El
aspecto individual
Para
el cristiano, como individuo, la cruz encierra un doble significado: por una
parte, es la base de su justificación por la que se arregla su vida pasada
frente a la justicia de Dios; y por otra, es el fundamento de su santificación,
por la que se gobierna su vida presente según la voluntad de Dios
La base de la justificación
Preciso
era que nuestros pecados fuesen cargados sobre el Fiador, quien debió llevarlos
como sustituto en lugar de otros, a fin de que éstos, habiendo muerto al
pecado, viviesen luego a la justicia (Is. 53:6; 1 P. 2:24; He. 9:28; 2 Co.
5:21). De la forma en que la ruina del hombre se produjo por un solo
acontecimiento histórico —el de la Caída— así también tuvo que ser levantado de
su postración por el Fiador mediante un solo suceso: el acto de justicia del
Gólgota (cp. Gn. 3 con Ro. 5:18). En Romanos 5:18 Pablo emplea la voz griega
dikaioma que indica un hecho justo, y no la palabra más corriente dikaiosune
que significa la calidad de la justicia o de la rectitud.
La
naturaleza esencial del pecado es la rebeldía, que conduce indefectiblemente a
la separación de la criatura del Creador como fuente de vida, y, por
consiguiente, resulta en la muerte del pecador. Obviamente la expiación ha de
corresponder a la naturaleza del pecado, y, por lo tanto, el Redentor debió
sufrir la sentencia de la muerte para poder efectuar la restauración de la
vida. He aquí el significado de la declaración: “Sin derramamiento de sangre no
se hace remisión” (He. 9:22). Solamente por medio de tal muerte pudo el
Redentor anular el poder de quien tenía el imperio de la muerte, es a saber, el
diablo (He. 2:14). En la sabiduría eterna de Dios hubo esta necesidad: que la
misma muerte, el gran enemigo de los hombres, llegase a ser el instrumento de
su salvación, y que aquello que era tanto el resultado como el castigo del
pecado se convirtiera en camino para redimir al hombre de su pecado (1 Co.
15:56; Ef. 2:16).
Pero
se desprende de todo ello que la muerte de Cristo es “la muerte de la muerte”,
según la figura de la serpiente de metal en el desierto, ilustrándose el mismo
hecho por la manera en que David mató a Goliat con la misma espada del gigante
(Nm. 21:6, 8; cp. Jn. 3:14; 1 S. 17:51; He. 2:14).
He
aquí la lógica de la salvación, que se arraiga profundamente en el plan divino
de la redención, siendo irrecusable y demoledora frente a todos los orgullosos
ataques de la incredulidad. La “teología de la sangre” —según la despectiva
frase de los enemigos de la cruz— que tiene a Cristo crucificado como su
centro, permanece inconmovible como nuestra roca de salvación (He. 9:22; 1 Co.
2:2; Gá. 3:1). Para muchos, ciertamente, es piedra de tropiezo, roca de
escándalo y señal que será contradicha, pero para los redimidos es “la piedra
viva, elegida, preciosa”, el fundamento inamovible de su fe (1 P. 2:4, 6, 8;
Is. 28:16; Sal. 118:22). Esta piedra está puesta “para caída y levantamiento de
muchos”, o según la figura de Pablo en 2 Corintios 2:15-16, es “olor de muerte
para muerte” en el caso de algunos, pero “de vida para vida” tratándose de
otros. Para los judíos es tropezadero y para los griegos locura, pero no por
eso deja de ser “potencia de Dios y sabiduría de Dios” (Le. 2:34; 2 Co. 2:15-
16; 1 Co. 1:18, 23-24).
El
concepto de la sustitución había dejado tan honda mella en las prefiguraciones
del Antiguo Testamento que se emplea la misma voz (heb. chata-ah) tanto para
indicar el pecado mismo como la ofrenda por el pecado. En Éxodo 34:7 y 1 Samuel
2:17 chata-ha significa pecado; en cambio, en Números 32:23 e Isaías 5:18 equivale
al castigo que recibe el pecado, mientras que en Levítico 6:18, 23 y Ezequiel
40:39 es la ofrenda por el pecado. Este uso echa luz sobre la gran declaración
de 2 Corintios 5:21: “Al que no conoció pecado, [Dios] hizo pecado por
nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”, que puede
leerse: “[Dios] le hizo ofrenda por el pecado a nuestro favor.” Ciertos
teólogos modernistas calumnian a Pablo, tildándole de falsificador del
cristianismo, por haber enseñado este concepto de sustitución, pero de hecho no
arranca de sus enseñanzas en primer término, sino de las del Maestro mismo
quien testificó que no había venido para ser servido, sino para servir y “dar
su vida en precio de rescate en lugar de muchos” (Mt. 20:28, trad. lit.). La
frase griega anti pollon que Reina-Valera traduce “por muchos” significa, sin
que haya lugar a contradicción, “en lugar de muchos” según muchos ejemplos que
se hallan en la versión griega del Antiguo Testamento tan usada por los judíos
en el primer siglo, la “Alejandrina” o “Septuaginta” Así en Génesis 22:13,
Abraham ofreció el carnero “en lugar de su hijo” (griego, anti); en algunas
listas de reyes, para indicar que el hijo llegó a reinar “en lugar de su
padre”, se emplea la misma palabra (Gn. 36:33-35, etc.), siendo clarísima la
idea de sustitución. Pablo no inventa novedades, pues, cuando describe la
ofrenda del Señor de sí mismo como “un precio de rescate en lugar de muchos”
(anti- lutron, 1 Ti. 2:6), sino que se basa en las enseñanzas del Cristo, de la
forma en que éstas concretaban e interpretaban las indicaciones del Antiguo
Testamento.
La cruz es la base de la
santificación para los salvos
Cristo
el Señor murió en la cruz para que nosotros fuésemos salvados de la cruz. Esta
afirmación subraya la parte negativa y judicial de su muerte, o sea la
liberación que fue provista por el Gólgota. Desde otros puntos de vista Cristo
murió en la cruz con el fin de que fuésemos asociados con El allí, lo que nos
incluye en el significado de su muerte a los efectos morales de una vida santa,
y eso señala la obligación del Gólgota. Nosotros somos “plantados juntamente”
con el Crucificado, siendo vinculados orgánicamente a la “semejanza de su
muerte” (Ro. 6:5). Todo eso es otra manera de expresar las enseñanzas del
Maestro en los evangelios: que somos discípulos que llevamos su cruz en pos de Él
o según otra figura, somos granos de trigo a semejanza de Cristo mismo,
sabiendo que no llegamos a vivir espiritualmente sino a través de la muerte
(Mt. 10:38; Jn. 12:24-25). Así somos llamados a participar en lo que era la
fundación de nuestra redención, o sea de la muerte, que no por ser tenebrosa
deja de ser preciosa.
Según
Gálatas 2:20 hemos sido “crucificados con Cristo” y por eso:
·
El mundo alrededor está muerto
por medio del Crucificado, pues por la cruz el mundo está crucificado a
nosotros, y nosotros a El (Gá. 6:14).
·
El mundo dentro de nosotros, o
sea la carne en nosotros, ha sido crucificada igualmente en la cruz, según la
afirmación de Pablo: “sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue juntamente
crucificado con él... a fin de que no sirvamos más al pecado” (Ro. 6:6, 11).
·
El mundo debajo de nosotros ha
sufrido una derrota total por medio de la cruz, de forma que Pablo pudo
declarar que Cristo, “despojando los principados y las potestades, sacólos a la
vergüenza en público, triunfando de ellos en sí mismo” (Col. 2:15, cp. Gn.
3:15).
·
El mundo encima de nosotros se
ha convertido en una esfera de gracia y de bendición, ya que ha sido abolida la
maldición de la ley, siendo clavados en la cruz, de modo que el creyente puede
exclamar: “Yo por la ley soy muerto a la ley, para vivir a Dios” (Gá. 2:19).
El
pecador vivía bajo la amenaza de la ley, pero ahora Cristo ha cumplido su
fatídica sentencia en su lugar, muriendo por medio de la ley (Gá. 4:4; 3:10).
Por este cumplimiento total de la sentencia de la ley, ésta ya no puede
levantar acusación alguna contra El, como representante de la raza, a la manera
en que el hombre ajusticiado pierde toda relación con la autoridad que le
condenó a la muerte. Cristo, pues, está muerto a la ley. Ahora bien, el creyente
en Cristo tiene su parte en la misma experiencia de Cristo por el hecho de su
identificación con El —resultado de la fe verdadera— y, por ende, él también ha
muerto a la ley y vive ya en la libertad de su unión vital con aquel que fue
levantado de entre los muertos (Ro. 7:4).
Erich
Sauer, El triunfo del crucificado, pág 51-54.
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