domingo, 11 de abril de 2021

NUESTRO INCOMPARABLE SEÑOR (4)

 

Hijo de David y Señor de David

 El primer título con que nuestro Señor se reviste en el Nuevo Testamento, en el primer versículo de Mateo, es el de Hijo de David: “Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham”. Y el primer título dado a David es el de rey: “Isaí engendró al rey David, y el rey David engendró a Salomón”.


David como rey

El Espíritu Santo nota cuidadosamente que David está vinculado con Cristo según la carne, que es ascendiente del Señor. Nuestro Señor viene de la línea y familia de David, y como tal todas las glorias pertenecientes al reino, tema de la profecía del Antiguo Testamento, le corresponden a él.

            Al proseguir en la lectura de este capítulo al comienzo de Mateo, siguiendo las pisadas de las generaciones, nuestros ojos se centran en el nombre Jesús, el que viene no para salvar a Israel de los filisteos sino salvar a su pueblo de sus pecados. Antes de haber continuado mucho, aprendemos de hombres sabios del Oriente, preguntando en las calles de la ciudad capitalina de David dónde está aquel que ha nacido Rey de los judíos. Nuestro Señor es hijo de David. Está en la línea clara y directa de la sucesión de aquél, y por lo tanto nace Rey. El trono de David es suyo por derecho, y con ese trono el imperio mundano que le corresponde.

            David Baron, el conocido escritor judío y evangélico, ha señalado que nuestro Señor es el último cuya descendencia de David ha podido ser probada adecuadamente. Una vez destruidos Jerusalén y el templo en el año 70, y con ellos los registros genealógicos de la nación, hubiera sido humanamente imposible restablecer la secuencia ya conocida.

            Es claro en las Escrituras que el Mesías tendría que establecer que era en realidad el hijo de David. Este título se concedía por lo regular a nuestro Señor. En el Evangelio según Mateo hay hombres ciegos que le solicitan una bendición, empleando este lenguaje: “Jesús, hijo de David, ten misericordia de nosotros”. Hay una mujer de los gentiles, de Sirofenecia, que busca también la benevolencia suya y emplea el mismo lenguaje. En el capítulo 12 la población se pregunta a una: “¿Será éste aquel Hijo de David?”

            En el capítulo 21 nuestro Señor reclama formalmente el trono de David. Deliberadamente cumple de una manera literal las palabras del Antiguo Testamento bien conocidas al pueblo judío. “Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna”, Zacarías 9.9.

            Mientras Él procedía, el pueblo le aclamaba, diciendo: “¡Hosanna al Hijo de David!” Aun los niños le cantaban sus alabanzas en estas palabras, y cuando algunos les mandaron a guardar silencio, nuestro Señor respondió en las palabras de David: “De la boca de niños y los que maman perfeccionaste la alabanza”. Perfeccionamos la alabanza cuando damos a Cristo lo que le corresponde. Uno no precisa de cabeza llena de conocimiento bíblico, o un corazón desbordándose de visión misionera, para dar alabanza perfecta; cuando rendimos a Cristo lo suyo con la sencillez de un niño, perfeccionamos la alabanza.

            Sus enemigos han podido cuestionar su afirmación de ser el Hijo de David; no dudamos de que hayan querido hacerlo, pero aparentemente nadie se atrevió. Más adelante los apóstoles fueron acusados y encarcelados por predicar el evangelio, pero ninguno fue llevado ante un juez y acusado de haber mentido al proclamar que Jesús de Nazaret era el Hijo de David.

            Acordémonos: Esto era importante, una verdad a ser confesada en el evangelio. El evangelio de Dios difiere de las filosofías y los sistemas vaporosos, místicos y vagos que hombres han ideado y encajado sobre la raza humana. De ninguna manera pueden ser definidos en términos de realidad y certitud. Precisar su sentido es como intentar recoger vapor con tenedor.

            Pero el evangelio de Dios tiene sus raíces en la historia humana. “Acuérdate de Jesucristo, del linaje de David, resucitado de los muertos conforme a mi evangelio”, 2 Timoteo 2.8, fue el instructivo que Pablo dio. Cristo, quien es la suma del mensaje que predicamos, es en verdad Hombre. Él cuenta con un linaje legítimo, humano, y la historia sobre la cual el evangelio se basa es una de la realidad humana.

            Así, cuando Pablo se sentó a escribir el tratado más profundo que existe, la explicación inspirada del evangelio como es la Epístola a los Romanos, él definió su evangelio en este mismo lenguaje: “Él evangelio de Dios, que él había prometido antes por sus profetas en las Santas Escrituras, acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos”.

            Allí en la gloria nuestro Señor no rehúsa llevar ese mismo título. Cuando Juan miró y vio al Cordero en medio del trono, él sabía que contaba con la mayor autoridad para creer que aquel Cordero era idéntico a Uno cuyo título es El León de la Tribu de Judá. En el último de los mensajes que la Biblia tiene para su Iglesia, dice: “Yo soy la raíz y el linaje de David”.

David como profeta

No sólo está David delante de nosotros como un Rey en el Nuevo Testamento, sino como profeta también. Al recordar cuán ocupada y accidentada era la vida de David, nos sorprende lo poco que habla el Nuevo Testamento sobre lo que él hizo. Mucho más leemos allí de lo que dijo y escribió. Él es importante para nosotros como profeta porque, como recalcó Pedro en el Día de Pentecostés, “el patriarca David ... siendo profeta”, y “David ... mismo dice ...”

            David está vinculado con Cristo por cuanto es uno de los profetas que testificó anticipadamente de su sufrimiento y gloria. Las palabras que el Espíritu le mandó a escribir en sus salmos son palabras que fueron empleadas a menudo por los primeros predicadores cuando hacían saber a sus oyentes las demandas de Dios sobre ellos.

            David testifica acerca de la senda de Cristo. Pedro escribe citando lo que dice el Salmo 16 acerca de las palabras que se referían proféticamente a Cristo: “Veía al Señor siempre delante de mí”. Aquí hay un testimonio en cuanto al andar intachable de nuestro Señor. Adán fue colocado aquí en una hermosa escena de inocencia, pero él no veía al Señor siempre delante. Él cayó y nos involucró a todos en ruina. El Señor Jesús entró en una escena desfigurada por el pecado, pero veía siempre al Señor Jehová delante de él. Nada hizo sin referirse a Dios, y por consiguiente contaba con él siempre a su diestra y nunca fue conmovido. El andar de nuestro Señor fue uno de comunión continua y placentera, paso a paso en armonía con Dios. Las olas de tentación caían en vano sobre él; el gran Hijo de David no sería conmovido.

            En esa senda Él encontró profundo gozo. “Mi corazón se alegró, y se gozó mi lengua”, Hechos 2.26, citando Salmo 16.9. No hay gozo tan pleno ni paz tan tranquila como el gozo y la paz de aquel que anda en comunión con Dios. Así, cuando nuestro Señor se encontró cara a cara con la oscuridad de la muerte, ésta fue su confianza “No dejarás mi alma en el Hades, ni permitirás que tu Santo vea corrupción”. Pedro nos hace saber que David, al hablar así, no se refería a sí mismo. Las palabras del Salmo van mucho más allá de cualquier experiencia que David conoció. Hay un sepulcro no muy lejos de Jerusalén donde yacen aún ahora el polvo y los huesos de David, pero hay otro sepulcro, allá en un huerto, que está vacío. “Aquel a quien Dios levantó, no vio corrupción”, Hechos 13.37.

            David testificó acerca de la senda de Cristo, su andar perfecto, su muerte y resu-rrección. En el Salmo 110 testifica de la exaltación de Cristo. “Jehová”, escribe David, “dijo a mi Señor. “Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies”. Pedro razona de la misma manera que David no ha podido decir esto acerca de sí mismo por cuanto él llama “mi Señor” a la persona acerca de quien escribe.

            Nuestro Señor mismo cita a David y señala que era profeta y que dio testimonio a la persona de Cristo. Hubo un día cuando nuestro Señor, habiendo contestado muchas preguntas, preguntó: “¿Qué pensáis del Mesías? ¿De quién es hijo?” Todo muchacho judío sabía eso. Era fácil, y contestaron enseguida: “De David”. “Pero”, prosiguió nuestro Señor, “David en el Espíritu le llama Señor; en una conversación celestial había oído a Jehová decir a su Señor: «Siéntate a mi derecha.» Ustedes dicen que es Hijo de David. David le llama Señor. ¿Cómo resuelven este enigma?”

            Hijo de David, con todas las ideas de subordinación que la palabra hijo comunica. Señor de David, con todas las ideas de superioridad que la palabra señor comunica. ¿Cómo pueden ser ciertas ambas cosas a la vez? Eso iba más allá de toda la teología de aquella gente de Mateo capítulo 22. David había escrito de Uno que vendría por su propia línea de descendencia según la carne, pero que era su Señor. No sólo hombre, sino Dios.

            Como profeta, David dio testimonio al poder de Cristo. Esa fue una gran reunión de predicación al aire libre de la cual se habla en Hechos capítulo 4. Tiene que haber sido al aire libre porque uno no concibe de una apertura como ésa si aquellos predicadores tuviesen un techo sobre la cabeza: “Soberano Señor, tú eres el Dios que hiciste el cielo y la tierra ...” Pedro y Juan apenas habían sido sueltos de la cárcel y, llegando a los suyos, van a la oración. Las primeras palabras que salen de sus bocas son: “Soberano Señor”.

            Y ellos prosiguen, manifestando su fe al citar las palabras del segundo salmo. Las naciones se agitan, los potentados se oponen, los gobiernos persiguen, pero todos pueden hacer tan sólo lo que Dios ha dispuesto de antemano que hiciesen. El Señor que ellos servían era el Soberano, y con el desenvolvimiento de la historia del universo en sus manos. Por lo tanto, ellos dos y sus hermanos oraban con calma, no rogando ser liberados de sus perseguidores, o que sus enemigos fuesen desmenuzados como vasija de alfarero, Salmo 2:9, sino que les fuese concedida a ellos mismos gracia para hablar con denuedo la Palabra de Dios.

David como hombre

Contemplamos al Rey David con admiración, y guardamos una distancia respetuosa. Pensamos en David el profeta con algo de temor reverencial, teniendo presente la dignidad de ese oficio. Pero David era hombre también, un hombre de verdad, un hombre con pasiones como las nuestras; un hombre que conocía de cerca a Dios. En el Nuevo Testamento se habla no poco acerca de David como hombre de carne y hueso, y de su trato con Dios.

            En términos amplios, el Nuevo Testamento se divide en dos: los cuatro Evangelios y Hechos son históricos; las epístolas y el Apocalipsis son doctrinales. En cada una de estas dos divisiones, los primeros dos hombres del Antiguo Testamento que se mencionan son Abraham y David. No sólo Mateo, sino también la Epístola a los Romanos, nos presentan estos hombres; en el tercer versículo de esa epístola leemos de “nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne”. Sin embargo, el propósito en Romanos no es establecer genealogía sino de destacar las relaciones íntimas que los dos hombres gozaban con Dios.

            La primera palabra dicha en la Biblia acerca de David trata de esto mismo. Samuel habló a Saúl en el momento en que éste fue desechado, mucho antes de que figure el nombre de David; el profeta dice: “Jehová se ha buscado un varón conforme a su corazón”, 1 Samuel 13.14, y Pablo agrega, “... quien hará todo lo que yo quiero”, Hechos 13.22. Los capítulos vienen y van, y por fin aparece el joven David. Y luego el relato largo de su historia.

            Ahora, sabemos bien que la vida de David no estaba libre de mancha, y que los relatos del Antiguo Testamento narran fielmente sus fracasos tristes. Hay casi cincuenta referencias a David en el Nuevo Testamento, pero ni una de ellas hace mención de su comportamiento en Gat ante Aquis, cuando fingió locura y cambió su conducta por miedo de los filisteos, y la ocasión cuando dijo: “Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl”. El Nuevo Testamento pasa por encima de aquello. Ni una palabra se repite en el Nuevo Testamento sobre aquel horrible asunto de Urías el heteo y Betsabé su esposa. La debilidad suya en el hogar a causa de la cual dejó de atender primero a Amnón y luego a Absalón: nada hay sobre estos asuntos en el Nuevo Testamento. Ni su orgullo al censar el pueblo, ni esas palabras de venganza que pronunció contra Simei y Joab desde su lecho de muerte. Se guarda silencio.

            En cambio, el Nuevo Testamento dice de nuevo lo que Dios había dicho antes que sucedieran estas cosas: “Varón conforme a mi corazón”. Es que David era un hombre perdonado, y el perdón que Dios da lleva consigo el olvido de toda transgresión. Y cuando David había cumplido plenamente toda la medida del servicio que le fue asignado, el “durmió”, como dice Hechos 13.36. Lenguaje tierno es éste, figura del trabajador que, su faena del día realizada, se acuesta y entra en el reposo merecido.

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