domingo, 3 de enero de 2016

LA AVECILLA SUELTA


Levítico 14:7

¡C
uánta bondad de parte de Dios en darnos en su Palabra símiles tan sencillos y presentarnos bajo esta forma sobrecogedora la condición moral del hombre y la gran salvación de Dios por la muerte y la resurrección de Jesucristo! Pocas figuras hay tan llamativas como la de las dos avecillas, y nada puede tener mayor valor - para un hombre ejercitado en su conciencia - como el recibir de parte de Dios, en su alma, la plena certidumbre de que es purificado del pecado.
          Yo mismo he sido ejercitado de esta manera y llevado por el conocimiento de la preciosa verdad - expuesta en esta figura - a la más plena e invariable confianza de la fe; y Dios me da esa confianza de la fe, a fin de que muchos otros sean llevados por Su gracia a una misma, plena y perfecta paz delante de Él.
         Dios había mandado a Israel: "Y en cuanto al hombre leproso que tuviere la llaga, sus vestidos han de quedar rasgados, y su cabeza ha de estar descubierta, y él se tapará la boca, y clamará de continuo: ¡Inmundo! ¡Inmundo! Todo el tiempo que tuviere la llaga, quedará inmundo; inmundo es: habitará solo; fuera del campamento será su morada." (Levítico 13: 45, 46 - VM). La lepra es una terrible imagen del pecado, una muerte viva, horrible, dolorosa. La enfermedad misma era repugnante; la persona era cubierta de pústulas y hecha inmunda a los ojos de los hombres, rechazada en el aislamiento o en la de otros seres hundidos en la misma miseria.
         El leproso no podía comunicarse ni siquiera con los que le eran más próximos; colocaban su pan a orillas de un arroyo, o bien vivía como podía de los frutos silvestres del desierto. A veces su corazón debía estar quebrantado y debía anhelar ver a los suyos y a su casa.
         Cosa muy notable, al mismo tiempo, si la lepra le cubría completamente de los pies a la cabeza, mudándose en lepra (o llaga) blanca, entonces el sacerdote le declaraba limpio (Levítico 13:17).
         El sacerdote estaba establecido por Dios para dar a conocer el pensamiento o el juicio de Dios en el caso presente. He aquí cómo el leproso era justificado: "el sacerdote ordenará que se tomen dos avecillas vivas limpias y madera de cedro, púrpura e hisopo para el que se purifica. Luego el sacerdote ordenará que se degüelle la primera avecilla en una vasija de barro sobre aguas vivas. Tomará la avecilla viva, con el palo de cedro, la púrpura y el hisopo, y los sumergirá con la avecilla viva en la sangre de la avecilla degollada, sobre las aguas vivas, y rociará siete veces sobre el que se purifica de la lepra y lo declarará limpio. Luego dejará ir a la avecilla viva sobre la faz del campo.  (Levítico 14: 4-7; BTX).
         Baja, pues, el sacerdote hacia el pobre leproso, hundido en la angustia, fuera en el campo. ¡Solemne momento para el leproso! ¿Será rechazado y abandonado a su miseria o bien será limpiado y restablecido en aquella casa por la cual suspira? Sus ojos están fijos sobre el sacerdote, del cual observa todos los movimientos: degüella una de las avecillas y cae su sangre en la vasija de barro; conmovedora imagen de la muerte de Cristo. Luego toma el sacer­dote la otra avecilla en su mano y la moja - fíjense bien en toda esta escena - en la sangre de la avecilla que ha sido degollada y de la cual podéis ver ahora la sangre sobre sus plumas. Rocía la sangre siete veces sobre el pobre leproso: siete veces es un número perfecto. El sacerdote va a fallar su sentencia; respira apenas el leproso esperando su juicio, fijos están sus ojos sobre la avecilla viva que el sacerdote mantiene en su mano cautiva. Su corazón, al mismo tiempo, se llena de esperanza; su libertad está ligada a la avecilla presa - si el sacerdote la suelta, el leproso será libre, y el sacerdote le declara limpio; en efecto, la avecilla suelta vuela por los aires; lágrimas de gozo caen de los ojos del leproso, ahora puri­ficado, y su mirada sigue de lejos la avecilla manchada de sangre, vivo testigo de su purificación y de su liberación.
         Preguntadle cómo sabe él que está limpio y os contestará: «El sacer­dote de Dios me ha declarado limpio, la avecilla está libre y se ha ido sobre la haz del campo.» Sí, tan cierto como la avecilla viva está suelta y se ha ido por los campos, así tan ciertamente es purificado el leproso, porque es por ese camino como Dios le ha comunicado Su pensamiento. La avecilla no podía haber sido suelta hasta que el leproso hubiera sido declarado limpio. Luego el leproso se lavaba en el agua.
         Nada tan sencillo y de mayor precio que la verdad colocada así ante nosotros, una de las avecillas representándonos en figura, la muerte, y la otra la resurrección de Nuestro Señor.
         Es por medio de esta muerte y resurrección, cómo Dios purifica al pobre pecador de sus pecados y, ¡Alabado sea Dios por ello!, usted no puede ser demasiado pecador como para que Dios no le purifi­que. Si usted es pecador de "la cabeza hasta los pies", así como cuando la lepra ha llegado a tal punto que está usted, blanco por la lepra; si usted ha malgastado todo en el pecado, si su carácter, su salud, sus amigos, su casa, todo está perdido, si usted está cansado de la vida, miserable, desesperado, Dios viene hacia usted en la muerte de su Amado Hijo, trayéndole, así como a todo aquel que cree, la seguridad del perdón de todos sus pecados, por medio de la sangre de su Hijo.
         Parece que oigo al lector diciéndome: «He leído a menudo que la sangre de Jesucristo purifica de todo pecado, ¿pero cómo puedo saber que me purifica a mí?»y añade usted: « ¡Mi corazón temblo­roso y angustiado lo necesita...! ¿Puede usted darme una contes­tación satisfactoria?» Sí, alabado sea Dios, puedo darle una con­testación perfectamente clara, nítida, porque la Palabra de Dios no deja incertidumbre alguna. ¿Cómo podía saber el leproso que era limpio? Creía al sacerdote de Dios y al testimonio que Dios le presentaba en la avecilla viva.
         De la misma manera, la preciosa sangre de Cristo ¿no ha sido derramada sobre la tierra como la sangre de la avecilla que era degollada? Era imposible matar un ave y liberarle al mismo tiempo; por eso tenemos dos aquí: una que nos presenta la muerte y la otra la resurrección de nuestro glorioso Sustituto.
         Considere a ese sangriento "Garante" morir por el pecado y pasando por la muerte por usted, creyente angustiado, y comprenda que - como la sangre de la avecilla era rociada siete veces sobre el leproso, antes que la avecilla viva pudiese ser soltada -, así también, con plena seguridad, Dios ha pronunciado Su juicio sobre el perfecto y eterno poder de la sangre de Jesús para todo aquel que cree en Él. La avecilla era soltada porque el leproso era limpio: ¡Cristo ha resucitado, el creyente es purificado! ¿Piensa usted que el sacerdote, si tan sólo tuviese los sentimientos de un hombre, falla­ría su juicio de tal modo que el leproso no podría saber si está lim­pio o no? Dejar alguna incertidumbre en la mente del infeliz, ¿no sería obrar con crueldad? Mas quedaba la palabra del sacerdote, y la avecilla viva era soltada: de este modo, el pobre leproso tenía la más absoluta seguridad de su purificación y podía regocijarse por ello.
         Acaso, ¿ha hablado Dios ahora con menos claridad en Su Pala­bra, de manera que el creyente angustiado no pudiese resolver la más cruel de las dudas? ¡No! Dios no hubiera podido hablar con mayor claridad como lo hizo. Habiendo resucitado de entre los muer­tos al "Garante", dice: "Sabed, pues, esto, varones hermanos: que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree." (Hechos 13: 38-39).
         ¿Cree usted que Jesús ha muerto sobre la cruz, llevando los pe­cados de usted en Su cuerpo sobre el madero, ocupando su lugar como un sustituto, por nuestros pecados? Así como la avecilla no podía ser liberada, a no ser que el leproso fuese declarado limpio, así Cristo, nuestro "Garante", no podía ver romperse las ataduras de la muerte, y salir de la tumba, si Su sangre no hubiese borrado los pecados. Pero Dios, por la misma resurrección de nuestro Sustituto de entre los muertos, declara a todo aquel que cree, justifi­cado por medio de Él.
         Vuelvo a repetirlo, el leproso que era purificado: el sacer­dote había declarado que era limpio, la avecilla volaba libre por la faz del campo; y yo sé que soy perdonado y justificado de todo, porque Dios lo dice y que mi "Garante" que fue muerto - el Señor Jesucristo - ha resucitado, y está libre en las alturas. Dios no po­día darme prueba más evidente de la certidumbre de mi justifica­ción que la que me ha dado al resucitar de entre los muertos, para mi justificación, a Jesús que llevó mis pecados.
         Pues bien, ¿cree usted que la preciosa sangre de Cristo ha sido vertida en la cruz, y cree usted que Dios ha resucitado a aquel Jesús de entre los muertos? En este caso, Dios falla el perdón de todos sus pecados por medio de Jesús. Hace más: le declara a usted - y a todo aquel que cree - justificado de todo: Dios es justo y justificador de aquel que tiene fe en Jesús. Si Dios justifica, ¿quién condenará? (Romanos 3:26 y Romanos 8: 33-34). Dios le concede así la más perfecta seguridad.
         Ahora bien, lo mismo que el leproso purificado por la aspersión de la sangre se lavaba luego en el agua, así pues usted, que tiene una fe de igual precio que la mía, siendo justificado, busque continua­mente el lavamiento del agua por la Palabra (Compare con Efesios 5:26, y Juan 13: 8-11). Su posición está segura y cierta: usted está jus­tificado de todo en el Cristo resucitado. Mas, para su andar - acuér­dese usted de ello -, tiene necesidad de que Cristo, el Sacerdote, le limpie continuamente, como dijo a Pedro: "Si no te lavare, no tendrás parte conmigo"; y añade además: "El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio."
         La aplicación de la sangre a nuestra oreja, a nuestro pie y a nuestra mano, y luego la aplicación del aceite después de la sangre, nos dice que nosotros - a quienes ha redimido Dios por la preciosa sangre de Su propio Hijo -, podemos ser llenos del Espíritu y lle­vados por Él, Dios mismo santificándonos del todo para que nues­tro espíritu, alma y cuerpo sean guardados y presentados irrepren­sibles en el advenimiento de nuestro Señor Jesucristo.
         "Fiel es el que os llama, el cual también lo hará." (1 Tesalonicenses 5:24).
Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1957, No. 30.

 

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