“Desecha las fábulas profanas… Ejercítate para
la piedad.” 1 Timoteo 4:7
Todos nosotros
debemos atender con diligencia a “las cosas que hemos oído, no sea que nos
deslicemos” (Hebreos 2:1). Debemos asegurarnos continuamente de que estamos
bien establecidos en la verdad, como sobre una roca sólida en
medio de arenas movedizas, ya que apartarse significa hundirse.
El cristianismo
sólo tiene un fundamento, el que pusieron los apóstoles (Efesios 2:20). Su
predicación, cuyo tema principal siempre fue Jesucristo, quien es la Verdad,
procedía del “conocimiento de la verdad que es según la piedad” (Tito 1:1), y
se valía de una doble certeza. En primer lugar, hablaban en calidad de testigos oculares.
Pedro y sus compañeros habían estado con el Señor mientras él estuvo en la
tierra, “comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que de entre
nosotros fue recibido arriba” (Hechos 1:22); de esta manera podían testificar
del hecho capital de su resurrección. Pedro, Santiago (o Jacobo) y Juan habían
visto con sus propios ojos la majestad de Jesús en el momento de su transfiguración,
figura de su futuro reinado sobre la tierra (Mateo 17:1-2; 2 Pedro 1:16). Pablo
no conoció al Señor Jesús según la carne, en cambio le vio en la gloria del
cielo (1 Corintios 9:1; 15:8). Por lo tanto los apóstoles hablaban de lo que
habían visto (1 Juan 1:1-3; comparar con Juan 3:11). No obstante, un simple
testimonio humano no habría bastado; ellos hablaban inspirados por
el Espíritu Santo. Este Espíritu era el poder de su testimonio y de su
predicación (Hechos 1:8). La acción del Espíritu corroboraba las Escrituras del
Antiguo Testamento revestía los testimonios de los apóstoles con el sello
divino, los cuales, siendo recogidos y puestos en orden, iban a convertirse en
las enseñanzas apostólicas y completar la revelación. “Toda la Escritura es
inspirada por Dios” (2 Timoteo 3:16).
Una de las
tácticas del enemigo, desde el momento en que la Palabra de Dios empezó a
extenderse por el mundo, fue intentar ahogarla en un mar de doctrinas y
supersticiones con disfraz religioso, sacadas del judaísmo, de las filosofías
racionalistas, de los mitos y misterios paganos. Estos últimos hablaban a la
imaginación y respondían a las aspiraciones de los hombres hacia lo
sobrenatural. Desde el principio tuvieron un gran éxito en todo el imperio
romano, al lado del poco consistente paganismo oficial. Tal era el caso del
orfismo o culto a Dionisio, cuya influencia ya estaba arraigada y era fuerte en
el mundo griego, las religiones orientales de la Cibeles frigia, o de Mitra el
dios Sol de Persia y Siria, sin dejar de nombrar las divinidades egipcias como
Serapis e Isis, que también estaban en boga en Roma. Entre el judaísmo se
aceptaban concepciones que pretendían proceder de las Escrituras; en realidad,
sólo añadían ficciones de toda clase. La mezcla de tradiciones hebraicas y
especulaciones filosóficas, pitagóricas y otras, estaban preparando el sistema
gnóstico que iba a implantarse un poco más tarde.
Para los
ignorantes y los adversarios del cristianismo fue fácil asimilar la nueva doctrina
o enseñanza de los apóstoles a las ilusiones que abundaban. ¿Otro filósofo
palabrero?, decían de Pablo en Atenas (Hechos 17:18). Otros opinaban que les
traía nuevos dioses (Hechos 19:13-16).
Los apóstoles
se opusieron severamente a estos intentos de aproximar la Verdad y las fábulas. “No
os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo
siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios
ojos su majestad… Tenemos también la palabra profética más segura… porque nunca
la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios
hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo”, escribe el apóstol Pedro (2
Pedro 1:16-21). Pero no bastaba con afirmar que el agua pura de la Palabra de
Dios no tenía nada en común con el mar corrupto de la imaginación humana; era
necesario impedir que aquella se alterase con el contacto. De ahí las
exhortaciones de Pablo, en particular a Timoteo y a Tito, para que se apartaran
de las fábulas, que bajo el disfraz de querer embellecer y completar la Verdad,
sólo querían destruirla. Timoteo debía mandar que no se prestara “atención a
fábulas y genealogías interminables”, y tenía que desechar las fábulas profanas
(1 Timoteo 1:4 y 4:7). Tito debía reprender a los que atendían a fábulas
judaicas (Tito 1:13-14; véase también Colosenses 2:8 y 18; 2 Timoteo 2:16 y 23;
3:9 y 1 Timoteo 6:20).
Esto ocurría al principio
del cristianismo; se estaba saliendo de los “tiempos de esta ignorancia”
(Hechos 17:30) y era necesario establecer la verdad, presentarla a judíos o paganos
quienes, al convertirse en cristianos, pasaban de las tinieblas a la luz, del
poder de Satanás y de los ídolos a Dios. Era preciso apartarlos de las fábulas
y conducirlos a la enseñanza de Cristo.
Ahora hemos
llegado al final de la historia cristiana y asistimos, desgraciadamente, al
movimiento inverso, el que, es verdad, empezó hace mucho tiempo: aquellos que
llevan el nombre de cristianos se apartan de la doctrina de Cristo para
volverse a las fábulas (2 Timoteo 4:3-4).
Durante toda la
historia han existido falsos maestros que han introducido herejías; hace ya
muchos siglos que “esa mujer Jezabel, que se dice profetisa”, enseña y seduce a
los siervos del Hijo de Dios a “comer cosas sacrificadas a los ídolos”
(Apocalipsis 2:20; véase también Hechos 20:30; 2 Pedro 2 y Judas 4-19). Pero en
nuestra época se manifiesta de una manera particular el carácter del tiempo que
anunciaba Pablo, un tiempo en el que los oyentes mismos reclaman el error; no
soportan la sana enseñanza, sino que desvían sus oídos de la verdad y se
vuelven a las fábulas. No sólo son víctimas de los falsos maestros, sino que se
acumulan maestros “conforme a sus propias concupiscencias”. ¿Por qué? Porque tienen
“comezón de oír”. La verdad ya no tiene ningún sabor para ellos; hasta les es
desagradable e insoportable. La caída del hombre, su naturaleza pecadora, la
perdición, el juicio venidero, la necesidad de un Salvador, la venida de Cristo
como juez de los vivos y de los muertos, en resumen, el hombre dejado de lado
para poner en su lugar a Cristo, todo esto contraría y ofende. Todos los que
defienden estos principios son tildados de retrasados. «¡Hablemos del hombre!
Enorgullezcámonos de los recursos de su espíritu y de su corazón. Liberémonos
de dogmas caducos.» Entonces se adula al viejo hombre con su orgullo y su concupiscencia…
De esta manera
los oídos se desvían de la verdad, pero más aún, se vuelven a las fábulas. Por
un lado, haciendo a los apóstoles mentirosos, se afirma que los relatos
evangélicos están llenos de leyendas y que los milagros no son más que fábulas
ingeniosas; por otro lado se aceptan las novedades engañosas e ingeniosas. Se
pretende ir más allá de la Palabra de Dios en el terreno de las cosas
invisibles; uno cree que está descubriendo los secretos del más allá, que está
penetrando en el mundo de los espíritus, captando las potencias sobrenaturales.
Todo esto se ve entre gentes que profesan ser cristianas, que están bautizadas,
que asisten a los servicios religiosos. Y el peligro de ser seducidos existe
para todos.
Existen
peligros diversos, según los medios y los gustos, empezando por las mil
supersticiones que se van perpetuando o renacen, desde las más burdas o soeces
hasta las más sutiles. La astrología se ha modernizado con
éxito y quedamos estupefactos al ver toda clase de adivinadores del futuro
hacer fortuna en un mundo cristianizado. Estoy persuadido que ninguno de los
lectores de esta publicación tiene algo que ver con estas prácticas; pero,
cuidado, porque existe el peligro de verse arrastrado por la curiosidad. El
ocultismo está causando grandes estragos, a pesar de las señales de alarma que
se lanzan.
No es menos
serio el peligro de querer acomodar la verdad a la moda intelectual actual. La
investigación científica ha abierto en cuanto al mundo visible unas
perspectivas desconocidas a las generaciones pasadas, hasta el punto de sacudir
violentamente el puro materialismo. De ahí procede la ola actual de
espiritualismo, pero de un espiritualismo que no es siempre de buena ley.
Muchas personas intentan satisfacer al mismo tiempo sus necesidades de creer en
algo, su deseo de comprender y su afición por lo maravilloso. Piensan seguir
siendo cristianas adaptando el cristianismo a las teorías filosóficas o
científicas, como el evolucionismo y otras tanto o más peligrosas.
Intentan componer un sistema que siga teniendo algún contacto con la Biblia,
pero que permita no sentirse anticuado. Así, pues, con la etiqueta del
cristianismo se cubren los productos más diversos de la especulación humana.
Estos compromisos hacen decir lo que se quiere, tanto a la verdadera ciencia como
a las Escrituras. Sus autores se engañan con vanos paralelos y generalmente
omiten distinguir entre los hechos bien establecidos y las meras deducciones;
rebajan a Dios al nivel del hombre y razonan como si fueran Dios.
Queridos jóvenes, no
olviden que la verdad es inmutable, porque es la plena revelación de Dios en
Jesús, mientras que el conocimiento humano procede de observaciones fragmentarias,
de experiencias titubeantes o de hipótesis que se desmoronan una tras otra. El
que una teoría esté de acuerdo con la Biblia no es malo; pero no es esta
concordancia la que da crédito a la Escritura; y por el hecho de ser una teoría,
en un futuro puede dejar su lugar a otra que esté en contradicción con la
Escritura, lo cual no tiene por qué perturbar al creyente. Una vela encendida
en pleno día no afecta ni añade nada a la luz del sol, una humareda pasajera no
lo eclipsa; permanece invariable cuando la vela se apaga y la humareda
desaparece. La ambición del espíritu humano de entremeterse en las cosas
divinas caracteriza “la falsamente llamada ciencia” (1 Timoteo 6:20).
Otros, al leer
las profecías de la Biblia, dan libre curso a su imaginación sin la menor
preocupación por la armonía de las Escrituras (2 Pedro 1:20); les falta buen
sentido espiritual en la interpretación de estas profecías. Las más extrañas
concepciones encuentran espíritus crédulos, dispuestos a proporcionar adeptos
entusiastas. “Su insensatez será manifiesta a todos” en el momento oportuno (2
Timoteo 3:9).
Queridos
jóvenes, mantengan sus oídos sanos. No los dejen invadir por esta funesta
“comezón”. Familiarícense con la Palabra: cuanto más la lean, más les
demostrará su divina autoridad. Aférrense a la sana doctrina, permanezcan en
“lo que habéis oído desde el principio” (1 Juan 2:24). Como los creyentes de
Berea (Hechos 17:11), escudriñen las Escrituras para ver si todo aquello que se
les presenta como novedad religiosa es verdad. En la mayoría de los casos un
pequeño examen bastará para rechazarlo (1 Juan 2:21). En los casos más sutiles,
recuerden: “En esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que
Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que
Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios” (1 Juan 4:2-3). Jesucristo, el
Señor Jesús, el Hijo de Dios, el verdadero Hijo del Hombre, es la verdad.
Guardemos su Palabra y no neguemos su Nombre. Vivamos en intimidad con él, pues
no es una cosa abstracta sino una Persona. Conozcamos bien su voz, la del buen
Pastor cuyas ovejas “le siguen, porque conocen su voz. Mas al extraño no
seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de
los extraños” (Juan 10:4-5 y 27).
No se extrañen
al ver que tanta gente sigue las fábulas. El apóstol inspirado nos advirtió
anticipadamente. Nos dice a cada uno, como lo dijo a Timoteo: “Pero persiste tú
en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido… pero
tú sé sobrio en todo” (2 Timoteo 3:14 y 4:5).
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