lunes, 9 de marzo de 2020

LA LEY Y LA GRACIA (1)


POR C. H. Mackintosh
Éxodo 20

La ley en contraste con la gracia

         La ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17) es la forma en que breve y solemnemente la Biblia nos presenta el cambio —o más bien el contraste— en los caminos dispensacionales de Dios con el hombre como consecuencia de la venida del Hijo de Dios al mundo.


            La dispensación de la ley comienza y termina con Moisés. La dispensación de la gracia no es el resultado de un proceso que evolucionó a partir de la dispensación que le precedió. Ésta comienza en el punto donde la primera terminó, y se halla en entero contraste con aquella en todos sus rasgos característicos.

Carácter y objeto de la ley

            Es de la mayor importancia que los cristianos entiendan el verdadero carácter y objeto de la ley moral tal como nos es presentada en el capítulo 20 de Éxodo. Existe una tendencia en la mente a confundir o mezclar los principios de la ley y los de la gracia, de modo que ni la ley ni la gracia puedan ser correctamente comprendidos. La ley es despojada de su severa e inflexible majestad, y la gracia es privada de todos sus divinos atractivos. Las santas exigencias de Dios permanecen sin respuesta, y las profundas y múltiples necesidades del pecador siguen sin ser satisfechas, debido al anómalo sistema creado por aquellos que buscan mezclar la ley y la gracia.
            De hecho, nunca es posible hacer que la ley y la gracia se amalgamen, pues ambas son tan diferentes como el día y la noche. La ley pone en evidencia lo que el hombre debiera ser; la gracia, en cambio, manifiesta lo que Dios es. ¿Cómo, pues, es posible, que ambas puedan formar conjuntamente un solo sistema? ¿Cómo puede alguna vez el pecador ser salvo mediante un sistema construido en parte por la ley y en parte por la gracia? ¡Imposible! Debe ser salvo o por uno o por otro.
            La ley es llamada algunas veces «la expresión del pensamiento de Dios». Pero esta definición es completamente inexacta. Si dijésemos que la ley es la expresión del pensamiento de Dios respecto de lo que el hombre debiera ser, estaríamos mucho más cerca de la verdad. A quien quiera considerar los diez mandamientos como la expresión del pensamiento de Dios, yo le pregunto si en el pensamiento de Dios no hay otra cosa que “harás esto” y “no harás aquello”. ¿No hay en él gracia, ni misericordia ni bondad? ¿No manifestará Dios lo que es, ni revelará los profundos secretos de ese amor que rebosa de su corazón? ¿No hay nada más, en el carácter de Dios, que rígidas exigencias y severas prohibiciones? Si así fuera, debiéramos decir que “Dios es ley”, en lugar de decir que “Dios es amor”. Empero —bendito sea su Nombre— hay mucho más en el corazón de Dios de lo que jamás podrán expresar «las diez palabras» pronunciadas sobre el monte que ardía. Si yo quiero saber lo que es Dios, no tengo más que mirar a Cristo, “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses 2:9).

“La ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17).

            Necesariamente, en la ley se hallaba cierta medida de verdad; contenía la verdad en cuanto a lo que el hombre debía ser. Como todo lo que dimana de Dios, la ley era perfecta en su medida; es decir, perfecta para lograr el fin para el cual fue destinada. Pero ese fin no era, de ninguna manera, revelar la naturaleza y el carácter de Dios delante de pecadores perdidos y culpables. En la ley, no había gracia ni misericordia:

El que viola la ley de Moisés, por el testimonio de dos o de tres testigos muere irremisiblemente” (Hebreos 10:28).

“Por tanto, guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos” (Levítico 18:5; Romanos 10:5).

“Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (Deuteronomio 27:26; Gálatas 3:10).

            Este lenguaje, evidentemente, no es el de la gracia. No es en el monte de Sinaí donde debe ser buscada. Jehová se manifiesta allí rodeado de una majestad terrible, en medio de la oscuridad, tinieblas y tempestad, con truenos y relámpagos. Esas circunstancias no son las que acompañan una dispensación de gracia y de misericordia; en cambio, sí encajaban perfectamente en una dispensación de verdad y de justicia: y la ley no era otra cosa que esto.
            En la ley, Dios declara lo que el hombre debía ser, y pronuncia una maldición sobre él si no lo es. Más cuando el hombre se examina a sí mismo a la luz de la ley, descubre precisamente que él es eso mismo que la ley condena. ¿Cómo podría, pues, obtener la vida en virtud de la ley? La ley propone la vida y la justicia como el blanco que el hombre ha de alcanzar cuando la haya guardado; pero, desde el primer momento, nos muestra que estamos en un estado de muerte y de iniquidad, y que desde el principio tenemos necesidad de las cosas que la ley nos propone que alcancemos al final. ¿Cómo, pues, debemos hacer para alcanzarlas? Para cumplir lo que la ley demanda, es preciso que yo tenga vida; y para ser lo que la ley demanda que yo sea, es indispensable que posea la justicia; y si no tengo vida ni justicia, entonces soy “maldito”. Pero el hecho es que yo no tengo ni la una ni la otra. ¿Qué pues habrá que hacer? Que respondan los que quieren “ser doctores de la ley” (1.ª Timoteo 1:7); que respondan de manera tal que satisfaga a una conciencia recta, doblegada bajo el doble sentimiento de la espiritualidad y de la inflexibilidad de la ley, y de su propia naturaleza carnal imposible de corregir.
            La verdad, tal como nos enseña la Biblia, es que “la ley se introdujo para que el pecado abundase” (Romanos 5:20). Esto nos demuestra muy claramente cuál es el verdadero objeto de la ley: ella vino a fin de demostrar que el pecado es “sobremanera pecaminoso” (Romanos 7:13). La ley, en cierto sentido, era como un espejo perfecto descolgado desde el cielo para revelar al hombre su desorden moral. Si yo me miro ante un espejo con mis vestidos desordenados, el espejo me mostrará el desorden, pero de ninguna manera lo compondrá. Si mido una pared torcida con una plomada perfectamente justa, el plomo me revelará las desviaciones de la pared, pero no la enderezará. Si, durante una noche oscura, salgo con una luz, ésta me dejará ver todos los obstáculos y asperezas de mi camino, pero no los quitará. Sin embargo, ni el espejo, ni la plomada ni la luz crean los males que tan diáfanamente puntualizan; no los crean ni los quitan, sino que simplemente los manifiestan. Lo mismo ocurre con la ley; ella no crea el mal en el corazón del hombre ni tampoco lo quita, sino que simplemente lo revela con una infalible exactitud.
            “¿Qué diremos, pues? ¿La ley es pecado? En ninguna manera. Pero yo no conocí el pecado sino por la ley; porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás” (Romanos 7:7). El apóstol no dice que el hombre no hubiese tenido “codicia…”, sino simplemente que “no la hubiese conocido”. La “codicia” estaba en el hombre; pero él estaba en tinieblas en cuanto a ella hasta la llegada de la ley; hasta que “la lámpara” del Todopoderoso (Job 29:3) alumbró los rincones oscuros de su corazón y manifestó el mal que en él había. Así como un hombre, en una cámara oscura, puede estar rodeado de polvo y confusión, sin que pueda apercibirse de ello, a causa de la oscuridad en que está sumido; pero que tan sólo un rayo de luz penetre allí, e inmediatamente lo distinguirá todo. Sin embargo, ¿acaso los rayos de sol crean el polvo? Seguramente que no; el polvo está allí, y el sol no hace más que descubrirlo y manifestarlo. Tal es, pues, el efecto que produce la ley. Ella juzga el carácter y la condición del hombre; le prueba que es un pecador y lo encierra bajo maldición; la ley viene para juzgar al hombre, y lo maldice si él no es lo que la ley le dice que debe ser.

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