Pregunta: ¿Por qué un creyente no puede usar la oración, «No estés enojado
contra nosotros para siempre» (Salmo 85:5)? ¿Acaso no se disgusta Dios, o se
enoja con nosotros, cuando pecamos? ¿No debemos, en este caso, procurar ser perdonados?
¿Y acaso no está Dios enojado con nosotros hasta que hayamos buscado Su perdón?
Respuesta: El primer punto que es necesario tener en cuenta es que la Palabra
de Dios declara expresamente que el creyente en Cristo está libre de
condenación. "No hay pues ahora condenación alguna para los que están en
Cristo Jesús." (Romanos 8:1 – VM). Tampoco es este su privilegio actual
solamente; su continuidad les está prometida por la misma Palabra.
"Quien oye mi palabra, y cree a aquel que me envió, tiene vida eterna, y no
entra en condenación, sino que ha pasado ya de muerte a vida." (Juan
5:24 – VM). Además, el estado del creyente en este respecto, es contrastado en
la Escritura con el del incrédulo. "El que cree en el Hijo tiene vida
eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de
Dios está sobre él." (Juan 3:36). Entonces, si lo que distingue una clase
de la otra es que la ira de Dios está sobre el incrédulo, mientras que ya no
está más sobre el creyente, resulta muy evidente que ningún creyente puede usar
inteligentemente la oración, «No estés enojado contra nosotros para siempre.»
En cuanto a las preguntas restantes, es de suma importancia distinguir
entre la relación natural que todos nosotros mantenemos con Dios como
criaturas, y esas relaciones nuevas, bienaventuradas, con Él, en las que
entramos en el momento en que se puede decir verdaderamente acerca de nosotros
de que somos creyentes en Cristo. Como criaturas, somos responsables para Dios,
el santo, el justo, Juez de todos. Como criaturas caídas, estamos condenados
completamente y sin esperanza. "No entres en juicio con tu siervo; Porque
no se justificará delante de ti ningún ser humano." (Salmo 143:2). Tal era
la confesión del salmista, anterior a la consumación de la redención, y al
triunfo pleno de la gracia en la muerte, resurrección, y ascensión de nuestro
Señor. Fue por nuestra total inhabilidad de estar así en juicio delante de Dios
que Cristo tomó nuestro lugar, y llevó nuestros pecados en su propio cuerpo
sobre el madero. (1ª. Pedro 2:24). Si la gracia ha atraído nuestros corazones a
aquel bendito Salvador, tenemos la Palabra de Dios que nos asegura que en Su muerte
en la cruz, nuestra posición completa como criaturas
condenadas, pecadoras delante de Dios llegó a su fin. Creyendo en Él,
"tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados." (Efesios
1:7). El propio creyente es una persona justificada, acepta. "Siendo
justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en
Cristo Jesús." (Romanos 3:24). "Aceptos en el Amado" (Efesios
1:6). El creyente entra así, en el momento en que es un creyente, en una
relación con Dios enteramente nueva. Ya no está condenado, ni bajo la ira, sino
que es una persona perdonada, justificada, acepta, por la gracia ilimitada de
Dios, y la eficacia infinita de la preciosa obra de Cristo. El creyente es
adoptado, además, en la familia de Dios; sí, nacido de Dios, y es así,
realmente, Su hijo. Él es uno con Cristo, como un miembro de Su cuerpo,
—"porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos."
(Efesios 5:30).
Estando en estas nuevas relaciones con Dios, es posible para el
creyente, sin duda alguna, fracasar en el servicio y la obediencia adecuados a
dichas relaciones. Es posible, incluso, que por falta de dependencia práctica
de Dios, y de vigilancia contra el enemigo, él pueda caer en pecado. Puede
necesitar, de este modo, el perdón de Su Padre, o necesitar misericordia
"del Señor" —del Señor Jesucristo. Pero en ninguno de los casos su
pecado necesita el perdón, en cualquiera de esos sentidos que él mismo
una vez necesitó, para que llegara a ser un hijo de Dios, y un miembro de
Cristo. El perdón y la justificación que acompañan a mi introducción a la
familia de Dios son concedidos una vez y para siempre; y las relaciones con
Dios a las que he sido llevado así, son tan inmutables como Él mismo. Pero si,
siendo un hijo de Dios, yo estoy contra mi Padre, Su gobierno paternal se
extiende a este caso, y puedo tener que sufrir los castigos presentes de Su
mano, "Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga
según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra
peregrinación." (1ª. Pedro 1:17). Pero ¡qué amplio es el contraste entre
los castigos del Padre, los cuales emanan del amor y son enviados "para
que participemos de su santidad" (Hebreos 12:10), y esa "ira" o
"enojo" que reposa sobre los incrédulos, y de los cuales somos
librados una vez y para siempre, cuando el ojo reposa, en fe, en Cristo y Su
sangre preciosa!
Además, es a este estado de cosas que se aplica la abogacía y el
sacerdocio de Cristo. Tampoco es el objeto de estas bienaventuradas provisiones
de gracia dirigir hacia nosotros el corazón de nuestro Dios y Padre, como si
nuestros pecados y fracasos nos hubiesen alejado de ese corazón de amor. "Hijitos
míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado,
abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la
propiciación por nuestros pecados" (1ª. Juan 2: 1, 2). Nuestro Padre
querría tenernos tan ocupados con la revelación de Él mismo en Cristo, el Hijo
de Su amor, como para guardarnos de pecar. Pero si, para nuestra vergüenza y
dolor, nosotros pecamos, no se trata de que Él deja de ser nuestro Padre, o de
que necesitemos una nueva justificación. Abogado tenemos para con el Padre,
a Jesucristo, el cual, en el terreno de Su justicia consumada, y de haber sido
Él la propiciación por nuestros pecados, ruega por nosotros, y obtiene esas
provisiones de gracia mediante las cuales nuestras almas, humilladas y
restauradas, disfrutan nuevamente del intacto resplandor del rostro de nuestro
Padre, de la inmutable dulzura del amor de nuestro Padre.
Difícilmente podría haber una respuesta más específica a las consultas
que están ante nosotros que las que nos ofrecen las palabras del apóstol en
Romanos 8, donde, habiendo considerado cada aspecto en los que el tema de la
seguridad y la bienaventuranza del creyente pudo ser considerado, él pregunta
triunfalmente, "¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros,
¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?
¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el
que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que
además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros."
William Trotter
Publicado en la revista "The Bible Treasury", Primera y
Segunda Edición, Febrero 1858.
Traducido del Inglés por:
B.R.C.O.
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