Introducción
"Y no
solamente por él [Abraham] fue escrito que le haya sido así imputado; sino
también por nosotros a quienes será imputado, esto es a los que creemos en El
que levantó de los muertos a Jesús Señor nuestro: el cual fue entregado por
nuestros delitos y resucitado para nuestra justificación."
"Justificados
pues, por la fe, tenemos paz para con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo"
(Romanos 4:23-24; 5:1).
El tema que
trataremos ahora es: "La paz con Dios, qué es, y quién la tiene".
Este asunto es, como tú lo reconocerás, amigo lector, de una gran importancia,
y así debemos hacerlo constar en primer término. ¡Si no tenemos paz con Dios,
no se trata de una cuestión de tiempo o de circunstancias, se trata nada más ni
nada menos, que de la eternidad! Sí, de la eternidad: de una cuestión de
salvación o de condenación; una cuestión, en fin, que supera infinitamente a
todas las demás por su importancia.
Muchas personas
disfrutan, bien sea en un sentido o en otro, de una supuesta paz, de una paz
aparente; pero la cuestión para el alma de todos y cada uno es: ¿Tengo yo
realmente paz con Dios? ¿Sé yo lo que es la paz con Dios? No importa lo que yo
piense, ni lo que tú pienses. Mi opinión no vale más que la tuya.
La gran
cuestión es; ¿Qué dicen las Escrituras? ¿Qué dice Dios sobre este asunto?
Hay muchísimas
personas que han hallado una paz falsa. Creen que por cambiar de costumbres,
leer la Biblia, orar, hacer penitencias, asistir a las reuniones, ir a la
iglesia, participar de los sacramentos y, en fin, utilizar todos los medios que
están a su alcance, podrán obtener la paz con Dios; pero andan completamente
engañados. Se hace muy frecuentemente la pregunta; ¿Has hecho tu paz con Dios?
Esta pregunta es sumamente engañosa. Nótalo muy bien: Es imposible para
nosotros hacer la paz con Dios. La paz sí tiene que ser hecha, pero ninguno de
nosotros puede hacerla; es una obra superior a nuestras fuerzas y, que por lo
tanto, está fuera de nuestro alcance.
Capítulo 1
La paz con Dios
Dos amigos se
paseaban por una playa. Uno de ellos era cristiano, el otro un incrédulo. El
primero dijo a su compañero: "Mira a ver si puedes borrar las huellas que
has dejado sobre la arena." Así lo intentó el otro, pero su amigo le hizo
notar que "mientras estabas tapando las primeras huellas, con tus pies
estabas haciendo otras. ¡Míralas!" El hombre reconoció que en verdad se le
imponía un trabajito imposible. Continuaron su paseo, y un poco más tarde
creció la marea, y al bajar de nuevo, se vio que el agua había hecho
desaparecer las huellas de sobre la arena.
Algún tiempo
después pasando por el mismo sitio el cristiano y su amigo, se presentó otra
nueva conversación. Estas palabras dijo el creyente al incrédulo: 7
"Observa
que lo que no pudiste hacer tú, lo hizo la marea". Y lo que tú, ansioso
pecador, no puedes hacer con tus esfuerzos, lo puede efectuar la preciosa
sangre de Jesús. No podemos borrar un solo pecado. No podríamos ser limpios de
ellos aunque viviésemos tanto como Matusalén, es decir 969 años (Génesis 5:27),
empleando toda nuestra vida y nuestra inteligencia para tratar de hacerlo. No
podemos, lo repito, quitar de nosotros un solo pecado; pero "la sangre de
Jesucristo su hijo nos limpia de todo pecado" (I Juan 1:7). Sí, amigo
lector, todo, ¡Todo! ¡Todo!
Pesando trapos inmundos
Muchos creen
que en el Día del Juicio sus buenas obras serán puestas en un platillo de la
balanza sostenida por la justicia, y sus pecados en otro platillo, y en caso de
pesar más las buenas obras, entrarán en el cielo. Si tú crees esto, amigo
lector, te recomendaría que examinaras toda tu vida pasada y tus obras (las que
los hombres llaman "buenas"), y compáralas con la escritura que dice:
"Todas nuestras justicias [son] como trapos de inmundicia" (Isaías
64:6). Tú y la gente las llaman "buenas obras" u obras de justicia:
La Escritura las llama trapos de inmundicia. ¿Quién tiene razón? ¿Ustedes o
Dios? La persona no salvada no tiene ninguna obra buena para poner en el
platillo de la balanza de la justicia, pero al pecador salvado todos sus
pecados le son perdonados por la fe en Jesús.
Como puedes
ver, mientras no te sometas a Dios y aceptes a Cristo, estás perdiendo la bendición
que en gracia viene de la presencia de Dios para nosotros, y jamás podrás
obtener la justificación. En romanos capítulo 3, versículos 22 y 23, leemos
también: "No hay diferencia; por cuanto todos pecaron, y están destituidos
de la gloria de Dios". Y en el versículo 10 del mismo capítulo, leemos:
"No hay justo, ni aun uno".
Tu fuerza y la paz
Un amigo mío
entró un día en el coche de un tren, donde se debatía acaloradamente una
discusión religiosa. Habiendo tomado asiento mi amigo, uno de los presentes le
dijo, colocándole amistosamente su mano sobre la rodilla: "Decíamos aquí
que, para entrar en el cielo, es necesario ser bueno y practicar el bien".
A lo que mi amigo contestó: "Pues, mi estimado amigo, yo tengo un libro
muy antiguo y en el cual creo mucho, que contradice rotundamente la afirmación
que usted acaba de hacer. Hay en este libro del que le hablo, dos afirmaciones
que no concuerdan con lo que acaba usted de alegar. Mientras usted dice:
"Seamos buenos", el viejo Libro dice: "Ninguno es bueno sino
uno, a saber Dios." Usted afirma también: "Hagamos lo bueno", y
este Libro dice: "No hay quien haga lo bueno". Sus afirmaciones, por
lo tanto están en completa oposición a lo que el Libro del que le hablo, declara...”
Hace poco había
dicho que nadie puede hacer su paz con Dios. ¿Y por qué no? Por la sencilla
razón de que no tenemos fuerza alguna. La Biblia dice: "Cristo, cuando aún
éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos" (Romanos 5:6). Una de
las razones es que no tememos fuerza alguna, y la otra es, que la fuerza que
por naturaleza poseemos tiende únicamente a cometer el mal. Toda la fuerza de
una higuera silvestre sirve sólo para producir higos amargos; como todo el
vigor del pecador tiende únicamente a producir pecados. Puedes notar que el mal
trastorna tus pasos. ¿Cómo, pues, podemos nosotros hacer la paz?
¿Quién hará la
paz? ¿Podrán hacerla los ángeles, esos seres inmaculados y santos, que cubren
sus rostros delante de Dios? ¿Podrían ellos hacer la paz? ¿Podría hacerla un
arcángel? ¡No! ¿Quién pudo hacerla entonces? Solamente hubo Uno que fue
poderoso y capaz para hacerla: el bendito Señor Jesucristo, de quien leemos en
las Santas Escrituras que El hizo la paz. ¿Cómo? Por "la sangre de su
cruz".
Expliquemos el
caso con mayor claridad. No se nos manda ser hacedores de la paz, en el sentido
de hacer nuestra paz con Dios; pero se nos ordena ser aceptadores de esta paz.
El Señor hizo la paz con su sangre en la cruz. La obra está hecha:
"Consumado es" (Juan 19:30).
Voy a servirme
de una pequeña ilustración, pues estoy seguro de que contiene toda la sustancia
del asunto. Un conocido predicador, empleando un lenguaje muy gráfico, comparaba
este mundo a una descomunal cárcel de formidables murallas, y pesadas puertas
de hierro. La Misericordia, decía él, miró desde el cielo y le dio mucho pesar
al ver a los prisioneros. Descendió volando hasta aquel lugar, y cuando se
disponía a abrir las puertas, la Justicia con voz de trueno le ordenó que no
intentara hacer tal cosa, diciéndole con severidad: "Nadie puede salir de
aquí mientras no se dé plena satisfacción a mis juicios".
La Misericordia
respondió: "Pero Dios es Amor". A lo cual exclamó la Justicia:
"Pero Dios es Luz". La Misericordia, aunque sabía que era verdad todo
esto, comenzó a interceder por los desgraciados; pero la Justicia siguió
diciendo: "Dios ha de ser Justo. El es Santo". La Misericordia vio
que no podía oponerse a las exigencias de la Justicia, y tuvo que retirarse
llorosa a las moradas celestiales. Allí contó lo sucedido, el cielo la escuchó
conmovido.
Por fin el Hijo
de Dios dijo: "Bajaré yo, y dejaré que la Justicia traspase mi costado con
su espada vengadora, y apague su ardiente filo con la sangre de mi vida. Y,
efectivamente, el Hijo de Dios descendió para cumplir su misión de
misericordia. La Justicia se colocó ante la puerta, dispuesta a resistí todos,
mientras no fuesen satisfechas sus justas exigencias.
El Hijo de Dios
mostró su costado y clama-ría Justicia: "¡Hiere! ¡Que esa ardiente espada
penetre en mi costado; que las determinaciones de la Justicia sean
satisfechas!" La Justicia hirió, y el Señor Jesús al morir exclamó:
"Consumado es." Entonces la justicia envainó la espada, puesto que ya
había recibido una satisfacción completa, y viendo que la Misericordia corrió rápidamente a abrir las pesadas puertas, sonrió complacida.
Reconoce, amigo
mío, en esta ilustración el resumen de todo el evangelio. "Dios es
Luz", y "Dios es Amor". Por un lado, las exigencias de la
justicia de Dios deben ser satisfechas; por el otro, su amor desea la felicidad
del pecador.
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