domingo, 5 de abril de 2015

ARREBATADOS POR EL ESPOSO, VUELVEN CON EL REY (Parte III)

El objeto de su venida
Es preciso comprender que una vez que el Mesías fue rechazado y crucificado por su propia nación, Dios reveló al apóstol Pablo lo que la Escritura llama el «misterio», «encubierto desde tiempos eternos» (Romanos 16:25), y «escondido desde los siglos en Dios» (Efesios 3:9). Este designio que existía en el corazón de Dios —además de lo revelado en el Antiguo Testamento— era el de preparar una Esposa para su amado Hijo; Esposa que había de ser formada por la unión «en un solo cuerpo» (la Iglesia), de judíos y gentiles salvados, unidos por el Espíritu Santo a Cristo, su Cabeza glorificada en el cielo: «Y él [Cristo] es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia» (Colosenses 1:18-19). «Y [el Padre] sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo» (Efesios 1:22-23). «Que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio» (3:6). «Porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. … Grande es este misterio; más yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia» (5:30, 32).
El Espíritu Santo dio principio al cumplimiento del designio divino en el día de Pentecostés, bautizando —en «un solo cuerpo»— a los discípulos reunidos en el aposento alto.
Para que comprendamos mejor este asunto, conviene observar que, debido a que el Señor fue rechazado, quedaron sin cumplirse numerosas promesas del Antiguo Testamento referente a las bendiciones del pueblo de Israel y de la tierra en general. Citemos, por ejemplo, las profecías de Isaías acerca del reinado del verdadero Hijo de Isaí: «Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora. «No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar.» (cap. 11:6-9). El cap. 35 del mismo libro nos dice: «Se alegrarán el desierto y la soledad; el yermo se gozará y florecerá como la rosa… La gloria del Líbano le será dada, la hermosura del Carmelo y de Sarón. Ellos verán la gloria de Jehová, la hermosura del Dios nuestro.
Y Amós describe estas bendiciones con estas palabras: «He aquí vienen días, dice Jehová, en que el que ara alcanzará al segador, y el pisador de las uvas al que lleve la simiente…» (cap. 9:13-15). Mientras que Miqueas añade: «Martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se ensayarán más para la guerra». (cap. 4:3). «La tierra será llena del conocimiento de la gloria de Jehová» (Habacuc 2:14). Luego, en relación con la restauración de Israel en su tierra, testifica Isaías: «Y levantará pendón a las naciones, y juntará los desterrados de Israel, y reunirá los esparcidos de Judá de los cuatro confines de la tierra» (cap. 11:12). «Y los redimidos de Jehová volverán, y vendrán a Sión con alegría; y gozo perpetuo será sobre sus cabezas…» (cap. 35:10). Leemos además en Jeremías 23:5-6; Ezequiel 36:24, y Jeremías 31:10: «He aquí que vienen días, dice Jehová, en que levantaré a David renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y justicia en la tierra …» — «Y yo os tomaré de las naciones, y os recogeré de todas las tierras, y os traeré a vuestro país» — «El que esparció a Israel lo reunirá y guardará, como el pastor a su rebaño…»
Observando atentamente estos pasajes y cotejándolos con otros semejantes, hallaremos que el cumplimiento de esas profecías no es el resultado de la conversión del mundo por la predicación del Evangelio, sino de los juicios que precederán a dicha era milenaria. Y no olvidemos que «hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley [esto es, de las Escrituras], hasta que todo se haya cumplido» (Mateo 5:18).
Así, al volver al cielo, el Señor dejó sin realizar, sin cumplir, dos series de bendiciones prometidas: (1) Las que se relacionan con la Iglesia; (2) Las que se relacionan con el pueblo de Israel, enteramente distintas las unas de las otras. Para dar cumplimiento a la primera, vendrá el Señor no con los atributos de un Juez, sino como Isaac cuando salió al encuentro de Rebeca: como esposo lleno de amor (Génesis cap. 24). En contraste, y para dar cumplimiento a la segunda serie de bendiciones, vendrá semejante a David, como poderoso conquistador, para tomar posesión de Su reino. En otras palabras, Jesús es el Esposo de la Iglesia y es el Rey de Israel.
La Palabra de Dios menciona dos fases distintas de la segunda venida de Jesucristo: dos estaciones —por expresarlo de este modo— del mismo viaje. Primeramente descenderá del cielo para arrebatar a Sus santos (o sea, a cuantos han depositado su fe en Él para ser salvos), y llevarlos arriba en las mansiones celestiales; luego, pasado un breve período, volverá con ellos con poder y gloria para establecer Su reino.
Tomemos un ejemplo para ilustrar esta parte del tema. Paseando por el campo cierta mañana, reparamos en un charquito de agua, lo evitamos y —sin pensar más en él— seguimos caminando. Unos días después, al pasar por el mismo lugar, el charco ha desaparecido, el agua ya no está: hasta las gotas que penetraron en la tierra se evaporaron. ¿Qué sucedió? Sencillamente que el sol, brillando con toda su fuerza, las atrajo a lo alto. Nadie las ha visto subir, y sin embargo ¡han subido! Semanas más tarde, notamos las mismas gotas, pero enteramente transformadas; son ahora hermosísimos copos de nieve, que suscitan la admiración de todos.
Amado lector, así será en breve. Jesús descenderá del cielo y en un instante surgirán del polvo los cuerpos resucitados de los que «durmieron» en Él, mientras que los que vivamos seremos transformados, para ascender juntos a Su encuentro. Nada hay en la Escritura que nos haga suponer que los inconversos nos verán cuando seamos arrebatados. La repentina desaparición de todos los creyentes —redimidos por la sangre de Cristo— manifestará lo que ha pasado. «Enoc fue trasladado para que no viese la muerte; y no fue hallado, porque le había trasladado Dios» (Hebreos 11:5). Es precisamente lo que sucederá con la Iglesia: casi secretamente arrebatada, volverá a aparecer en gloria con Cristo, cuando Él sea manifestado: «y todo ojo le verá» (Apocalipsis 1:7).
El mismo Señor presenta claramente estas dos fases de Su venida en el capítulo 25 de Mateo. En la parábola de las diez vírgenes describe un aspecto de la misma; y en la de las ovejas y de las cabras, el otro. En el primer símil, las vírgenes prudentes, con sus lámparas bien provistas de aceite, entran con el Esposo al lugar de las bodas; mientras que en el segundo, se ve al Rey salir para juzgar. Fijémonos en éste contraste. En la primera parábola, los salvos (bajo la figura de las vírgenes prudentes) entran a las bodas, siendo llevados al cielo, mientras que malvados e incrédulos (las vírgenes fatuas), dejados en la tierra, quedan atrás para sufrir luego el juicio. En la segunda parábola, los malos son llevados al suplicio eterno, mientras que los justos son dejados en la tierra para gozar de las bendiciones del reino milenario. En el primer caso, los santos entran y se cierra la puerta; en el segundo, el cielo está abierto y los santos salen.
Los capítulos 5, 6 y 19 del Apocalipsis relatan lo que se verificará en los cielos una vez que la Iglesia haya entrado allí. Los santos, representados por los veinticuatro ancianos, están sentados alrededor del trono; vestidos de ropas blancas y ceñidas sus frentes de coronas de oro, adoran —postrados delante del que está sentado en el trono— diciendo: «Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación …» En el cap. 19 leemos: «Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero». ¡Que contraste más grande con lo que se describe en Mateo 25:11! En este pasaje del primer Evangelio, la Palabra nos hace oír el lamento de los que quedaron fuera; mientras que en Apocalipsis 19, percibimos los acentos de gozo triunfal de los que están dentro. Lector, ¿con cuál de estos dos grupos te hayas tú? Medítalo bien, ¡es una solemne pregunta de cuya respuesta depende tu condición eterna! ¿Perdido o salvo?, ¿fuera o dentro? ¿Cuál es tu estado? ¿Dónde estás tú?
«Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea», prosigue el capítulo 19 del Apocalipsis (vv. 11-16), donde vemos salir al Señor de los señores y al Rey de los reyes con sus ejércitos: «De su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso».
Echemos todavía una mirada al capítulo 25 de Mateo. Una interpretación bastante común —pero completamente errónea— pretende que la parábola de «las ovejas y de las cabras» es una ilustración del juicio final. Y a menudo se pregunta: «¿No hemos de estar todos allí, para ser entonces colocados unos entre las «ovejas», a Su derecha, otros entre las «cabras», a Su izquierda?» Sin el menor titubeo, contesto rotundamente que no.
Esta escena representa el juicio de las «Naciones» (o de «los gentiles») viviendo sobre la tierra cuando el Señor venga a establecer Su reino. No son israelitas por cuanto está escrito: «he aquí que este pueblo habitará solo, y entre las (demás) naciones no será contado» (Números 23:9). Tampoco se trata de los creyentes que componen la Iglesia, ya que en ella no puede haber tales distinciones como «griego y judío, circuncisión e incircuncisión» (véase Colosenses 3:11 y Hechos 15:14).
Cabe entonces preguntar: Si Israel y la Iglesia no forman parte de las «naciones» aquí juzgadas, ¿dónde pues se hallan éstos? Dejemos que conteste la Escritura.

1.       En cuanto a la Iglesia, los siguientes pasajes son concluyentes: «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Colosenses 3:4); «He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho impíamente …» (Jud. 14-15); «y vendrá Jehová mi Dios, y con él todos los santos … Y Jehová será rey sobre toda la tierra» (Zacarías 14:5 y 9); «Al que venciere», dice el Señor a los de Laodicea, «le daré que se siente conmigo en mi trono» (Apocalipsis 3:21). ¿Hay algo más claro que estos pasajes para demostrar cual será el lugar y la posición que ocuparán los «coherederos», el día que Aquel que es «constituido Heredero de todo» tome posesión de Su herencia?
2.       En cuanto al pueblo de Israel, recordemos en primer lugar que es «simiente de Abraham», según la carne, mientras que Jesús es «Hijo de David, hijo de Abraham» (Mateo 1:1). En Hebreos 2:16 leemos: «Porque ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham. Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos…» Por lo tanto, si como Hijo de David, Cristo es «Rey» de los Israelitas; como Hijo de Abraham puede hablar de ellos como siendo Sus «hermanos». Y, para cumplir la profecía encerrada en la bendición otorgada por el hijo de Abraham (Isaac) a Jacob, el Rey bendice a los que favorecieron a los hijos de Jacob, mientras que maldice a los que no lo hicieron; según estas palabras: «¡Malditos los que te maldijeren, Y benditos los que te bendijeren!» (Comparar Génesis 27:29 con Mateo 25:34 y 41).
Además de los creyentes que aparecerán con Él en gloria, según vimos en otros pasajes, el Señor menciona aquí tres grupos distintos: las «ovejas», las «cabras» y «mis hermanos». Estos últimos son, según la carne, los de Su propia nación; pero cabe preguntar: ¿quiénes son, entonces, las «ovejas» y las «cabras»?
Otras porciones bíblicas nos revelan que cuando la Iglesia haya sido arrebatada a la gloria habrá mensajeros judíos que llevarán un mensaje especial a «todas la naciones»: «Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin» (Mateo 24:14). Cabe que el tema principal de dicho mensaje sea la preparación para el advenimiento del verdadero «Rey». Algunos de éstos «gentiles», o de entre las «naciones», recibirán el testimonio, tratando bien a los mensajeros; mientras que otros no sólo rechazarán el mensaje, sino que aborrecerán a esos enviados maltratados y despreciados.
Notemos que es únicamente por este motivo —el modo de tratar a Sus «hermanos»— por lo que el Rey, en su venida, separa a las naciones, y finalmente las bendice o las maldice. Una parte de ellas está representada bajo el símil de las «ovejas», y la otra por las «cabras» o «cabritos». Los primeros (como Rut la moabita, llena de benevolencia para con Noemí, la viuda israelita), serán premiados con la participación de la gloria del reino milenario del Mesías sobre la tierra; y sabemos que el Señor tendrá en cuenta hasta el menor vaso de agua fría que se haya dado en nombre de discípulo (Mateo 10:42); mientras que los demás gentiles serán «cortados de la tierra» por el juicio.
Esta parábola no habla para nada de la resurrección ni del fin del mundo; ni tampoco el capítulo 19 del Apocalipsis, que presenta una escena análoga.
Sabemos que hay dos resurrecciones: la de los salvos, y la de los malvados; o según el Señor las llama: «la resurrección de vida, y la resurrección de —o para— condenación.» La primera se divide en tres fases:

1.       Cristo, «primicias de los que durmieron» (1 Corintios 15:20).
2.       Los creyentes que resucitarán —según vimos— cuando venga el Señor a buscar a su Iglesia (1 Tesalonicenses 4:16; 1 Corintios 15:52).
3.       Los mencionados en Apocalipsis 20:4-6: «los decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia… y vivieron y reinaron con Cristo mil años… Esta es la primera resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección».
La segunda resurrección, la de los malvados, se verificará después de los mil años del reinado de Cristo, según vemos claramente por éste texto: «Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años» (Apocalipsis 20:5). Al final de esa era de paz y de justicia, cuando habrán huido la tierra y el cielo que ahora son, entonces los muertos, «grandes y pequeños», serán juzgados delante del gran trono blanco, cada uno según sus obras: será la resurrección de condenación (Juan 5:29); «y cualquiera que no fue hallado escrito en el libro de la vida, fue arrojado en el lago de fuego». «Esta es la muerte segunda» (Apocalipsis 20:14-15).
Y el que recibió esta revelación añade: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva», de los que Pedro dice: «en los cuales mora la justicia» (2 Pedro 3:13). «Vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido…» Así, hasta el versículo 8 del cap. 21 de Apocalipsis que hemos empezado a citar, tenemos una descripción del estado eterno.
¡Bendito sea Dios por habernos revelado esas maravillosas realidades, y por el don del Espíritu Santo que nos las hace entender! «¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!» (Romanos 11:33)

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