Hemos llegado a aquel período en la historia de las relaciones de Dios
para con los hombres, cuando Su amor se revela como perfecto, en conexión con
la cruz de Cristo. La verdadera condición del ser humano –desde Adán hasta Cristo–
ha sido ya considerada en sus diversas fases: Dios en su mucha paciencia ha
realizado una prueba perfecta de lo que el hombre era, y sigue siendo; y el
resultado es que se encuentra sin nada absolutamente bueno delante de Dios.
Ésta es la triste, tristísima condición de todo “nacido de mujer”. Más de
cuatro mil años de prueba y toda justa tentativa bajo todas las circunstancias
posibles en que el hombre ha sido colocado, han demostrado su verdadero
carácter y condición. Pero no sólo se halla desprovisto de todo lo bueno en la
presencia de un Dios clemente y misericordioso, sino que hay en su corazón y en
sus actos, la presencia de todo lo malo. Negativa y positivamente, en principio
y en práctica, es el hombre esencialmente impío.
Dios supo esto desde el principio;
pero es sólo después de haberlo probado plenamente cuando puede tomar su lugar
hacia el pecador en la persona de Cristo Jesús, conforme a la grandeza de Su
amor y las riquezas de Su gracia. Éste es un punto de inestimable importancia
práctica en la historia de las almas. ¡Cuántas veces hemos visto un creyente
novicio sumamente turbado y sin disfrutar la paz de Dios, porque experimenta
que hay muchas cosas en su interior que son contrarias al Señor! Y se pregunta:
– ¿Cómo puedo creer que Dios me ama? ¿Cómo puedo imaginarme que Él oye mis
oraciones? ¿Cómo estaré seguro de ser Su hijo, con todo el pecado que mora en
mi interior?
Dicha inquietud es
natural, y hasta cierto punto es bueno estar turbado a causa del pecado
interior; pero el objeto que se propone Satanás es que el alma no salga de este
estado, haciendo que se ocupe en buscar evidencias interiores, y de este modo
acosar e inquietar al débil en la fe. Tales almas no han aprendido la gran
verdad que el apóstol está anunciando aquí y que estamos considerando ahora: el
amor perfecto de Dios hacia el pecador (después de la prueba que Aquel hizo con
el hombre), basado en la obra perfecta de Cristo. Una vez conocida y apreciada
esta grande, consoladora y pacífica verdad, todas las dudas, temores e
inquietudes desaparecen inmediatamente. Nada sino una perfecta paz y un gozo inconmensurable
debiera llenar el alma del creyente, y nada debería inquietar su dulce
calma. Ha venido a ser una sola cosa con Cristo en la resurrección –fuera del
alcance de cualquier enemigo- y poseedor de Sus “inescrutables riquezas”.
Si Dios hubiera
manifestado su amor hacia el hombre antes de haber probado lo que había en
éste, se hubiera “arrepentido” después (como dicen muchos) a causa de la
ingratitud y desobediencia humanas; con mucha razón podríamos dudar entonces de
lo que Dios dijera ahora, pues Él no podría alejarse de nosotros,
abandonándonos por ser tan realmente depravados. Más, ¡oh preciosa! ¡Bendita!,
sí ¡verdad tres veces bendita para nuestras almas! No fue sino después de haber
probado la terrible culpabilidad del ser humano en la muerte del Señor
Jesucristo el amado Hijo de Dios, cuando nos reveló plenamente Su amor. Y si
Dios puede amar, y en verdad ama, al pecador, en Cristo Jesús, después de esta
manifestación de odio, rebelión y maldad, ¿cuál no será este amor? Y exclama el
corazón, descansando a la luz esplendorosa de aquel amor, que jamás nube alguna
podrá empañar: ¡oh amor poderoso, admirable, sorprendente y sin igual! Es cual
océano sin playa, sin medida ni límites, de donde nacen las diez mil corrientes
de la gracia viva, para refrescar a los cansados en el camino, y para confirmar
nuestras almas en fe y santidad.
Era este amor el que
inundó el corazón del apóstol Pablo mientras escribía los once primeros
versículos de este capítulo –quizás los más ricos que se nos hayan dado–, en
manifestación del amor divino.
” Porque Cristo, cuando
aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. Pues apenas morirá
alguien por un justo; con todo, pudiera ser que alguno se atreviera a morir por
un hombre de bien. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que, siendo
aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Vs 6-8)
Éste es el Evangelio de la gracia de
Dios; el nuevo principio establecido por Dios en sus relaciones o trato para
con el hombre, el cual está ahora en Su presencia, completamente perdido. Desde
el principio hasta la Cruz, todas las relaciones de Dios con la humanidad –ya
sea con individuos ya sea colectivamente por dispensaciones-, sólo han
demostrado que el ser humano es absolutamente opuesto a Dios en su naturaleza y
sin esperanza de remediar su condición: por consecuencia, el amor que Dios le
ha demostrado después, debe ser por excelencia gratuito y perfecto. Jamás se ha
encontrado en el hombre algo que pudiera inducirle a la manifestación de Su
divino amor; sino al contrario, mucho para disuadirle.
Mas ahora todo ha cambiado. Dios
desiste de los derechos de su soberanía: la gracia reina; pero no sobre las
ruinas de la ley y de la justicia (no por desconocer las demandas de Dios, ni
pasando por alto la culpabilidad del hombre) sino por medio de justicia consumada
para con Dios y la vida eterna para el perdido pecador, por Jesucristo, nuestro
Señor y Salvador. “más donde el pecado abundó, sobreabundó la gracia (Ro
5:20-21)
Afirmamos que éste es
el Evangelio en su relación hacia Dios: sus efectos respecto al hombre se
manifestarán en verdadera fe, arrepentimiento según Dios, y una vida de
santidad: ¡ojalá comprendiéramos mejor esto! pues cuando se acepta con
sencillez hasta la menor duda queda cancelada. Si yo sé que Él me ama con un
amor perfecto, después de haber conocido mi pecado y culpabilidad en su pleno
alcance, entonces ningún mal puede brotar en mi corazón que Él no supiera de
antemano, y que no haya juzgado plenamente en la cruz de Cristo, y apartado de
su vista para siempre.
Pero tal vez alguien
preguntará: – ¿No amaba Dios al pecador antes de la muerte de Cristo?
Por cierto, que sí. Un perfecto amor anidó siempre en el corazón de Dios para
con el hombre. La muerte del Señor Jesucristo nos muestra la expresión del amor
de Dios hacia nosotros, y el carácter o grandeza de aquel amor se revela
comparando la condición de aquellos por quienes Cristo murió. Un amor pleno,
perfecto y activo siempre moró en Su corazón: y su gran objetivo fue siempre la
reconciliación del hombre hacia Sí. Dios nunca fue enemigo del ser humano, por
lo tanto, Él no necesitaba reconciliarse: al contrario, “Él estaba en Cristo
reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus
transgresiones”.
Muchísimos pasajes de
las Sagradas Escrituras vienen a la mente en prueba de esta pacificadora
verdad, tales como: “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en
que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por medio de él. “Y
éste: “Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo
como salvador del mundo”. (1 Jn 4:9,14)
Sí, ¡qué bendición para
nosotros al estar este amor siempre allí!; aun siendo rechazado, no fue
menoscabado en lo más mínimo. Pero la muerte de Cristo abrió el camino para su
plena revelación, y para consumar todo propósito de la gracia. Ningún lazo de
unión existía entre Dios y el hombre en la carne: a cambio de tanto amor, sólo
recibió odio; jamás hubo respuesta alguna en el corazón humano a Su más tierna
invitación. Pero Cristo, en su muerte, glorificó a Dios respecto al pecado; Él
cumplió con toda justicia; Él llenó o satisfizo las mayores demandas del cielo
y las más hondas necesidades del hombre. Así fue exaltada la ley y la promesa
establecida en Su persona; y con respecto al pecado, en Su muerte y
resurrección ha obrado una base justa para la perfecta manifestación de la
naturaleza y carácter divinos. Ahora Dios toma Su propio lugar, y revela lo que
Él es hacia el pecador, en Cristo Jesús.
Ya vimos lo que es el
hombre: ahora veamos lo que Dios es, y cuáles son los frutos de Su amor.
El apóstol dirige
después nuestra atención a lo que nosotros llamaremos las primicias del
perfecto amor: la muerte de Cristo, un objeto de meditación para la fe, pero
fuera de nosotros mismos. “Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su
tiempo murió por los impíos”. Jamás fue revelada verdad alguna tan difícil
de creerse por el hombre como lo es ésta. Es tan opuesta a todos los
pensamientos, afectos, ideas y obras humanas que el hombre no puede
comprenderla. ¿Quién ha oído jamás hablar de un amor por el cual hayan sido
esparcidos sus más preciosos dones sobre implacables enemigos, aunque sin
fuerzas? – “¡Harás esto…!” ¡No hagas aquello, o sufrirás las consecuencias!...
Estos mandamientos el hombre puede fácilmente comprenderlos, son lógicos,
conformes a su razón. Pero que por amor se le diga (tras haber probado que no
hay nada en el ser amado sino un odio que no cambiará jamás, y cruel como la
muerte): "He abierto las cataratas del cielo para que mi amor fluya
plenamente, sin medida ni obstáculo capaz de detenerlo, para vuestra eterna
salvación", esto sobrepasa los pensamientos más elevados que puedan
ocupar la mente humana. Que Dios ame al justo, al bueno, al santo, no causa
sorpresa alguna; pero que ame a los impíos, injustos y pecadores, y haya dado a
su Hijo amado para que sufriese la muerte que ellos merecían, esto brillará
siempre a través de los siglos sin fin en la eternidad como la maravilla de las
maravillas.
Pero, ¿quién lo
creyera?, aún en este oráculo de amor ha encontrado la criatura algo que le desagrada
y de lo cual se queja. No puede sufrir la idea de que se le proclame flaco,
débil, impotente. Con mayor agrado aceptaría ser llamado impío que sin fuerzas.
Con repetidas pruebas y vanos intentos, espera dejar de ser impío y mejorarse,
rehusando doblegarse ante la humillante verdad que está completamente “sin
fuerza”.
Y aquí es donde
principia el Evangelio, y a donde todo hombre debe venir, si es que quiere
salvar su alma. Luchará por mucho tiempo contra la verdad, a semejanza de
muchos, pensando que pueden hacer algo, o cuando menos sentir que están
mejorándose por medio de sus obras, tal vez por medio de la oración, por leer
la Palabra de Dios, o hacer uso de los medios de gracia. Pero, ¡no! Dios
esperará hasta que –despierto el pecador- se doblegue ante el resultado de su
propia historia, conforme la ha escrito Dios mismo: incapaz de obrar el bien;
muerto, moral y espiritualmente; condenado ya y culpable de la muerte de
Cristo.
Éste es –lo repetimos–,
éste es el Evangelio; no lo que el hombre es, ni lo que Dios exige del hombre;
sino lo que Dios es, tras haber demostrado que el ser humano tanto es impío
como impotente. Creído esto, la luz del cielo inunda el alma. Con su primer
aliento el creyente podrá exclamar: “Dios me ama con amor perfecto, a pesar de
todo lo que soy y cuanto he hecho: Cristo murió por mí, y todos los beneficios
de su muerte son míos; así que mi salvación depende, no de mi propia
consistencia (aunque debe ser consistente) sino de la inmutabilidad del amor de
Dios y de la eterna eficacia de la sangre de Cristo. Sólo tengo que descansar
en Su amor y gozarme de los resultados de la obra de Cristo, la cual me hace
idóneo para Su santa presencia”.
Pero, ¿cuál será la culpa de
aquellos que rechazan al Señor Jesucristo lleno de gracia y de bondad, de
aquellos que rechazan hasta el mismo Dios que quiere reconciliarlos en amor?
Rechazan todo aquello en que se les ofrece bendición, y el alma se condenará
eternamente, porque se dio muerte a sí misma. El solo recuerdo de tal amor, y
tan menospreciado, de tantas oportunidades siempre despreciadas, dará
vehemencia a las llamas del fuego que no se extinguirá jamás, y vitalidad al
gusano que nunca muere.
¡Tenga el Señor misericordia del
lector que aún no se haya convertido, y lo guíe a tomar su verdadero lugar a
los pies de Jesús, y a creer lo que ha sido tan plenamente revelado! “Porque
Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos”.
J.N.
Darby
Revista
Fe
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