martes, 3 de abril de 2018

SALVACIÓN Y RECOMPENSA

Hay dos líneas de verdad muy clara­mente distinguidas en la Escritura, y que son confundidas a menudo por los que no leen con discriminación, y que no suelen usar bien la palabra de verdad. Me refiero a los temas de “la salvación por la gracia” y “las recompensas por el servicio”. Al lector casual del Nuevo Testamento le puede parecer a veces que hay una contradicción. En un lugar se nos dice claramente que somos salvos sólo por la gracia, obras aparte, pero en otro lugar se nos dice igualmente claro que seremos recompensados según nuestras obras.
Nuestra alma sólo dejará de ocupar­se consigo misma y se gozará de la paz y gracia de Dios si aprendemos la mente del Espíritu respecto a estas dos verdades tan distintas. Seremos entonces libres para servir a Dios gozosos sabiendo que la cues­tión de nuestros pecados queda resuelta para siempre. Por otra parte, veremos que el corazón agradecido al Señor y Redentor es motivado a servirle. Él, en Su maravillosa benignidad, toma nota de todo lo hecho para Él, y nos lo recompensará.
Al comienzo será bueno considerar un número de Escrituras que presentan es­tas varias fases de la verdad. En Romanos 4:3-5 leemos:

“Porque ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia. Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; más al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”.

Aquí aprendemos que como Abraham fue contado justo delante de Dios en base solamente a la fe, también hoy los creyentes somos justificados de toda nuestra impiedad al instante de confiar en el Señor Jesucristo. Si fuera de otra manera, si tuviéramos que mostramos dignos antes de ser salvos, nuestra salvación no sería de gracia, porque estaríamos poniéndole a Dios como nuestro deudor. Si la salvación es una recompensa por servicio, entonces claramente Dios la debería a aquel que fielmente rinde cualquier servicio que Él demandara, y se salvaría el alma a cambio de buenas obras hechas. Esto, por supues­to, no sería por gracia. ¡Cuán distinto es el principio por el cual somos justificados! La justificación es otorgada “al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío”. Nada está más claro que esto, y sin embargo, ¡cuántos siguen tropezando aquí!
Ahora enlazamos este texto con Efesios 2:8-10.

“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no es de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cris­to Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de ante­mano para que anduviésemos en ellas”.

Aquí de nuevo se manifiesta la preciosa verdad de que la salvación es totalmente por la gracia por medio de la fe; esto es, al creer el testimonio que Dios ha dado. “La fe es por el oír, y el oír por la palabra de Dios” (Ro. 10:17). Por lo tanto, aun la fe por la cual somos salvos no es en ningún sentido de nosotros; es don de Dios, porque Él ha dado al ser hu­mano la capacidad de creer. Sin embargo, no podemos creer hasta que escuchemos Su testimonio, Su Palabra. Cuando el tes­timonio de Dios nos llega en el poder del Espíritu Santo y depositamos en Él nuestra confianza, somos salvos. Esto no deja ningún lugar para las obras como causa en la salvación. De otro modo tendríamos motivos de jactancia, pero no los tenemos. Si pudiera ganar al cielo por mi devoción a Cristo en esta vida, entonces tendría buena razón por la que felicitarme por toda la eternidad: por aquella devoción mía que trajo el resultado tan bendito. Pero en el cielo ningún santo jamás se dará crédito por nada que haya hecho. La canción de todos los redimidos será: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre...sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén” (Ap. 1:5-6).
Y, sin embargo, en el versículo 10 de nuestro pasaje se nos dice muy claramente que somos creados en Cristo Jesús para buenas obras; esto es, que no entramos en la nueva creación a través de buenas obras, pero habiendo sido traído a la nue­va creación por medio de la fe, ahora nos incumbe como hijos obedientes andar en justicia delante de Dios. Debemos vivir en las buenas obras que Dios ha preparado para caracterizar a los que son salvos.
En 1 Corintios 3, el apóstol Pablo nos habla de la prueba que evidentemente tomará lugar en el tribunal de Cristo. No­temos los versículos 11-15:

“Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo. Y si sobre este fundamento algu­no edificare oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, ho­jarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará. Si permaneciere la obra de alguno que sobreedifi­có, recibirá recompensa. Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque, así como por fuego”.

Según este pasaje, cada creyente es un obrero que edifica sobre el funda­mento que ya ha sido puesto, el cual es Jesucristo. Puede que su obra sea según el I Espíritu -comparada a oro, plata y piedras preciosas- o que sea según la carne - com­parada a madera, heno y hojarasca. Ese día de la manifestación (v. 13) revelará lo que es de Dios y lo que no. Para aquella obra que permanece, se dará recompensa. Pero si la obra no permanece sino desaparece en los fuegos del juicio, entonces por ella y el tiempo perdido, aquel creyente sufrirá pérdida. No obstante, su salvación no está en peligro. Si no fuera salvo, no aparecería en esta escena de prueba. La destrucción de sus obras no toca la cuestión de su salvación personal. Aunque todo fuera quemado, él mismo será salvo, aunque, así como por fuego.
Otro pasaje de ayuda en esta co­nexión está en Hebreos 10:35-36.

“No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene grande galardón; porque os es nece­saria la paciencia, para que, habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa”.

Esta exhortación se dirige a perso­nas que ya son salvas: “no perdáis, pues, vuestra confianza que tiene grande galar­dón”. Este mismo principio fue verdad en tiempos antiguos, porque leemos en el capítulo 11 de Hebreos lo siguiente acerca de un gran líder en Israel:

“Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de faraón, escogien­do antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón”.

No cabe duda de que cuando Moisés hizo su gran renuncia y dejó un trono para una tienda en el desierto, él ya era un alma vivificada, un hijo de Dios, en quien la fe justificadora moraba. Lo sabemos porque su ojo discernía el galardón, y su corazón y mira estaban puestos en lo que pertenece a las edades eternas. Es algo reservado para el que valora el testimonio de Dios antes que la comodidad y conveniencia personal.
Un versículo del mismo sentir está en 2 Juan 8,

“Mirad por vosotros mismos, para que no perdáis el fruto de vuestro trabajo, sino que recibáis galardón completo”.

Ningún creyente puede perder su salvación, porque ella no está encargada a su cuidado. Se nos dice esto claramente en Juan 10:27-29,

“Mis ovejas oyen mi vos, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perece­rán jamás, ni nadie las arreba­tará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre”.

Pero podemos perder al menos una porción de nuestro galardón.
Hay dos versículos en el libro de Apocalipsis que encajan hermosamente en relación con esto. En el 3:11 el Señor anuncia Su retomo inminente, diciendo:

“He aquí, yo vengo pronto; retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona”.

En el 22:12 Él dice:

“He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno se­gún sea su obra”.

Estos dos textos hacen muy clara una cosa que forma la base de un estudio interesante y provechoso para nuestro ánimo y advertencia. El galardón del cual el segundo texto habla es lo mismo que la corona en el primer texto.
Cualquiera puede comprobar esto en seguida, si busca la palabra “corona” en una concordancia analítica o un dicciona­rio expositivo. Hay dos palabras traducidas “corona” en el Nuevo Testamento. Una es literalmente “diadema”, y se refiera a la corona real que lleva un rey o emperador. Esta es la palabra empleada en Apocalip­sis 12, 13 y 19. En la primera instancia el gran dragón escarlata, “la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás” aparece llevando siete diademas. Es el príncipe de este mundo. Entonces vemos la bestia del capítulo 13, el príncipe que ha de venir que Daniel 9 menciona, llevando diez diademas. Este es el hombre escogido por Satanás, quien un día se levantará y aceptará la oferta que nuestro bendito Se­ñor despreció en el monte de la tentación. Se le ofrecerá todos los reinos del mundo y la gloria de ellos, prometiéndole ser el gobernador de ellos si adora al adversario. En el capítulo 19 de Apocalipsis el Señor mismo vendrá para tomar “el reino” (ob­serva que no dice: “los reinos”), y Juan lo describe así: “había en su cabeza muchas diademas El reinará como Rey de reyes y Señor de señores.
(continuará)

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