lunes, 9 de marzo de 2020

El significado de la cruz para nosotros

El aspecto individual
Para el cristiano, como individuo, la cruz encierra un doble signi­ficado: por una parte, es la base de su justificación por la que se arregla su vida pasada frente a la justicia de Dios; y por otra, es el fundamento de su santificación, por la que se gobierna su vida presente según la voluntad de Dios


La base de la justificación
            Preciso era que nuestros pecados fuesen cargados sobre el Fiador, quien debió llevarlos como sustituto en lugar de otros, a fin de que éstos, habiendo muerto al pecado, viviesen luego a la justicia (Is. 53:6; 1 P. 2:24; He. 9:28; 2 Co. 5:21). De la forma en que la ruina del hombre se produjo por un solo acontecimiento histórico —el de la Caída— así también tuvo que ser levantado de su postración por el Fiador mediante un solo suceso: el acto de justicia del Gólgota (cp. Gn. 3 con Ro. 5:18). En Romanos 5:18 Pablo emplea la voz griega dikaioma que indica un hecho justo, y no la palabra más corriente dikaiosune que significa la calidad de la justicia o de la rectitud.
            La naturaleza esencial del pecado es la rebeldía, que conduce indefectiblemente a la separación de la criatura del Creador como fuente de vida, y, por consiguiente, resulta en la muerte del pecador. Obviamente la expiación ha de corresponder a la naturaleza del pecado, y, por lo tanto, el Redentor debió sufrir la sentencia de la muerte para poder efectuar la restauración de la vida. He aquí el significado de la declaración: “Sin derramamiento de sangre no se hace remi­sión” (He. 9:22). Solamente por medio de tal muerte pudo el Redentor anular el poder de quien tenía el imperio de la muerte, es a saber, el diablo (He. 2:14). En la sabiduría eterna de Dios hubo esta necesidad: que la misma muerte, el gran enemigo de los hombres, llegase a ser el instrumento de su salvación, y que aquello que era tanto el resultado como el castigo del pecado se convirtiera en camino para redimir al hombre de su pecado (1 Co. 15:56; Ef. 2:16).
            Pero se desprende de todo ello que la muerte de Cristo es “la muerte de la muerte”, según la figura de la serpiente de metal en el desierto, ilustrándose el mismo hecho por la manera en que David mató a Goliat con la misma espada del gigante (Nm. 21:6, 8; cp. Jn. 3:14; 1 S. 17:51; He. 2:14).
            He aquí la lógica de la salvación, que se arraiga profundamente en el plan divino de la redención, siendo irrecusable y demoledora frente a todos los orgullosos ataques de la incredulidad. La “teología de la sangre” —según la despectiva frase de los enemigos de la cruz— que tiene a Cristo crucificado como su centro, permanece inconmovible como nuestra roca de salvación (He. 9:22; 1 Co. 2:2; Gá. 3:1). Para muchos, ciertamente, es piedra de tropiezo, roca de escándalo y señal que será contradicha, pero para los redimidos es “la piedra viva, elegida, preciosa”, el fundamento inamovible de su fe (1 P. 2:4, 6, 8; Is. 28:16; Sal. 118:22). Esta piedra está puesta “para caída y levantamiento de muchos”, o según la figura de Pablo en 2 Corintios 2:15-16, es “olor de muerte para muerte” en el caso de algunos, pero “de vida para vida” tratándose de otros. Para los judíos es tropezadero y para los griegos locura, pero no por eso deja de ser “potencia de Dios y sabiduría de Dios” (Le. 2:34; 2 Co. 2:15- 16; 1 Co. 1:18, 23-24).
            El concepto de la sustitución había dejado tan honda mella en las prefiguraciones del Antiguo Testamento que se emplea la misma voz (heb. chata-ah) tanto para indicar el pecado mismo como la ofrenda por el pecado. En Éxodo 34:7 y 1 Samuel 2:17 chata-ha significa pecado; en cambio, en Números 32:23 e Isaías 5:18 equi­vale al castigo que recibe el pecado, mientras que en Levítico 6:18, 23 y Ezequiel 40:39 es la ofrenda por el pecado. Este uso echa luz sobre la gran declaración de 2 Corintios 5:21: “Al que no conoció pecado, [Dios] hizo pecado por nosotros, para que nosotros fuése­mos hechos justicia de Dios en él”, que puede leerse: “[Dios] le hizo ofrenda por el pecado a nuestro favor.” Ciertos teólogos modernistas calumnian a Pablo, tildándole de falsificador del cristianismo, por haber enseñado este concepto de sustitución, pero de hecho no arranca de sus enseñanzas en primer término, sino de las del Maestro mismo quien testificó que no había venido para ser servido, sino para servir y “dar su vida en precio de rescate en lugar de muchos” (Mt. 20:28, trad. lit.). La frase griega anti pollon que Reina-Valera traduce “por muchos” significa, sin que haya lugar a contradicción, “en lugar de muchos” según muchos ejemplos que se hallan en la versión griega del Antiguo Testamento tan usada por los judíos en el primer siglo, la “Alejandrina” o “Septuaginta” Así en Génesis 22:13, Abraham ofreció el carnero “en lugar de su hijo” (griego, anti); en algunas listas de reyes, para indicar que el hijo llegó a reinar “en lugar de su padre”, se emplea la misma palabra (Gn. 36:33-35, etc.), siendo clarísima la idea de sustitución. Pablo no inventa novedades, pues, cuando describe la ofrenda del Señor de sí mismo como “un precio de rescate en lugar de muchos” (anti- lutron, 1 Ti. 2:6), sino que se basa en las enseñanzas del Cristo, de la forma en que éstas concretaban e interpretaban las indicaciones del Antiguo Testamento.

La cruz es la base de la santificación para los salvos
            Cristo el Señor murió en la cruz para que nosotros fuésemos salvados de la cruz. Esta afirmación subraya la parte negativa y judicial de su muerte, o sea la liberación que fue provista por el Gólgota. Desde otros puntos de vista Cristo murió en la cruz con el fin de que fuésemos asociados con El allí, lo que nos incluye en el significado de su muerte a los efectos morales de una vida santa, y eso señala la obligación del Gólgota. Nosotros somos “plantados juntamente” con el Crucificado, siendo vinculados orgánicamente a la “semejanza de su muerte” (Ro. 6:5). Todo eso es otra manera de expresar las enseñanzas del Maestro en los evangelios: que somos discípulos que llevamos su cruz en pos de Él o según otra figura, somos granos de trigo a semejanza de Cristo mismo, sabiendo que no llegamos a vivir espiritualmente sino a través de la muerte (Mt. 10:38; Jn. 12:24-25). Así somos llamados a participar en lo que era la fundación de nuestra redención, o sea de la muerte, que no por ser tenebrosa deja de ser preciosa.
            Según Gálatas 2:20 hemos sido “crucificados con Cristo” y por eso:
·         El mundo alrededor está muerto por medio del Crucificado, pues por la cruz el mundo está crucificado a nosotros, y nosotros a El (Gá. 6:14).
·         El mundo dentro de nosotros, o sea la carne en nosotros, ha sido crucificada igualmente en la cruz, según la afirmación de Pablo: “sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue juntamente crucificado con él... a fin de que no sirvamos más al pecado” (Ro. 6:6, 11).
·         El mundo debajo de nosotros ha sufrido una derrota total por medio de la cruz, de forma que Pablo pudo declarar que Cristo, “despojando los principados y las potestades, sacólos a la vergüenza en público, triunfando de ellos en sí mismo” (Col. 2:15, cp. Gn. 3:15).
·         El mundo encima de nosotros se ha convertido en una esfera de gracia y de bendición, ya que ha sido abolida la maldición de la ley, siendo clavados en la cruz, de modo que el creyente puede exclamar: “Yo por la ley soy muerto a la ley, para vivir a Dios” (Gá. 2:19).
            El pecador vivía bajo la amenaza de la ley, pero ahora Cristo ha cumplido su fatídica sentencia en su lugar, muriendo por medio de la ley (Gá. 4:4; 3:10). Por este cumplimiento total de la sentencia de la ley, ésta ya no puede levantar acusación alguna contra El, como representante de la raza, a la manera en que el hombre ajusticiado pierde toda relación con la autoridad que le condenó a la muerte. Cristo, pues, está muerto a la ley. Ahora bien, el cre­yente en Cristo tiene su parte en la misma experiencia de Cristo por el hecho de su identificación con El —resultado de la fe verdadera— y, por ende, él también ha muerto a la ley y vive ya en la libertad de su unión vital con aquel que fue levantado de entre los muertos (Ro. 7:4).
Erich Sauer, El triunfo del crucificado, pág 51-54.

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