lunes, 2 de septiembre de 2019

ESCENAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (36)


Las ciudades de refugio


Era una ley entre los hombres desde el principio del mundo que el hombre que matase a su prójimo debía ser muerto de su semejante, sin tenerle misericordia. Se consideraba ser el deber del pariente más cercano vengarse de la sangre inocente.

Cuando los israelitas estaban por entrar a la tierra que les había sido prometido, el Señor les dio mandamiento de apartar seis de aquellas ciudades de su posesión como lugares de refugio. Tres de aquellas se hallaban de la parte más allá del Jordán, hacia el desierto, mientras que las otras tres eran de la parte de acá. Esta provisión era para que el hombre que, por equivocación, matase a su prójimo pudiera correr allí y refugiarse del peligro de ser muerto.

Cuando sucedía una desgracia entre los hombres, como si un hombre trabajaba con un hacha y el hacha caía del cabo y daba contra el prójimo, causándole la muerte, el responsable del hecho podía salvarse de la venganza del pariente por correr a la ciudad de refugio más cercana.
La nación era responsable de mantener caminos reales en toda dirección de estas ciudades para facilitar la huida de tales individuos, y al llegar uno de éstos a una ciudad de refugio los ancianos debían acogerlo con voluntad y protegerlo hasta probar el caso para ver si en verdad era cosa premeditada o una equivocación. Si era culpable de homicidio, debía morir; si inocente debía recibir su protección.
Estas cosas son figuras de las cuales podemos aprender lecciones importantes. Las ciudades de refugio figuran para nosotros la salvación que hay en Cristo. Cuán alegremente cantamos a veces: “Cristo, refugio de mí, pecador, vengo a ti, vengo a ti”. Por su muerte en la cruz, sufriendo por nuestros pecados, Él nos abrió camino a la eterna salvación, y la Palabra de Dios, la Santa Biblia, asegura que creyendo en él somos salvos para siempre. Él mismo invitó: “Venid a mí, todos los que estáis trabajados y cargados, que yo os haré descansar”, Mateo 11. 28.
Había una amplia provisión para todos, y las ciudades no se hallaban lejos, pues eran seis. Se encontraba una de ellas cerca de cualquiera que estuviera en apuro. No había que hacer un refugio propio, sino sólo correr a donde había un lugar preparado. Gracias a Dios, el pecador no tiene que proveer su propia salvación, Cristo lo ha hecho todo. Dijo en la cruz: “Consumado es”, y la obra de nuestra salvación quedó terminada una vez para siempre. Lo que queda para ti, como para mí, es aprovecharte de ella.
El que había caído en esta desgracia debía venir confesando la verdad. Tú serás salvo sólo como pecador, y no como bueno. Estas ciudades eran una provisión especial para el que había caído en desgracia. Cristo es el refugio de los que han caído en la desgracia de ser pecadores por naturaleza y por práctica.
Imagínate un individuo de éstos a quien le había acontecido esta desgracia, quien, después de darse cuenta de lo sucedido, y sabiendo que pronto le alcanzaría el vengador de sangre, se sienta al lado del camino a descansar, o pierda el tiempo discutiendo con algún transeúnte la sabiduría de Dios en proveer de esta manera, para estos desgraciados. ¿No debía más bien ir a todo correr a refugiarse? Tú estás en peligro de alcanzarte el juicio de Dios. ¿Por qué no corres a Cristo, sin demora?

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