domingo, 1 de octubre de 2017

En Búsqueda de una fe seria (Parte III)

Por Dave Hunt (1926-2013)


Jesús proclamó que Él es el único camino al cielo: “Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la ver­dad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí" (Juan 14:6). Él incluso llegó a decir, “Todos los que antes de mí vinieron, ladrones son y salteadores” (Juan 10:8) y eso incluye a Bu- da, Confucio, y así por demás. Cristo dice que todos ellos conducen a la destrucción. Con toda seguridad, Sus afir­maciones se merecen una cui­dadosa investigación.
Sin tomarnos el tiempo pa­ra explicar los muchos desa­cuerdos, es innegable que existen diferencias básicas en­tre las religiones, tan profun­das que parece irracional su­gerir que todas llevan al mis­mo lugar. Es sorprendente, sin embargo, pese a todas estas di­ferencias, que existe evidencia que todos los que siguen las religiones del mundo termina­rán realmente en el mismo lu­gar. Resulta interesante descu­brir que a través de los diver­sos sistemas religiosos mundiales, se comunican los principios a los cuales nos he­mos referido antes (doctrinas de demonios), los cuales pro­vienen del espíritu del mundo. Todas las religiones tienen en común una oposición univer­sal al Dios de la Biblia y su evangelio en lo que concierne a la salvación por fe y gracia únicamente. Este punto en co­mún las coloca a todas de un mismo lado, y al cristianismo del otro.
Ciertamente, es tan ancho el abismo entre el cristianismo y todas las demás religiones mundiales, que parece muy claro que los cristianos defini­tivamente llegarán a un desti­no eterno diferente al de los demás. Sí, las diversas religio­nes difieren en los detalles re­levantes a lo que es apaciguar a su propio dios o dioses, y los métodos de alcanzar el nirva­na, el moksha o el paraíso. Sin embargo, todos tienen en co­mún la creencia de que las metas de sus religiones de al­guna forma se pueden lograr por medio de sus propios es­fuerzos o fiel participación en los rituales y sacramentos. Ya sea por medio del yoga o por purgar un mal karma (en el ca­so de los hindúes), o por las buenas obras para los musul­manes (o muriendo en Jihad, la guerra santa, o en la Hajj, peregrinación a la Meca), o apaciguando los espíritus de las religiones tribales africanas y el shintoismo, o por las téc­nicas de meditación para esca­par al deseo y volver al vacío en el caso de los budistas, o por los sacramentos de una supuesta iglesia cristiana; en todos los casos se trata de un esfuerzo propio, el cual el Dios de la Biblia con firmeza nos di­ce que no aceptará.
La Biblia claramente dice: “Mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Romanos 4:5). Jesús dijo, “No he venido a llamar a justos, si­no a pecadores” (Marcos 2:17). Pablo enfatizaba ese punto: “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (1 Timoteo 1:15). Las religiones mundiales, junto con el cris­tianismo falso que emplea el sacramentalismo, intentan lo­grar que una persona sea lo suficientemente justa para el cielo. A diferencia de eso, la Bi­blia dice que uno debe admitir que es pecador, y creer en el evangelio para poder acceder al cielo.
La salvación bíblica es por la fe, y la fe necesariamente implica lo que no se ve.
No es cuestión de fe creer en lo que está presente en una forma visible. La fe al­canza al mundo invisible del espíritu y lo eterno. Y es aquí mismo donde encontramos un problema mayúsculo con los rituales y los sacramentos: ellos intentan rescatar el alma y el espíritu invisible e inma­terial del hombre con cere­monias materiales y visibles. No funciona.
Este grave error del sacra­mentalismo persiste incluso entre una mayoría de aquellos que se llaman a sí mismos cris­tianos. Ellos piensan que a tra­vés de la participación en los sacramentos visibles, y por lo tanto temporales, reciben los beneficios espirituales, eternos e invisibles. Lógicamente, eso es imposible. La Biblia decla­ra, “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). La salvación, debido a que es por fe, necesariamente implica lo eterno y lo invisible, y no aquello que se ve y que por lo tanto es temporal.
Es más, los rituales y los sa­cramentos no tienen nada que ver ni con la justicia ni con el castigo, y por lo tanto no pue­den pagar por nuestros pecados. Pensar en que Dios acep­taría los sacramentos como pago por la pena infinita que él ha prescrito sería como ima­ginarse que algún tipo de ri­tual podría complacer a una corte de justicia en lo que es el pago de una penalidad por un crimen de alto calibre.
La Biblia le da dos sacra­mentos al creyente: el bautis­mo y la comunión (también llamada la Cena del Señor). Ambos son recordatorios sim­bólicos de una transacción eterna y espiritual que ya se ha llevado a cabo: la muerte de Cristo por nuestros pecados y nuestra identificación con El por la fe en ese gran evento. Ni el bautismo ni la comunión nos salvan. Imaginarse que sí lo hicieran y apoyarse en am­bos para lograr siquiera la sal­vación parcial es rechazar la salvación que Dios ofrece en gracia a aquellos que creen en su promesa.
En ninguna de las religiones mundiales existe algún con­cepto que la justicia perfecta de Dios debe ser satisfecha pa­ra que el pecador pueda ser perdonado. En vez de eso, se ofrecen obras, rituales y expe­riencias místicas para aplacar a Dios y así obtener la salvación. La Biblia, sin embargo, declara a todo el mundo culpable de pecado delante de Dios e insis­te en que la culpa humana sólo puede ser perdonada en base a la justicia. La penalidad que Dios decretó debe ser pagada en su totalidad.
Este intento de ofrecer obras o rituales como pago por la salvación se lo puede ver in­cluso en algunos grupos que proclaman ser cristianos, pero que sin embargo inventan sus propias reglas de salvación en oposición al evangelio bíblico, el de la salvación por la fe y la gracia, sin las obras. La Biblia claramente dice: “...para que todo aquel que en El (Cristo) cree, no se pierda, más tenga vi­da eterna" (Juan 3:16); “Porque por gracia sois salvos, por me­dio de la fe... no por obras, para que nadie se gloríe" (Efesios 2:8,9); y “Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la reno­vación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador, para que jus­tificados por su gracia, viniése­mos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna" (Tito 3:5-7). El don de Dios por Su gracia es rechazado al in­tentar nosotros lograr siquiera un pago parcial.
Que las buenas obras no pueden pagar por los pecados no solo es bíblico, sino que además es lógico. Ni siquiera una multa de tránsito podría ser pagada así. No tendría vali­dez pedirle al juez que quite la multa por exceso de velocidad debido a que la parte culpable ha manejado más a menudo dentro de los límites de veloci­dad que fuera de los mismos. Tampoco ningún juez revoca­ría el pago por un determinado crimen en respuesta a la pro­mesa del transgresor de que nunca más desobedecería a la ley. El juez sencillamente diría: “Si usted no vuelve a desobe­decer la ley solo estará hacien­do lo que la misma demanda. No se acumulan beneficios ex­tra de esa manera, de modo que no tenga que pagar por haber quebrantado la ley ante­riormente. La penalidad es un asunto separado y debe ser pa­gado como está ordenado”.
Es más, la Biblia afirma que la justicia de Dios es infinita, y que el hombre, que es finito, no puede pagar la penalidad infinita que esta demanda. Es­taríamos separados de Dios para siempre si procuráramos obrar para quitarnos la deuda que tenemos ante Su justicia. Dios, siendo infinito, sí podría pagar esa penalidad infinita, pero no sería justo ya que Él no es uno de nosotros. Por lo tanto, Dios se hizo hombre a través del nacimiento virginal, para poder tomar sobre sí mis­mo, en nuestro lugar, el juicio que merecíamos. Y es única­mente basado en que la pena­lidad ha sido pagada en su to­talidad que Dios nos puede ofrecer el perdón.
Es asombroso que religio­nes que se apoyan en las bue­nas obras y en los rituales sean catalogadas de “fe.” La fe sólo se puede vincular con lo invisi­ble y lo eterno, y por lo tanto no se entreverá en las obras ni los rituales. Si procuramos una fe seria, sería una tontería bus­carla en las cosas visibles. In­cluso el mirar a una cruz o cru­cifijo visible no tiene ningún mérito. Lo que ocurrió en la cruz para nuestra salvación fue invisible y debe ser acepta­do por la fe.
La tortura visible que Cristo soportó, los azotes, la burla y el hecho que lo clavaran en la cruz, no es la base de nuestra salvación. El hacer la “señal de la cruz” o mostrar un crucifijo para apartar a Satanás o al mal no tiene ningún valor. Lo que hace posible que Dios ofrezca la salvación fue el juicio que Cristo soportó a manos de Dios como pago de la penali­dad por nuestros pecados. Ese sufrimiento, soportado por Cristo, fue totalmente invisible para el hombre, y siempre lo será. Es solamente por fe que creemos que Cristo pagó la pe­na y que recibimos la salva­ción eterna que Él ofrece.
La Biblia habla de “la fe que ha sido una vez dada a los san­tos” y declara que debemos contender “ardientemente” por esta verdad inmutable, debido a que existen falsos maestros, incluso dentro de la iglesia, los cuales en forma encubierta se le oponen (Judas 3,4). Judas no se refiere a creer que una ora­ción será respondida o que ocurrirá un evento. La fe es el cuerpo de la verdad que debe ser creída para que uno se transforme en un cristiano.
La Biblia no nos permite ne­gociar, discutir ni dialogar con las religiones del mundo (re­cuerde, el cristianismo no es una religión, sino que es distin­to de todas ellas) para encon­trar un común denominador. No existe un común denomi­nador en lo que se refiere a Dios, Jesucristo y la salvación. La propia sugerencia que el diálogo puede ser apropiado, niega que “la fe” tiene un con­tenido doctrinal único como un cuerpo definido de verdad, por la cual debemos contender fervientemente, y a la vez abre la puerta para que se negocie, teniendo interés sobre todo en las relaciones públicas.
Jesús no dijo, “Id por todo el mundo y dialoguen sobre su fe.” Él dijo, “Id por todo el mundo y predicad el evangelio...” (Mar­cos 16:15). Pablo no dialogó con los rabinos, filósofos y sa­cerdotes paganos. Él “discutía en la sinagoga con los judíos y piadosos, y en la plaza cada día...” (Hechos 17:17). ¿Lo hacía porque estaba enojado y le gustaba discutir? No, sino debi­do a que el destino eterno de sus oyentes dependía de si cre­ían o rechazaban el evangelio.
Una fe seria debe tomar bien en serio lo que Jesús dijo. No lo que alguien dijo acerca de lo que Jesús dijo, sino Sus mismas palabras, tal y como se registran en la Biblia. Y debemos enfrentar esta verdad por nos­otros mismos, no buscar a alguien más para que las inter­prete por nosotros, independientemen­te de las credenciales que la persona, igle­sia o institución pue­dan presentar para permitirnos que piensen por noso­tros. Debemos llegar a esta fe seria por nosotros mismos, ya que la fe seria es algo entre el individuo y Dios.

Llamada de Medianoche

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