domingo, 1 de diciembre de 2013

EL HOMBRE PERFECTO - Parte II

(Enseñanzas sobre las relaciones mutuas)



            Deseo presentar ahora algunas consideraciones más, que nos harán volver a las escenas de Lucas 7 y 11, cuando el Señor está en la mesa de los fariseos. Estas Escrituras nos enseñan que el Señor no juzgaba a los otros, en relación con Sí mismo, falta en la cual caemos todos. Somos naturalmente llevados a juzgar a los otros según su manera de portarse para con nosotros, y el interés que les llevamos es para nosotros la medida de su carácter y de su valor. El Señor no obraba así. Dios es un Dios de conocimiento, y pesa las acciones; comprende plenamente cada una de ellas, y sus motivos. Y nues­tro Señor Jesucristo, imagen del Dios de conocimiento, obra­ba de la misma manera durante Su ministerio. El capítulo 11 de Lucas nos da un ejemplo significativo. Había, en el fari­seo que le rogó que comiera en su casa, una apariencia de cortesía y de buena voluntad; pero Jesús era el "Dios de todo conocimiento", y, como tal, pesaba esta acción según su verdadero carácter.
            La miel de la cortesía, que es el mejor ingrediente para la vida social del mundo, no podía pervertir el juicio de Cristo, ni tampoco su apreciación de las cosas. Jesús aprobaba las cosas excelentes; pero la cortesía o urbanidad que le invitaba no podía influenciar el juicio de Aquel que llevaba los pesos y las medidas del santuario de Dios. La cortesía, la amabilidad del mundo se encuentra en esta escena con el Dios de todo conocimiento, y no puede subsistir ante Él. ¡Qué lección más profunda para nosotros!
Esta invitación del fariseo ocultaba un intento premedi­tado: tan pronto como el Señor entró en su casa, el dueño obró como fariseo, y no como simple invitante; se maravilla de que su convidado no se había lavado antes de comer, y este carácter del fariseo aparece en toda su fuerza al fin del relato. El Señor obra, pues, en consecuencia, como lo mues­tran Sus palabras (Lucas 11: 37 al 52). Estimarán algunos que la atención de que era objeto al ser invitado, hubiera debido imponerle silencio, pero Jesús no podía considerar este fari­seo solamente en relación con Sí mismo. El halago no podía hacer desviar Su juicio: Jesús pone al descubierto y censura. Y el fin de la escena le justifica. "Cuando salió de allí, los escribas y los fariseos comenzaron a acosarle en gran manera, y a interrogarle minuciosamente sobre muchas cosas, tramando contra El para atraparle en algo que dijera." (Lucas 11: 53, 54 - LBLA).
            En Lucas 7, el Señor obra de modo muy diferente en casa de Simón, otro fariseo que también le había invitado a su mesa, pues Simón no tenía un designio oculto al invitar a Jesús. Es verdad que parece obrar también como fariseo, hablando dentro de sí para acusar a la pobre pecadora, y para censurar a su invitado, que permitía que se acercara a él; pero las apariencias no pueden servir de base para un justo juicio, y muchas veces las mismas palabras, pronuncia­das por labios diferentes, tienen un sentido muy diferente. Por eso, el Señor, el juez que pesa todos los motivos según Dios, al reprender a Simón y mostrarle lo que es, le conoce y le llama por su nombre, y deja su casa, como un huésped debe hacerlo. Distingue entre el fariseo de Lucas 7 y el de Lucas 11, aunque se haya sentado a la mesa de ambos.
            Otros dos casos son de mucha edificación para nosotros, al considerar cómo obraba el Hombre perfecto. Por ejemplo, en el capítulo 16 de Mateo, vemos a Pedro lleno de un tierno afecto hacia su Maestro: "Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca." (Mateo 16:22); pero Jesús juzga las pala­bras de Pedro solamente por su valor moral. A nosotros nos es difícil obrar de esta manera hacia los que buscan agradar­nos. Una naturaleza simplemente amable no hubiese dicho: "Quítate de delante de mí, Satanás"; se hubiera expresado de otra manera. Pero, lo repito, el Señor no escucha las pala­bras de Pedro simplemente como siendo la expresión de una bondad y de un afecto personales hacia Él; las juzga, las pesa en la presencia de Dios, y discierne inmediatamente que pro­ceden del enemigo; porque aquél que puede transformarse en "ángel de luz" se esconde a menudo bajo palabras llenas de suavidad y de amabilidad.
El capítulo 20 de Juan nos muestra que el Señor obró del mismo modo para con Tomás. Tomás venía de rendirle ho­menaje, le había dicho: "Señor mío y Dios mío". Pero, aun palabras como estas no podían hacer descender a Jesús de la altura moral en la cual estaba, y desde la cual oía y consi­deraba todas las cosas. Sin duda alguna, las palabras pro­nunciadas por Tomás eran verdaderas, y provenían de un corazón que, después de haber sido iluminado por Dios, se había arrepentido, y había vuelto al Señor resucitado, aban­donando sus dudas para adorar. Pero Tomás se había mante­nido alejado tanto como había podido; había ido demasiado lejos en su incredulidad. Todos los discípulos habían sido incrédulos en cuanto a la resurrección, pero Tomás había de­clarado que persistiría en la incredulidad hasta que la vista y el tacto vinieran a convencerle. Tal había sido su condición moral. Y Jesús la juzgaba así, y pone a Tomás en su verda­dero sitio, como lo había hecho con Pedro: "Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron." (Juan 20:29).
            En semejantes casos, ¿no hubieran sido atraídos por sor­presa nuestros corazones? ¿Hubiesen resistido a los asaltos del afecto de Pedro o alabanza y del homenaje de Tomás? Pero el Hombre Perfecto, nuestro Maestro estaba allí por Dios y por la verdad, y no para agradarse a Sí mismo. Pen­semos en el caso de los Israelitas, cuando honraban al Arca del Pacto y le llevaban a la batalla (1º. Samuel 4), como para obligarle, por su presencia, a darles la victoria. Pero no se puede obligar de este modo al Dios de Israel. El pue­blo es vencido por los Filisteos, a pesar de la presencia del Arca. Y Pedro y Tomás se ven reprendidos, aunque Jesús – que es siempre el Dios de Israel – haya sido honrado por ellos.
            ¡Sí!, todo era perfección en los modos de obrar del Hijo del Hombre. Meditemos esas escenas que destacan Su hermosura y Su glo­ria moral.
Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1964, Nos. 71 y 72.-

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