domingo, 4 de octubre de 2015

Estudios sobre el libro del profeta MALAQUIAS (Parte IV)



CAPÍTULOS 2:10-17 y 3:1-15 LA CONDICIÓN DEL PUEBLO
Profanación y deslealtad
La segunda parte del capítulo 2 aborda un nuevo tema. Ya no se trata aquí del sacerdocio, sino del pueblo.
Parece que el versículo 10 es una confesión general: « ¿No tenemos todos un mismo padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios? ¿Por qué, pues, nos portamos deslealmente el uno contra el otro, profanando el pacto de nuestros padres?». Son como palabras de arrepentimiento puestas en boca de Judá, las que se realizarán más tarde, cuando el remanente reconozca su pecado. Así como los sacerdotes habían corrompido el pacto de Leví (v. 8), el pueblo también había profanado el pacto de sus padres. Ahora bien, ¿no eran todos ellos hijos de un mismo padre, criaturas de un solo Dios? No se trata aquí de la relación con el Padre, manifestada aquí en la tierra por Jesús, establecida por la obra de la cruz y proclamada en la resurrección de Cristo, relación de la cual tan sólo los cristianos participan, pues el Antiguo Testamento no la revela y ella nunca pertenecerá al pueblo judío como tal. La relación de la que nos habla este pasaje pertenece, por el contrario, a todos los hombres, judíos o gentiles, aunque los creyentes la poseen también de modo muy especial.
Por eso vemos, en Efesios 4:6, que hay «un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos». Nuestro pasaje habla de esta relación. Eran hermanos, ya que habían sido engendrados por el mismo Dios; y ¿acaso los hermanos obran pérfidamente el uno para con el otro? Su origen común, ¿no debía poner en sus corazones mutuos sentimientos de amor y benevolencia? El reproche contenido en este versículo corresponde a aquel que Jehová dirige, en el capítulo 1:6, a los sacerdotes: «Si, pues, soy yo padre, ¿dónde está mi honra?». Pero, aquí, el Espíritu de Dios coloca esta palabra, no en boca de Jehová, sino en la de los que tenían conciencia del miserable estado en el cual Israel había caído.
Lamentablemente, por el momento ese versículo 10 no representaba de ningún modo el estado moral del pueblo, impulsado a confesar sus pecados, pues está dicho: «Prevaricó Judá, y en Israel y en Jerusalén se ha cometido abominación; porque Judá ha profanado el santuario de Jehová que él amó, y se casó con hija de dios extraño» (v. 11). Dos rasgos caracterizan aquí la condición moral del pueblo: la profanación y la perfidia. Esta acusación nos recuerda el final del libro de Nehemías. A pesar de todas las exhortaciones de Esdras, dirigidas al pueblo y al sacerdocio, la nación había continuado aliándose con mujeres idólatras, y en eso los sacerdotes le habían dado el ejemplo. El profeta alude a esta circunstancia histórica. Judá, al profanar el pacto había profanado el santuario de Jehová —restaurado con sus propias manos y se había casado con la hija de un dios extraño (Nehemías 13:23-31). Al igual que sus sacerdotes, Judá, al regresar del cautiverio, no era idólatra, pero la alianza con la idolatría no difería de los ídolos. Era tanto más despreciable por cuanto osaba aliarse con el culto del verdadero Dios.
Lo mismo pasa con los cristianos que pactan con el mundo. Sea o no cristianizado, éste siempre sigue siendo el mismo mundo que dio muerte al Salvador. La amalgama entre los creyentes y el mundo no puede subsistir, y necesariamente llegará el momento en que el metal precioso será separado de las escorias y la cizaña será separada del buen grano para ser quemada. Por eso se dice aquí: «Jehová cortará de las tiendas de Jacob al hombre que hiciere esto» (v. 12).

Violación de la institución del matrimonio
A continuación, probablemente como consecuencia de sus relaciones culpables con idólatras, habían obrado pérfidamente para con sus propias mujeres: «Y esta otra vez haréis cubrir el altar de Jehová de lágrimas, de llanto y de clamor; así que no miraré más a la ofrenda, para aceptarla con gusto de vuestra mano. Mas diréis: ¿Por qué? Porque Jehová ha atestiguado entre ti y la mujer de tu juventud, contra la cual has sido desleal, siendo ella tu compañera, y la mujer de tu pacto» (v. 13-14). Ellos repudiaban a sus mujeres legítimas para casarse con mujeres idólatras; y esas pobres abandonadas cubrían con lloros y gemidos el altar de Jehová, mientras sus maridos acudían a él para ofrecer sus sacrificios. Violaban así, al sembrarla de dolores y ruinas, la alianza divina establecida en la creación entre el hombre y la mujer. En el principio, Dios había hecho una compañera para Adán. «¿No hizo él uno, habiendo en él abundancia de espíritu? ¿Y por qué uno? Porque buscaba una descendencia para Dios» (v. 15). Aun cuando había violado lo que Dios había establecido en la creación, este pueblo poseía «abundancia del Espíritu», según Hageo 2:5, en la persona de algunos fieles que, como lo veremos en el capítulo 3, se encontraban todavía entre ellos. ¿Por qué este solo Dios había insti-tuido el casamiento entre el primer hombre y la primera mujer? Porque buscaba «una descendencia para Dios». Sólo podía poseer un pueblo suyo de esta manera y no por medio de una alianza profana cuyo instigador era Satanás.
El profeta añade: «Guardaos, pues, en vuestro espíritu, y no seáis desleales para con la mujer de vuestra juventud. Porque Jehová Dios de Israel ha dicho que él aborrece el repudio, y al que cubre de iniquidad su vestido, dijo Jehová de los ejércitos» (v. 15-16). Los sacerdotes habían manchado sus vestidos, el pueblo había cubierto los suyos de violencia al cortar, sin misericordia, los sagrados lazos del matrimonio, agregando así violencia a la perfidia.

La cristiandad sigue el mismo camino
Todos los caracteres que acabamos de describir son también, moralmente, los de la cristiandad de nuestros días: se abandonan las relaciones entre hijos de un solo Padre; se relajan todos los lazos que Dios ha establecido; la alianza con el mundo se ha hecho regla; los ídolos han invadido los corazones; la corrupción y la violencia predominan por doquier. El mundo cristiano es indiferente a lo que Dios piensa de él y solamente se preocupa por la opinión de los hombres. Pregunta: «¿Por qué?» cuando
Dios declara no estar satisfecho con él y procura tocar su conciencia. El mundo asocia el mal con el nombre de Jehová, como si Dios pudiese aprobarlo o tolerarlo: «Habéis hecho cansar a Jehová con vuestras palabras. Y decís: ¿En qué le hemos cansado? En que decís: Cualquiera que hace mal agrada a Jehová, y en los tales se complace; o si no, ¿dónde está el Dios de justicia?» (v. 17).
En resumen, ¿se encuentra algo satisfactorio en este capítulo? En él, según la expresión de Isaías, todo es «herida, hinchazón y podrida llaga; no... curadas, ni vendadas» (Isaías 1:6). Sólo un faro luminoso brilla en estas tinieblas: la fidelidad del verdadero Leví. Éste responde a todos los deseos del corazón divino y, a pesar de todo, Dios proseguirá sus designios de amor y de gracia para con aquellos a quienes su gracia les asocia con Leví.
El capítulo 3 va a mostrarnos lo que el Señor espera de estos últimos y los caracteres que distinguen a los fieles de los últimos días.
Recordemos aquí que aquellos de Judá que habían vuelto del cautiverio y edificado el templo de Jerusalén no habían regresado a su tierra como remanente convertido. Eran un pueblo de profesantes, sujetos a la ley exteriormente, que habían reedificado el templo; pero el cautiverio en Babilonia de ninguna manera había cambiado sus corazones.
Como lo hemos visto, a ellos se refieren los dos primeros capítulos y el principio del tercero (v. 1-15). Este último continúa la exposición de la historia moral del pueblo, empezada en el versículo 10 del segundo capítulo. La palabra «vosotros» —la que se encuentra repetidas veces en este capítulo— se dirige tan sólo al pueblo no creyente que profesaba la ley, sobrepasando, como el primer versículo del capítulo 1 ya nos lo mostró, los límites de Jerusalén y de Judá para extenderse a todo el pueblo. «Vosotros, la nación toda» dice el versículo 9.
Sin embargo, en los versículos que nos ocupan hay una diferencia notable con los dos primeros capítulos. Éstos se dirigen tan sólo a la nación, considerada bajo su aspecto religioso o civil, mientras que el tercer capítulo se refiere, desde el principio, a un verdadero remanente, no ya Leví solamente, un hombre, figura de Cristo (2:5-6), sino los hijos de Leví (3:3), asociados, en su servicio, con su fiel jefe, como nosotros, los cristianos, lo estamos con Cristo.
Esto equivale a decir que Dios se asegura de formarse un remanente en medio de un pueblo que carece de valor moral a sus ojos, desprovisto de conocimiento y sin afecto hacia él. Este remanente — o conjunto de creyentes— pone su confianza en Jehová y espera su venida.
Ya hice resaltar, en varias ocasiones, la analogía que existe entre el estado descrito por Malaquías y el de la cristiandad profesante de nuestros días. Al cotejar aquella profecía con las tres últimas epístolas del Apocalipsis, vemos que el estado de muerte y de mancha que se le reprocha a Sardis, la tibieza y la autosatisfacción que caracteriza a Laodicea —todos ellos rasgos del adulterado protestantismo de nuestros días— son como un comentario de estos capítulos de Malaquías. Y si el último de ellos nos muestra que Dios confía su servicio a los hijos de Leví, el Apocalipsis nos enseña también que el Señor se reserva, en Filadelfia, un testimonio para los últimos días, hasta que él venga a recoger a sus elegidos e introducirlos con él en la gloria.

Estas grandes verdades resaltarán más definidamente a medida que avancemos en el estudio de este capítulo. Pero antes el Señor anuncia a este pueblo un acontecimiento de la mayor importancia: la venida de Cristo. «He aquí, yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí; y vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros. He aquí viene, ha dicho Jehová de los ejércitos» (v. 1).
Cuando el profeta dice: «el Señor a quien vosotros buscáis», no significa que hubiese, en el corazón del pueblo como tal, algo vivo para Dios. Israel —y Judá en particular— esperaba la venida de su Mesías, como lo vemos en los evangelios. Él pensaba que este Mesías, hijo de David, restablecería todas las cosas y sacaría a su pueblo de debajo del yugo de las naciones para establecer su propio reino en Israel. El pueblo esperaba con impaciencia a este Rey prometido, para ser liberado de la servidumbre a la que le tenían sujeto los gentiles y ver restablecidos sus gloriosos privilegios. Por eso se le llama: «El Señor a quien vosotros buscáis» y «el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros», pues debía introducir al pueblo en las bendiciones futuras, en virtud de su pacto con Israel.
Uno puede muy bien esperar una felicidad venidera sin darse cuenta de sus relaciones actuales con Dios. Ayer oí a un hombre del mundo afirmar que habría un reinado de paz en la tierra, que la guerra sería abolida y que los hombres disfrutarían de felicidad aquí abajo. En todos los tiempos se ha hablado así. En la antigüedad pagana, uno de sus propios profetas anunciaba estas cosas al pueblo romano. Los que creen en ellas o las desean pueden tener conciencias endurecidas en cuanto a su estado de pecado y a la necesidad de comparecer ante un Dios justo y santo.
El profeta predice aquí que la venida del Señor será anunciada por el precursor: «He aquí, yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí», lo que tuvo lugar cuando Juan el Bautista apareció en medio del pueblo. En Mateo 11:9 Jesús dice a la muchedumbre: — ¿Pero, qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Porque éste es de quien está escrito: He aquí, yo envío mi mensajero delante de tu faz, el cual preparará tu camino delante de ti».
«Y vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis». Este pasaje no separa la venida del Señor a su templo del momento en el que Juan el Bautista apareció para anunciar esta venida. Pero, para que este gran hecho tuviera lugar efectivamente, hacía falta que el pueblo recibiera el bautismo de arrepentimiento, único medio para preparar el camino delante de los pasos del Mesías.

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