POR C. H. Mackintosh
Éxodo 20
“La ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia
y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17) es la forma en que
breve y solemnemente la Biblia nos presenta el cambio —o más bien el contraste—
en los caminos dispensacionales de Dios con el hombre como consecuencia de la
venida del Hijo de Dios al mundo.
La dispensación de la ley comienza y
termina con Moisés. La dispensación de la gracia no es el resultado de un
proceso que evolucionó a partir de la dispensación que le precedió. Ésta
comienza en el punto donde la primera terminó, y se halla en entero contraste
con aquella en todos sus rasgos característicos.
Carácter y
objeto de la ley
Es de la mayor importancia que los
cristianos entiendan el verdadero carácter y objeto de la ley moral tal como
nos es presentada en el capítulo 20 de Éxodo. Existe una tendencia en la mente
a confundir o mezclar los principios de la ley y los de la gracia, de modo que
ni la ley ni la gracia puedan ser correctamente comprendidos. La ley es
despojada de su severa e inflexible majestad, y la gracia es privada de todos
sus divinos atractivos. Las santas exigencias de Dios permanecen sin respuesta,
y las profundas y múltiples necesidades del pecador siguen sin ser satisfechas,
debido al anómalo sistema creado por aquellos que buscan mezclar la ley y la
gracia.
De hecho, nunca es posible hacer que
la ley y la gracia se amalgamen, pues ambas son tan diferentes como el día y la
noche. La ley pone en evidencia lo que el hombre debiera ser; la gracia, en
cambio, manifiesta lo que Dios es. ¿Cómo, pues, es posible, que ambas puedan
formar conjuntamente un solo sistema? ¿Cómo puede alguna vez el pecador
ser salvo mediante un sistema construido en parte por la ley y
en parte por la gracia? ¡Imposible! Debe ser salvo o por uno o por otro.
La ley es llamada algunas veces «la
expresión del pensamiento de Dios». Pero esta definición es completamente
inexacta. Si dijésemos que la ley es la expresión del pensamiento de Dios
respecto de lo que el hombre debiera ser, estaríamos mucho más cerca de la
verdad. A quien quiera considerar los diez mandamientos como la expresión del
pensamiento de Dios, yo le pregunto si en el pensamiento de Dios no hay otra
cosa que “harás esto” y “no harás aquello”. ¿No hay en él gracia, ni
misericordia ni bondad? ¿No manifestará Dios lo que es, ni revelará los
profundos secretos de ese amor que rebosa de su corazón? ¿No hay nada más, en
el carácter de Dios, que rígidas exigencias y severas prohibiciones? Si así
fuera, debiéramos decir que “Dios es ley”, en lugar de decir que “Dios es
amor”. Empero —bendito sea su Nombre— hay mucho más en el corazón de Dios de lo
que jamás podrán expresar «las diez palabras» pronunciadas sobre el monte que
ardía. Si yo quiero saber lo que es Dios, no tengo más que mirar a Cristo,
“Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses
2:9).
“La ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad
vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17).
Necesariamente, en la ley se hallaba
cierta medida de verdad; contenía la verdad en cuanto a lo que el hombre debía
ser. Como todo lo que dimana de Dios, la ley era perfecta en su medida; es
decir, perfecta para lograr el fin para el cual fue destinada. Pero ese fin no
era, de ninguna manera, revelar la naturaleza y el carácter de Dios delante de
pecadores perdidos y culpables. En la ley, no había gracia ni misericordia:
“El que viola la ley de Moisés, por el testimonio de dos o de tres
testigos muere irremisiblemente” (Hebreos 10:28).
“Por tanto, guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales
haciendo el hombre, vivirá en ellos” (Levítico 18:5; Romanos 10:5).
“Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en
el libro de la ley, para hacerlas” (Deuteronomio 27:26; Gálatas 3:10).
Este lenguaje, evidentemente, no es
el de la gracia. No es en el monte de Sinaí donde debe ser buscada. Jehová se
manifiesta allí rodeado de una majestad terrible, en medio de la oscuridad,
tinieblas y tempestad, con truenos y relámpagos. Esas circunstancias no son las
que acompañan una dispensación de gracia y de misericordia; en cambio, sí
encajaban perfectamente en una dispensación de verdad y de justicia: y la ley
no era otra cosa que esto.
En la ley, Dios declara lo que el
hombre debía ser, y pronuncia una maldición sobre él si no lo es. Más cuando el
hombre se examina a sí mismo a la luz de la ley, descubre precisamente que él
es eso mismo que la ley condena. ¿Cómo podría, pues, obtener la vida en virtud
de la ley? La ley propone la vida y la justicia como el blanco que el hombre ha
de alcanzar cuando la haya guardado; pero, desde el primer momento, nos muestra
que estamos en un estado de muerte y de iniquidad, y que desde el principio
tenemos necesidad de las cosas que la ley nos propone que alcancemos al final.
¿Cómo, pues, debemos hacer para alcanzarlas? Para cumplir lo
que la ley demanda, es preciso que yo tenga vida; y para ser lo
que la ley demanda que yo sea, es indispensable que posea la justicia; y si no
tengo vida ni justicia, entonces soy “maldito”. Pero el hecho es que yo no
tengo ni la una ni la otra. ¿Qué pues habrá que hacer? Que respondan los que
quieren “ser doctores de la ley” (1.ª Timoteo 1:7); que respondan de manera tal
que satisfaga a una conciencia recta, doblegada bajo el doble sentimiento de la
espiritualidad y de la inflexibilidad de la ley, y de su propia naturaleza
carnal imposible de corregir.
La verdad, tal como nos enseña la
Biblia, es que “la ley se introdujo para que el pecado abundase” (Romanos
5:20). Esto nos demuestra muy claramente cuál es el verdadero objeto de la ley:
ella vino a fin de demostrar que el pecado es “sobremanera pecaminoso” (Romanos
7:13). La ley, en cierto sentido, era como un espejo perfecto descolgado desde
el cielo para revelar al hombre su desorden moral. Si yo me miro ante un espejo
con mis vestidos desordenados, el espejo me mostrará el desorden, pero de
ninguna manera lo compondrá. Si mido una pared torcida con una plomada
perfectamente justa, el plomo me revelará las desviaciones de la pared, pero no
la enderezará. Si, durante una noche oscura, salgo con una luz, ésta me dejará
ver todos los obstáculos y asperezas de mi camino, pero no los quitará. Sin
embargo, ni el espejo, ni la plomada ni la luz crean los males
que tan diáfanamente puntualizan; no los crean ni los quitan,
sino que simplemente los manifiestan. Lo mismo ocurre con la ley;
ella no crea el mal en el corazón del hombre ni tampoco lo quita, sino que
simplemente lo revela con una infalible exactitud.
“¿Qué diremos, pues? ¿La ley es
pecado? En ninguna manera. Pero yo no conocí el pecado sino por la ley; porque
tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás” (Romanos
7:7). El apóstol no dice que el hombre no hubiese tenido “codicia…”, sino
simplemente que “no la hubiese conocido”. La “codicia” estaba en el hombre;
pero él estaba en tinieblas en cuanto a ella hasta la llegada de la ley; hasta
que “la lámpara” del Todopoderoso (Job 29:3) alumbró los rincones oscuros de su
corazón y manifestó el mal que en él había. Así como un hombre, en una cámara
oscura, puede estar rodeado de polvo y confusión, sin que pueda apercibirse de
ello, a causa de la oscuridad en que está sumido; pero que tan sólo un rayo de
luz penetre allí, e inmediatamente lo distinguirá todo. Sin embargo, ¿acaso los
rayos de sol crean el polvo? Seguramente que no; el polvo está allí, y el sol
no hace más que descubrirlo y manifestarlo. Tal es, pues, el efecto que produce
la ley. Ella juzga el carácter y la condición del hombre; le prueba que es un
pecador y lo encierra bajo maldición; la ley viene para juzgar al hombre, y lo
maldice si él no es lo que la ley le dice que debe ser.
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