Hijo
de David y Señor de David
El primer título con que nuestro Señor se
reviste en el Nuevo Testamento, en el primer versículo de Mateo, es el de Hijo
de David: “Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de
Abraham”. Y el primer título dado a David es el de rey: “Isaí engendró al rey
David, y el rey David engendró a Salomón”.
David
como rey
El Espíritu Santo
nota cuidadosamente que David está vinculado con Cristo según la carne, que es
ascendiente del Señor. Nuestro Señor viene de la línea y familia de David, y
como tal todas las glorias pertenecientes al reino, tema de la profecía del
Antiguo Testamento, le corresponden a él.
Al proseguir en la lectura de este
capítulo al comienzo de Mateo, siguiendo las pisadas de las generaciones,
nuestros ojos se centran en el nombre Jesús, el que viene no para salvar a
Israel de los filisteos sino salvar a su pueblo de sus pecados. Antes de haber
continuado mucho, aprendemos de hombres sabios del Oriente, preguntando en las
calles de la ciudad capitalina de David dónde está aquel que ha nacido Rey de
los judíos. Nuestro Señor es hijo de David. Está en la línea clara y directa de
la sucesión de aquél, y por lo tanto nace Rey. El trono de David es suyo por
derecho, y con ese trono el imperio mundano que le corresponde.
David Baron, el conocido escritor
judío y evangélico, ha señalado que nuestro Señor es el último cuya
descendencia de David ha podido ser probada adecuadamente. Una vez destruidos
Jerusalén y el templo en el año 70, y con ellos los registros genealógicos de
la nación, hubiera sido humanamente imposible restablecer la secuencia ya
conocida.
Es claro en las Escrituras que el
Mesías tendría que establecer que era en realidad el hijo de David. Este título
se concedía por lo regular a nuestro Señor. En el Evangelio según Mateo hay
hombres ciegos que le solicitan una bendición, empleando este lenguaje: “Jesús,
hijo de David, ten misericordia de nosotros”. Hay una mujer de los gentiles, de
Sirofenecia, que busca también la benevolencia suya y emplea el mismo lenguaje.
En el capítulo 12 la población se pregunta a una: “¿Será éste aquel Hijo de
David?”
En el capítulo 21 nuestro Señor
reclama formalmente el trono de David. Deliberadamente cumple de una manera
literal las palabras del Antiguo Testamento bien conocidas al pueblo judío.
“Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí
tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno,
sobre un pollino hijo de asna”, Zacarías 9.9.
Mientras Él procedía, el pueblo le
aclamaba, diciendo: “¡Hosanna al Hijo de David!” Aun los niños le cantaban sus
alabanzas en estas palabras, y cuando algunos les mandaron a guardar silencio,
nuestro Señor respondió en las palabras de David: “De la boca de niños y los
que maman perfeccionaste la alabanza”. Perfeccionamos la alabanza cuando damos
a Cristo lo que le corresponde. Uno no precisa de cabeza llena de conocimiento
bíblico, o un corazón desbordándose de visión misionera, para dar alabanza
perfecta; cuando rendimos a Cristo lo suyo con la sencillez de un niño,
perfeccionamos la alabanza.
Sus enemigos han podido cuestionar
su afirmación de ser el Hijo de David; no dudamos de que hayan querido hacerlo,
pero aparentemente nadie se atrevió. Más adelante los apóstoles fueron acusados
y encarcelados por predicar el evangelio, pero ninguno fue llevado ante un juez
y acusado de haber mentido al proclamar que Jesús de Nazaret era el Hijo de
David.
Acordémonos: Esto era importante,
una verdad a ser confesada en el evangelio. El evangelio de Dios difiere de las
filosofías y los sistemas vaporosos, místicos y vagos que hombres han ideado y
encajado sobre la raza humana. De ninguna manera pueden ser definidos en
términos de realidad y certitud. Precisar su sentido es como intentar recoger
vapor con tenedor.
Pero el evangelio de Dios tiene sus
raíces en la historia humana. “Acuérdate de Jesucristo, del linaje de David,
resucitado de los muertos conforme a mi evangelio”, 2 Timoteo 2.8, fue el
instructivo que Pablo dio. Cristo, quien es la suma del mensaje que predicamos,
es en verdad Hombre. Él cuenta con un linaje legítimo, humano, y la historia
sobre la cual el evangelio se basa es una de la realidad humana.
Así, cuando Pablo se sentó a
escribir el tratado más profundo que existe, la explicación inspirada del
evangelio como es la Epístola a los Romanos, él definió su evangelio en este
mismo lenguaje: “Él evangelio de Dios, que él había prometido antes por sus
profetas en las Santas Escrituras, acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo,
que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con
poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los
muertos”.
Allí en la gloria nuestro Señor no
rehúsa llevar ese mismo título. Cuando Juan miró y vio al Cordero en medio del
trono, él sabía que contaba con la mayor autoridad para creer que aquel Cordero
era idéntico a Uno cuyo título es El León de la Tribu de Judá. En el último de
los mensajes que la Biblia tiene para su Iglesia, dice: “Yo soy la raíz y el
linaje de David”.
David como profeta
No sólo está David
delante de nosotros como un Rey en el Nuevo Testamento, sino como profeta
también. Al recordar cuán ocupada y accidentada era la vida de David, nos
sorprende lo poco que habla el Nuevo Testamento sobre lo que él hizo. Mucho más
leemos allí de lo que dijo y escribió. Él es importante para nosotros como
profeta porque, como recalcó Pedro en el Día de Pentecostés, “el patriarca
David ... siendo profeta”, y “David ... mismo dice ...”
David está vinculado con Cristo por
cuanto es uno de los profetas que testificó anticipadamente de su sufrimiento y
gloria. Las palabras que el Espíritu le mandó a escribir en sus salmos son
palabras que fueron empleadas a menudo por los primeros predicadores cuando
hacían saber a sus oyentes las demandas de Dios sobre ellos.
David testifica acerca de la senda
de Cristo. Pedro escribe citando lo que dice el Salmo 16 acerca de las palabras
que se referían proféticamente a Cristo: “Veía al Señor siempre delante de mí”.
Aquí hay un testimonio en cuanto al andar intachable de nuestro Señor. Adán fue
colocado aquí en una hermosa escena de inocencia, pero él no veía al Señor
siempre delante. Él cayó y nos involucró a todos en ruina. El Señor Jesús entró
en una escena desfigurada por el pecado, pero veía siempre al Señor Jehová
delante de él. Nada hizo sin referirse a Dios, y por consiguiente contaba con
él siempre a su diestra y nunca fue conmovido. El andar de nuestro Señor fue
uno de comunión continua y placentera, paso a paso en armonía con Dios. Las
olas de tentación caían en vano sobre él; el gran Hijo de David no sería
conmovido.
En esa senda Él encontró profundo
gozo. “Mi corazón se alegró, y se gozó mi lengua”, Hechos 2.26, citando Salmo
16.9. No hay gozo tan pleno ni paz tan tranquila como el gozo y la paz de aquel
que anda en comunión con Dios. Así, cuando nuestro Señor se encontró cara a
cara con la oscuridad de la muerte, ésta fue su confianza “No dejarás mi alma
en el Hades, ni permitirás que tu Santo vea corrupción”. Pedro nos hace saber
que David, al hablar así, no se refería a sí mismo. Las palabras del Salmo van
mucho más allá de cualquier experiencia que David conoció. Hay un sepulcro no
muy lejos de Jerusalén donde yacen aún ahora el polvo y los huesos de David,
pero hay otro sepulcro, allá en un huerto, que está vacío. “Aquel a quien Dios
levantó, no vio corrupción”, Hechos 13.37.
David testificó acerca de la senda
de Cristo, su andar perfecto, su muerte y resu-rrección. En el Salmo 110 testifica
de la exaltación de Cristo. “Jehová”, escribe David, “dijo a mi Señor.
“Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus
pies”. Pedro razona de la misma manera que David no ha podido decir esto acerca
de sí mismo por cuanto él llama “mi Señor” a la persona acerca de quien
escribe.
Nuestro Señor mismo cita a David y
señala que era profeta y que dio testimonio a la persona de Cristo. Hubo un día
cuando nuestro Señor, habiendo contestado muchas preguntas, preguntó: “¿Qué
pensáis del Mesías? ¿De quién es hijo?” Todo muchacho judío sabía eso. Era
fácil, y contestaron enseguida: “De David”. “Pero”, prosiguió nuestro Señor,
“David en el Espíritu le llama Señor; en una conversación celestial había oído
a Jehová decir a su Señor: «Siéntate a mi derecha.» Ustedes dicen que es Hijo
de David. David le llama Señor. ¿Cómo resuelven este enigma?”
Hijo de David, con todas las ideas
de subordinación que la palabra hijo comunica. Señor de David, con todas las
ideas de superioridad que la palabra señor comunica. ¿Cómo pueden ser ciertas
ambas cosas a la vez? Eso iba más allá de toda la teología de aquella gente de
Mateo capítulo 22. David había escrito de Uno que vendría por su propia línea
de descendencia según la carne, pero que era su Señor. No sólo hombre, sino
Dios.
Como profeta, David dio testimonio
al poder de Cristo. Esa fue una gran reunión de predicación al aire libre de la
cual se habla en Hechos capítulo 4. Tiene que haber sido al aire libre porque
uno no concibe de una apertura como ésa si aquellos predicadores tuviesen un
techo sobre la cabeza: “Soberano Señor, tú eres el Dios que hiciste el cielo y
la tierra ...” Pedro y Juan apenas habían sido sueltos de la cárcel y, llegando
a los suyos, van a la oración. Las primeras palabras que salen de sus bocas
son: “Soberano Señor”.
Y ellos prosiguen, manifestando su
fe al citar las palabras del segundo salmo. Las naciones se agitan, los
potentados se oponen, los gobiernos persiguen, pero todos pueden hacer tan sólo
lo que Dios ha dispuesto de antemano que hiciesen. El Señor que ellos servían
era el Soberano, y con el desenvolvimiento de la historia del universo en sus
manos. Por lo tanto, ellos dos y sus hermanos oraban con calma, no rogando ser
liberados de sus perseguidores, o que sus enemigos fuesen desmenuzados como
vasija de alfarero, Salmo 2:9, sino que les fuese concedida a ellos mismos
gracia para hablar con denuedo la Palabra de Dios.
David
como hombre
Contemplamos al Rey David con admiración, y
guardamos una distancia respetuosa. Pensamos en David el profeta con algo de
temor reverencial, teniendo presente la dignidad de ese oficio. Pero David era
hombre también, un hombre de verdad, un hombre con pasiones como las nuestras;
un hombre que conocía de cerca a Dios. En el Nuevo Testamento se habla no poco
acerca de David como hombre de carne y hueso, y de su trato con Dios.
En términos amplios, el Nuevo
Testamento se divide en dos: los cuatro Evangelios y Hechos son históricos; las
epístolas y el Apocalipsis son doctrinales. En cada una de estas dos
divisiones, los primeros dos hombres del Antiguo Testamento que se mencionan
son Abraham y David. No sólo Mateo, sino también la Epístola a los Romanos, nos
presentan estos hombres; en el tercer versículo de esa epístola leemos de
“nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne”. Sin
embargo, el propósito en Romanos no es establecer genealogía sino de destacar
las relaciones íntimas que los dos hombres gozaban con Dios.
La primera palabra dicha en la
Biblia acerca de David trata de esto mismo. Samuel habló a Saúl en el momento
en que éste fue desechado, mucho antes de que figure el nombre de David; el
profeta dice: “Jehová se ha buscado un varón conforme a su corazón”, 1 Samuel
13.14, y Pablo agrega, “... quien hará todo lo que yo quiero”, Hechos 13.22.
Los capítulos vienen y van, y por fin aparece el joven David. Y luego el relato
largo de su historia.
Ahora, sabemos bien que la vida de
David no estaba libre de mancha, y que los relatos del Antiguo Testamento
narran fielmente sus fracasos tristes. Hay casi cincuenta referencias a David
en el Nuevo Testamento, pero ni una de ellas hace mención de su comportamiento
en Gat ante Aquis, cuando fingió locura y cambió su conducta por miedo de los
filisteos, y la ocasión cuando dijo: “Al fin seré muerto algún día por la mano
de Saúl”. El Nuevo Testamento pasa por encima de aquello. Ni una palabra se
repite en el Nuevo Testamento sobre aquel horrible asunto de Urías el heteo y
Betsabé su esposa. La debilidad suya en el hogar a causa de la cual dejó de
atender primero a Amnón y luego a Absalón: nada hay sobre estos asuntos en el
Nuevo Testamento. Ni su orgullo al censar el pueblo, ni esas palabras de
venganza que pronunció contra Simei y Joab desde su lecho de muerte. Se guarda
silencio.
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