesucristo, afirmando que cualquiera que crea en El está completamente justifica­do: "Séaos pues notorio... que en el nombre de éste (Je­sús) os es predicada remisión de pecados; y que de todo aquello de que no pudisteis ser justificados por la ley de Moisés, en él (Cristo) es justificado todo aquel que cree" (Hechos 13:38-39). Vemos entonces que, a este respecto, Dios descansa en Cristo con una satisfacción perfecta. Cristo dice: "He acabado la obra que me diste que hicie­se"; y Dios dice: "Siéntate a mi diestra" (Juan 17:4; Salmo 110:1; compárese con hebreos 10:12). Como resultado de la obra redentora de Cristo, plenamente aceptada, tengo descanso para mi alma, porque veo que Dios no tiene absolutamente nada contra mí. Creo el testimonio de Dios y tengo la paz.
Otra cosa es el andar por la fe. Viene entonces la prueba, lo que escudriña mi corazón —sea lo que fue­re — nada hará vacilar el fundamento de mi paz; estoy seguro de que Dios me ama, de que él no es otra cosa sino Amor. Por lo tanto, puedo confiar plenamente en él; conozco su amor por experiencia. El me ha salvado cuan­do yo era un pecador; puedo confiar en él —y confiarme a él— ahora que soy un creyente, puesto aparte para ser­virle.
En este capítulo 11 de la epístola a los hebreos, note­mos el orden en que estas cosas nos son presentadas:
"Y es la fe la seguridad (= la firme convicción) que se tiene de cosas esperadas, la prueba (= la demostra­ción) que hay de cosas que aún no se ven" (Hebreos 11:1).
Movidos por la fe, lo que es invisible se hace tan pre­sente, tan real como si estuviera verdaderamente ante nuestros ojos, e incluso aun más, porque uno está des­engañado de las cosas que se ven, en tanto que no hay decepción posible en las que el Espíritu comunica al corazón.
Por medio de la fe comprendemos que el universo ha sido formado por la Palabra de Dios (v. 3). Seguidamente nos enfrentamos con los sacrificios, el gran fundamento sobre el cual la criatura destronada puede aproximarse a Dios. Examinemos un poco lo que distingue y caracteri­za.

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