Hay
dos líneas de verdad muy claramente distinguidas en la Escritura, y que son
confundidas a menudo por los que no leen con discriminación, y que no suelen
usar bien la palabra de verdad. Me refiero a los temas de “la salvación por la
gracia” y “las recompensas por el servicio”. Al lector casual del Nuevo
Testamento le puede parecer a veces que hay una contradicción. En un lugar se
nos dice claramente que somos salvos sólo por la gracia, obras aparte, pero en
otro lugar se nos dice igualmente claro que seremos recompensados según
nuestras obras.
Nuestra
alma sólo dejará de ocuparse consigo misma y se gozará de la paz y gracia de
Dios si aprendemos la mente del Espíritu respecto a estas dos verdades tan
distintas. Seremos entonces libres para servir a Dios gozosos sabiendo que la
cuestión de nuestros pecados queda resuelta para siempre. Por otra parte,
veremos que el corazón agradecido al Señor y Redentor es motivado a servirle.
Él, en Su maravillosa benignidad, toma nota de todo lo hecho para Él, y nos lo
recompensará.
Al
comienzo será bueno considerar un número de Escrituras que presentan estas
varias fases de la verdad. En Romanos 4:3-5 leemos:
“Porque
¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia.
Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; más
al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada
por justicia”.
Aquí
aprendemos que como Abraham fue contado justo delante de Dios en base solamente
a la fe, también hoy los creyentes somos justificados de toda nuestra impiedad
al instante de confiar en el Señor Jesucristo. Si fuera de otra manera, si
tuviéramos que mostramos dignos antes de ser salvos, nuestra salvación no sería
de gracia, porque estaríamos poniéndole a Dios como nuestro deudor. Si la
salvación es una recompensa por servicio, entonces claramente Dios la debería a
aquel que fielmente rinde cualquier servicio que Él demandara, y se salvaría el
alma a cambio de buenas obras hechas. Esto, por supuesto, no sería por gracia.
¡Cuán distinto es el principio por el cual somos justificados! La justificación
es otorgada “al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío”. Nada
está más claro que esto, y sin embargo, ¡cuántos siguen tropezando aquí!
Ahora
enlazamos este texto con Efesios 2:8-10.
“Porque
por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no es de vosotros, pues es
don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya,
creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano
para que anduviésemos en ellas”.
Aquí
de nuevo se manifiesta la preciosa verdad de que la salvación es totalmente por
la gracia por medio de la fe; esto es, al creer el testimonio que Dios ha dado.
“La fe es por el oír, y el oír por la palabra de Dios” (Ro. 10:17). Por lo
tanto, aun la fe por la cual somos salvos no es en ningún sentido de nosotros;
es don de Dios, porque Él ha dado al ser humano la capacidad de creer. Sin
embargo, no podemos creer hasta que escuchemos Su testimonio, Su Palabra.
Cuando el testimonio de Dios nos llega en el poder del Espíritu Santo y
depositamos en Él nuestra confianza, somos salvos. Esto no deja ningún lugar
para las obras como causa en la salvación. De otro modo tendríamos motivos de
jactancia, pero no los tenemos. Si pudiera ganar al cielo por mi devoción a
Cristo en esta vida, entonces tendría buena razón por la que felicitarme por
toda la eternidad: por aquella devoción mía que trajo el resultado tan bendito.
Pero en el cielo ningún santo jamás se dará crédito por nada que haya hecho. La
canción de todos los redimidos será: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros
pecados con su sangre...sea gloria e imperio por los siglos de los siglos.
Amén” (Ap. 1:5-6).
Y,
sin embargo, en el versículo 10 de nuestro pasaje se nos dice muy claramente
que somos creados en Cristo Jesús para buenas obras; esto es, que no entramos
en la nueva creación a través de buenas obras, pero habiendo sido traído a la
nueva creación por medio de la fe, ahora nos incumbe como hijos obedientes
andar en justicia delante de Dios. Debemos vivir en las buenas obras que Dios
ha preparado para caracterizar a los que son salvos.
En
1 Corintios 3, el apóstol Pablo nos habla de la prueba que evidentemente tomará
lugar en el tribunal de Cristo. Notemos los versículos 11-15:
“Porque
nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es
Jesucristo. Y si sobre este fundamento alguno edificare oro, plata, piedras
preciosas, madera, heno, hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta;
porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de cada
uno cuál sea, el fuego la probará. Si permaneciere la obra de alguno que
sobreedificó, recibirá recompensa. Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá
pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque, así como por fuego”.
Según
este pasaje, cada creyente es un obrero que edifica sobre el fundamento que ya
ha sido puesto, el cual es Jesucristo. Puede que su obra sea según el I
Espíritu -comparada a oro, plata y piedras preciosas- o que sea según la carne
- comparada a madera, heno y hojarasca. Ese día de la manifestación (v. 13)
revelará lo que es de Dios y lo que no. Para aquella obra que permanece, se
dará recompensa. Pero si la obra no permanece sino desaparece en los fuegos del
juicio, entonces por ella y el tiempo perdido, aquel creyente sufrirá pérdida.
No obstante, su salvación no está en peligro. Si no fuera salvo, no aparecería
en esta escena de prueba. La destrucción de sus obras no toca la cuestión de su
salvación personal. Aunque todo fuera quemado, él mismo será salvo, aunque, así
como por fuego.
Otro
pasaje de ayuda en esta conexión está en Hebreos 10:35-36.
“No
perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene grande galardón; porque os es necesaria
la paciencia, para que, habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la
promesa”.
Esta
exhortación se dirige a personas que ya son salvas: “no perdáis, pues, vuestra confianza que tiene grande galardón”.
Este mismo principio fue verdad en tiempos antiguos, porque leemos en el
capítulo 11 de Hebreos lo siguiente acerca de un gran líder en Israel:
“Por
la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de faraón,
escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los
deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de
Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el
galardón”.
No
cabe duda de que cuando Moisés hizo su gran renuncia y dejó un trono para una
tienda en el desierto, él ya era un alma vivificada, un hijo de Dios, en quien
la fe justificadora moraba. Lo sabemos porque su ojo discernía el galardón, y
su corazón y mira estaban puestos en lo que pertenece a las edades eternas. Es
algo reservado para el que valora el testimonio de Dios antes que la comodidad
y conveniencia personal.
Un
versículo del mismo sentir está en 2 Juan 8,
“Mirad por vosotros
mismos, para que no perdáis el fruto de vuestro trabajo, sino que recibáis
galardón completo”.
Ningún
creyente puede perder su salvación, porque ella no está encargada a su cuidado.
Se nos dice esto claramente en Juan 10:27-29,
“Mis
ovejas oyen mi vos, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y
no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las
dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre”.
Pero
podemos perder al menos una porción de nuestro galardón.
Hay
dos versículos en el libro de Apocalipsis que encajan hermosamente en relación
con esto. En el 3:11 el Señor anuncia Su retomo inminente, diciendo:
“He aquí, yo vengo
pronto; retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona”.
En
el 22:12 Él dice:
“He aquí yo vengo
pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra”.
Estos
dos textos hacen muy clara una cosa que forma la base de un estudio interesante
y provechoso para nuestro ánimo y advertencia. El galardón del cual el segundo
texto habla es lo mismo que la corona en el primer texto.
Cualquiera
puede comprobar esto en seguida, si busca la palabra “corona” en una
concordancia analítica o un diccionario expositivo. Hay dos palabras
traducidas “corona” en el Nuevo Testamento. Una es literalmente “diadema”, y se
refiera a la corona real que lleva un rey o emperador. Esta es la palabra
empleada en Apocalipsis 12, 13 y 19. En la primera instancia el gran dragón
escarlata, “la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás” aparece
llevando siete diademas. Es el príncipe de este mundo. Entonces vemos la bestia
del capítulo 13, el príncipe que ha de venir que Daniel 9 menciona, llevando
diez diademas. Este es el hombre escogido por Satanás, quien un día se
levantará y aceptará la oferta que nuestro bendito Señor despreció en el monte
de la tentación. Se le ofrecerá todos los reinos del mundo y la gloria de
ellos, prometiéndole ser el gobernador de ellos si adora al adversario. En el
capítulo 19 de Apocalipsis el Señor mismo vendrá para tomar “el reino” (observa
que no dice: “los reinos”), y Juan lo describe así: “había en su cabeza muchas
diademas El reinará como Rey de reyes y Señor de señores.
(continuará)
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