CAPÍTULOS 2:10-17 y 3:1-15 LA CONDICIÓN DEL PUEBLO
Profanación y deslealtad
La segunda parte del capítulo 2 aborda un nuevo tema. Ya no se trata
aquí del sacerdocio, sino del pueblo.
Parece que el versículo 10 es una confesión general: « ¿No tenemos todos
un mismo padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios? ¿Por qué, pues, nos portamos
deslealmente el uno contra el otro, profanando el pacto de nuestros padres?».
Son como palabras de arrepentimiento puestas en boca de Judá, las que se
realizarán más tarde, cuando el remanente reconozca su pecado. Así como los
sacerdotes habían corrompido el pacto de Leví (v. 8), el pueblo también había
profanado el pacto de sus padres. Ahora bien, ¿no eran todos ellos hijos de un
mismo padre, criaturas de un solo Dios? No se trata aquí de la relación con el
Padre, manifestada aquí en la tierra por Jesús, establecida por la obra de la
cruz y proclamada en la resurrección de Cristo, relación de la cual tan sólo
los cristianos participan, pues el Antiguo Testamento no la revela y ella nunca
pertenecerá al pueblo judío como tal. La relación de la que nos habla este
pasaje pertenece, por el contrario, a todos los hombres, judíos o gentiles,
aunque los creyentes la poseen también de modo muy especial.
Por eso vemos, en Efesios 4:6, que hay «un Dios y Padre de todos, el
cual es sobre todos, y por todos, y en todos». Nuestro pasaje habla de esta
relación. Eran hermanos, ya que habían sido engendrados por el mismo Dios; y
¿acaso los hermanos obran pérfidamente el uno para con el otro? Su origen
común, ¿no debía poner en sus corazones mutuos sentimientos de amor y
benevolencia? El reproche contenido en este versículo corresponde a aquel que
Jehová dirige, en el capítulo 1:6, a los sacerdotes: «Si, pues, soy yo padre,
¿dónde está mi honra?». Pero, aquí, el Espíritu de Dios coloca esta palabra, no
en boca de Jehová, sino en la de los que tenían conciencia del miserable estado
en el cual Israel había caído.
Lamentablemente, por el momento ese versículo 10 no representaba de
ningún modo el estado moral del pueblo, impulsado a confesar sus pecados, pues
está dicho: «Prevaricó Judá, y en Israel y en Jerusalén se ha cometido
abominación; porque Judá ha profanado el santuario de Jehová que él amó, y se
casó con hija de dios extraño» (v. 11). Dos rasgos caracterizan aquí la
condición moral del pueblo: la profanación y la perfidia. Esta acusación nos
recuerda el final del libro de Nehemías. A pesar de todas las exhortaciones de
Esdras, dirigidas al pueblo y al sacerdocio, la nación había continuado
aliándose con mujeres idólatras, y en eso los sacerdotes le habían dado el
ejemplo. El profeta alude a esta circunstancia histórica. Judá, al profanar el
pacto había profanado el santuario de Jehová —restaurado con sus propias manos
y se había casado con la hija de un dios extraño (Nehemías 13:23-31). Al igual
que sus sacerdotes, Judá, al regresar del cautiverio, no era idólatra, pero la
alianza con la idolatría no difería de los ídolos. Era tanto más despreciable
por cuanto osaba aliarse con el culto del verdadero Dios.
Lo mismo pasa con los cristianos que pactan con el mundo. Sea o no
cristianizado, éste siempre sigue siendo el mismo mundo que dio muerte al
Salvador. La amalgama entre los creyentes y el mundo no puede subsistir, y
necesariamente llegará el momento en que el metal precioso será separado de las
escorias y la cizaña será separada del buen grano para ser quemada. Por eso se
dice aquí: «Jehová cortará de las tiendas de Jacob al hombre que hiciere esto»
(v. 12).
Violación de la institución del
matrimonio
A continuación, probablemente como consecuencia de sus relaciones
culpables con idólatras, habían obrado pérfidamente para con sus propias
mujeres: «Y esta otra vez haréis cubrir el altar de Jehová de lágrimas, de
llanto y de clamor; así que no miraré más a la ofrenda, para aceptarla con
gusto de vuestra mano. Mas diréis: ¿Por qué? Porque Jehová ha atestiguado entre
ti y la mujer de tu juventud, contra la cual has sido desleal, siendo ella tu
compañera, y la mujer de tu pacto» (v. 13-14). Ellos repudiaban a sus mujeres
legítimas para casarse con mujeres idólatras; y esas pobres abandonadas cubrían
con lloros y gemidos el altar de Jehová, mientras sus maridos acudían a él para
ofrecer sus sacrificios. Violaban así, al sembrarla de dolores y ruinas, la
alianza divina establecida en la creación entre el hombre y la mujer. En el
principio, Dios había hecho una compañera para Adán. «¿No hizo él uno, habiendo
en él abundancia de espíritu? ¿Y por qué uno? Porque buscaba una descendencia
para Dios» (v. 15). Aun cuando había violado lo que Dios había establecido en
la creación, este pueblo poseía «abundancia del Espíritu», según Hageo 2:5, en
la persona de algunos fieles que, como lo veremos en el capítulo 3, se
encontraban todavía entre ellos. ¿Por qué este solo Dios había insti-tuido el
casamiento entre el primer hombre y la primera mujer? Porque buscaba «una
descendencia para Dios». Sólo podía poseer un pueblo suyo de esta manera y no
por medio de una alianza profana cuyo instigador era Satanás.
El profeta añade: «Guardaos, pues, en vuestro espíritu, y no seáis
desleales para con la mujer de vuestra juventud. Porque Jehová Dios de Israel
ha dicho que él aborrece el repudio, y al que cubre de iniquidad su vestido,
dijo Jehová de los ejércitos» (v. 15-16). Los sacerdotes habían manchado sus
vestidos, el pueblo había cubierto los suyos de violencia al cortar, sin
misericordia, los sagrados lazos del matrimonio, agregando así violencia a la
perfidia.
La cristiandad sigue el mismo
camino
Todos los caracteres que acabamos de describir son también, moralmente,
los de la cristiandad de nuestros días: se abandonan las relaciones entre hijos
de un solo Padre; se relajan todos los lazos que Dios ha establecido; la
alianza con el mundo se ha hecho regla; los ídolos han invadido los corazones;
la corrupción y la violencia predominan por doquier. El mundo cristiano es
indiferente a lo que Dios piensa de él y solamente se preocupa por la opinión
de los hombres. Pregunta: «¿Por qué?» cuando
Dios declara no
estar satisfecho con él y procura tocar su conciencia. El mundo asocia el mal
con el nombre de Jehová, como si Dios pudiese aprobarlo o tolerarlo: «Habéis
hecho cansar a Jehová con vuestras palabras. Y decís: ¿En qué le hemos cansado?
En que decís: Cualquiera que hace mal agrada a Jehová, y en los tales se
complace; o si no, ¿dónde está el Dios de justicia?» (v. 17).
En resumen, ¿se encuentra algo satisfactorio en este capítulo? En él,
según la expresión de Isaías, todo es «herida, hinchazón y podrida llaga; no...
curadas, ni vendadas» (Isaías 1:6). Sólo un faro luminoso brilla en estas
tinieblas: la fidelidad del verdadero Leví. Éste responde a todos los deseos
del corazón divino y, a pesar de todo, Dios proseguirá sus designios de amor y
de gracia para con aquellos a quienes su gracia les asocia con Leví.
El capítulo 3 va a mostrarnos lo que el Señor espera de estos últimos y
los caracteres que distinguen a los fieles de los últimos días.
Recordemos aquí que aquellos de Judá que habían vuelto del cautiverio y edificado
el templo de Jerusalén no habían regresado a su tierra como remanente
convertido. Eran un pueblo de profesantes, sujetos a la ley exteriormente, que
habían reedificado el templo; pero el cautiverio en Babilonia de ninguna manera
había cambiado sus corazones.
Como lo hemos visto, a ellos se refieren los dos primeros capítulos y el
principio del tercero (v. 1-15). Este último continúa la exposición de la
historia moral del pueblo, empezada en el versículo 10 del segundo capítulo. La
palabra «vosotros» —la que se encuentra repetidas veces en este capítulo— se
dirige tan sólo al pueblo no creyente que profesaba la ley, sobrepasando, como
el primer versículo del capítulo 1 ya nos lo mostró, los límites de Jerusalén y
de Judá para extenderse a todo el pueblo. «Vosotros, la nación toda» dice el
versículo 9.
Sin embargo, en los versículos que nos ocupan hay una diferencia notable
con los dos primeros capítulos. Éstos se dirigen tan sólo a la nación,
considerada bajo su aspecto religioso o civil, mientras que el tercer capítulo
se refiere, desde el principio, a un verdadero remanente, no ya Leví solamente,
un hombre, figura de Cristo (2:5-6), sino los hijos de Leví (3:3), asociados,
en su servicio, con su fiel jefe, como nosotros, los cristianos, lo estamos con
Cristo.
Esto equivale a decir que Dios se asegura de formarse un remanente en
medio de un pueblo que carece de valor moral a sus ojos, desprovisto de
conocimiento y sin afecto hacia él. Este remanente — o conjunto de creyentes—
pone su confianza en Jehová y espera su venida.
Ya hice resaltar, en varias ocasiones, la analogía que existe entre el
estado descrito por Malaquías y el de la cristiandad profesante de nuestros
días. Al cotejar aquella profecía con las tres últimas epístolas del
Apocalipsis, vemos que el estado de muerte y de mancha que se le reprocha a
Sardis, la tibieza y la autosatisfacción que caracteriza a Laodicea —todos
ellos rasgos del adulterado protestantismo de nuestros días— son como un
comentario de estos capítulos de Malaquías. Y si el último de ellos nos muestra
que Dios confía su servicio a los hijos de Leví, el Apocalipsis nos enseña
también que el Señor se reserva, en Filadelfia, un testimonio para los últimos
días, hasta que él venga a recoger a sus elegidos e introducirlos con él en la
gloria.
Estas grandes verdades resaltarán más definidamente a medida que
avancemos en el estudio de este capítulo. Pero antes el Señor anuncia a este
pueblo un acontecimiento de la mayor importancia: la venida de Cristo. «He aquí,
yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí; y vendrá
súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del
pacto, a quien deseáis vosotros. He aquí viene, ha dicho Jehová de los
ejércitos» (v. 1).
Cuando el profeta dice: «el Señor a quien vosotros buscáis», no
significa que hubiese, en el corazón del pueblo como tal, algo vivo para Dios.
Israel —y Judá en particular— esperaba la venida de su Mesías, como lo vemos en
los evangelios. Él pensaba que este Mesías, hijo de David, restablecería todas
las cosas y sacaría a su pueblo de debajo del yugo de las naciones para
establecer su propio reino en Israel. El pueblo esperaba con impaciencia a este
Rey prometido, para ser liberado de la servidumbre a la que le tenían sujeto
los gentiles y ver restablecidos sus gloriosos privilegios. Por eso se le
llama: «El Señor a quien vosotros buscáis» y «el ángel del pacto, a quien
deseáis vosotros», pues debía introducir al pueblo en las bendiciones futuras,
en virtud de su pacto con Israel.
Uno puede muy bien esperar una felicidad venidera sin darse cuenta de
sus relaciones actuales con Dios. Ayer oí a un hombre del mundo afirmar que
habría un reinado de paz en la tierra, que la guerra sería abolida y que los
hombres disfrutarían de felicidad aquí abajo. En todos los tiempos se ha
hablado así. En la antigüedad pagana, uno de sus propios profetas anunciaba
estas cosas al pueblo romano. Los que creen en ellas o las desean pueden tener
conciencias endurecidas en cuanto a su estado de pecado y a la necesidad de
comparecer ante un Dios justo y santo.
El profeta predice aquí que la venida del Señor será anunciada por el
precursor: «He aquí, yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante
de mí», lo que tuvo lugar cuando Juan el Bautista apareció en medio del pueblo.
En Mateo 11:9 Jesús dice a la muchedumbre: — ¿Pero, qué salisteis a ver? ¿A un
profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Porque éste es de quien está escrito:
He aquí, yo envío mi mensajero delante de tu faz, el cual preparará tu camino
delante de ti».
«Y
vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis». Este pasaje
no separa la venida del Señor a su templo del momento en el que Juan el
Bautista apareció para anunciar esta venida. Pero, para que este gran hecho
tuviera lugar efectivamente, hacía falta que el pueblo recibiera el bautismo de
arrepentimiento, único medio para preparar el camino delante de los pasos del
Mesías.
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