Es muy agradable a nuestro espíritu considerar el
carácter del Señor Jesús como nuestro Pastor, en cualquiera de sus aspectos, ya
sea como: “el buen pastor” (Juan 10:11) dando su vida por las ovejas; “el gran
pastor” (Heb. 13:20) saliendo de la tumba, habiendo ya - en la grandeza de su
fortaleza - despojado a la muerte de su aguijón y al sepulcro de su victoria;
o, como “el príncipe de los pastores” (1Ped. 5:4), rodeado por todos sus
pastores subordinados, quienes, por amor a Su persona adorable, y por la gracia
de Su espíritu, hayan vigilado y cuidado de la grey. De los cuales ceñirá las
sienes con diademas de gloria. En todos los aspectos de la historia de nuestro
Pastor divino, es muy agradable y edificante pensar en Él.
Ciertamente,
hay algo en el carácter de nuestro Señor como Pastor que se adapta de manera
peculiar a nuestra condición actual. Por la gracia somos constituidos en
“pueblo de su prado, y ovejas de su mano” (Sal. 95:7); y como a tales,
precisamos de manera bien especial de un pastor. Como pecadores, culpables y
arruinados, le necesitamos como el “Cordero de Dios” (Juan 1:29,36); su sangre
expiatoria nos encuentra en aquel punto de nuestra historia y satisface nuestra
urgente necesidad. Como adoradores, le necesitamos como al “gran sacerdote”
(Heb. 10:21), cuyas vestiduras, la expresión comprensiva de sus atributos y
requisitos, demuestran a nuestras almas de la manera más bendita cuán
eficazmente Él se encarga de este oficio. Como ovejas, expuestas a peligros
innumerables en nuestro peregrinaje a través del desierto oscuro en este día
sombrío y tenebroso, verdaderamente podemos escuchar la voz de nuestro Pastor,
cuya vara y cayado nos proporcionan la seguridad y estabilidad para poder
caminar hacia el hogar celestial.
Ahora
bien, en estos siete versículos de Lucas cap. 15, hallamos al Pastor presentado
a nosotros en un aspecto profundamente interesante con respecto a su obrar
bondadoso: se ve aquí buscando la oveja perdida. La parábola tiene un
significado especial debido al hecho de que fue colocada juntamente con la
segunda acerca de la dracma perdida y la tercera acerca del hijo pródigo, como
argumento a favor de las acciones de Dios repletas de gracia, en pro de los
pecadores. (Es una sola “parábola”).
Dios,
en la persona del Señor Jesús, había venido tan cerca del pecador, que el
legalismo y el fariseísmo (representados por escribas y fariseos), se
ofendieron por ello: “Este a los pecadores recibe, y con ellos come”. Aquí
residía la ofensa de que la gracia divina fue imputada en el tribunal del
corazón legal y orgulloso del hombre que se reputa justo a sí mismo. Pero el
recibir así a los pecadores era la misma gloria de Dios - Dios manifestado en
carne - Dios había descendido a la tierra. Fue por eso que Él bajó a este mundo
arruinado. No dejó su trono en los cielos para bajar en búsqueda de los justos,
pues ¿por qué tendría que buscar a los tales? ¿Quién pensaría en buscar cosa
alguna sino solamente lo que se había perdido? Con toda seguridad la misma presencia
de Cristo en este mundo demostró que había venido en busca de algo, y, además,
que ese algo estaba perdido. “El Hijo del hombre vino a buscar y a salvarlo que
se había perdido” (Lc. 19:10).
El alma debería regocijarse en gran manera por el
hecho de que fue como cosa perdida que provocó la gracia y la piedad del
corazón del Pastor. Podemos preguntarnos qué fue lo que impulsó el corazón de
Jesús hacia nosotros, tal como somos; sí, podemos preguntárnoslo, pero
solamente la eternidad nos descifrará la respuesta de este enigma. Podríamos
preguntar al pastor de la parábola por qué pensaba más en aquella oveja
solitaria y perdida que en las noventa y nueve restantes no perdidas. ¿Cuál
sería su respuesta? --- La oveja perdida es mía, es de gran valor para mí, y
tengo que hallarla. Jesús podía ver - Él sólo - en un pecador desvalido, un
objeto de valor para sí y por el cual se viera impelido a descender del trono
de gloria del Padre para salvarlo.
C.H. Mackintosh
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