Cuatro cartas que encontramos en la Biblia y sus resultados
Muchas veces estamos
esperando con ansiedad una carta, y al ver al cartero, nos parece que viene la
nuestra; pero otras, si no estamos esperando ninguna, nos sorprende oír que
tocan a la puerta y, pronunciando nuestro nombre, dicen: “Una carta para
usted”. Mas en cualquier forma, y por los medios que llegue, una carta siempre
nos coloca en una situación de expectativa, en ocasiones maliciosa y hasta
provoca aprensión. Basado en ello, quiero exponer algunas meditaciones sobre
cuatro cartas que encontramos en
·
Una carta que mata
“Escribió
David a Joab una carta, la cual envió por mano de Urías. Y escribió en la
carta, diciendo: Poned a Urías al frente, en lo más recio de la batalla, y
retiraos de él, para que sea herido y muera”. (2 Samuel 11:14,15)
Es muy triste leer de aquel noble y temeroso siervo Urías que,
inocentemente, llevaba en las manos su propia sentencia de muerte. ¡Qué feo es,
y cuánto deña hace, el pecado escondido!
Con otro siervo del Señor, visitamos a dos personas que en otro tiempo
estuvieron en comunión, para probar su ánimo y saber si estaban dispuestos a
volver a la asamblea. Pero el carácter agresivo, las palabras y los gestos de
ellos, evidenciaban el “homicidio espiritual” (1 Juan 3:15), porque no es tanto
que experimenten resentimiento contra todo otro hermano, sino que abrigan en su
pecho “el instrumento de muerte” que, por obra del pecado escondido, los hace
llevar una amargura hasta la muerte.
En cambio,
no ocurrió así a David, quien con gran humillación dijo: “Pequé contra Jehová”;
y Él remitió su pecado. (2 Samuel 12:13)
·
Una carta que enoja
“Le dijo
el rey de Siria: Anda, ve, y yo enviaré cartas al rey de Israel. Salió, pues,
él, llevando consigo diez talentos de plata, y seis mil piezas de oro, y diez
mudas de vestidos. Tomó también cartas para el rey de Israel, que decían así:
Cuando lleguen a ti estas cartas, sabe por ellas que yo envío a ti mi siervo
Naamán, para que lo sanes de su lepra”. (2 Reyes 5:6,7)
El rey de Siria envió esta carta con ocasión de la enfermedad de Naamán,
al rey de Israel, , quien para ese tiempo era Joram, tan impío como su padre
Acab, pues “se entregó a los pecados de Jeroboam ... que hizo pecar a Israel, y
no se apartó de ellos. (2 Reyes 3:3)
La respuesta de Joram, al leer aquella misiva, pone de manifiesto su
carácter delicado, susceptible, carnal, y su desconocimiento de Dios, que no le
facultaba para dar importancia al alto concepto y a la fe que, en el Dios de
Israel, tenían muchos fuera de las fronteras nacionales. Tal era su vil
condición que, en cierta ocasión, el profeta Eliseo lo trató con desprecio.
(3:14)
¡Qué
oportunidad perdió Joram de hacer que el nombre de Dios fuese engrandecido por
intermedio suyo! Al leer la carta se enojó, dándole una mala interpretación, un
malentendido, porque conocía a Dios como los otros paganos, que sólo ven en Él
una especie de gigante, “que mata y da vida” (5:7), e ignoraba por completo la
virtud sobresaliente del Señor, que es amor. Su concepto de Dios era semejante
del siervo inútil en la parábola de Jesús, quien dijo a su señor: “Te conocía
que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no
esparciste”. (Mateo 25:24,25) Esto es debido, hasta la actualidad, a que sólo
la nueva creación (la espiritual) es lo que puede hacer cambiar el carácter.
·
Una carta que salva la vida
“Escribió
una carta en estos términos: Claudio Lisias al excelentísimo gobernador Félix:
Salud. A este hombre, ... hallé que le acusaban por cuestiones de la ley de
ellos, pero que ningún delito tenía digno de muerte o de prisión”. (Hechos
23:25-30)
La tercera constituía un salvoconducto para Pablo, el gran apóstol de
nuestro Señor Jesucristo, cuando era conducido por los soldados de Jerusalén a
Cesarea. No cabe duda que tanto la carta como la custodia eran dignas del
embajador de más prestigio que ha vivido en este mundo, fiel a su Señor,
humilde en su carácter, limpio en su conducta, quien constituye el primer
paladín ejemplar de los seguidores de Cristo. El autor de dicha correspondencia
fue Claudio Lisias, el tribuno romano de Jerusalén. ¡Oh, Claudio! el día de las
recompensas tuviste, o tendrás, la tuya.
La carta de Claudio es de este estilo: honesta, noble, concisa, sin
fanatismo ni adulancia y sin las expresiones de quien busca popularidad. Expone
sencillamente los hechos, y da una opinión clara y justamente favorable al
acusado. Es muy bueno y satisfactorio poder escribir encomiando a alguno por su
buen testimonio, como en el caso de Febe, de quien se escribió: “Os recomiendo
además nuestra hermana Febe, la cual es diaconisa de la iglesia en Cencrea ...
porque ella ha ayudado a muchos”. (Romanos 16:1,2) Pero es algo lamentable
cuando en algunas cartas tiene que exponerse una conducta deshonesta o cierta
sospecha sobre algún hermano.
Ahora, de
aquellos cuarenta insensatos que con su actitud dieron origen a la situación
causante de aquella misiva, nada sabemos. Pero sí se puede asegurar sin vacilar
que la maldición con que se juramentaron les vino encima en cumplimiento de
· Una carta que cura
“Aunque os
contristé con la carta, no me pesa, aunque entonces lo lamenté; porque veo que
aquella carta, aunque por algún tiempo, os contristó. Ahora me gozo, no porque
hayáis sido contristados, sino porque fuisteis contristados para
arrepentimiento; porque habéis sido contristados según Dios, para que ninguna
pérdida padecieseis por nuestra parte”. (2 Corintios 7:8,9)
La cuarta carta, enviada a los hermanos de Corinto, consta de dieciséis
capítulos y fue escrita por el apóstol Pablo con muchas lágrimas y gran
preocupación, pero con toda la sinceridad de su alma, para exhortarles la
verdad sin embargues. Su envío provocó en el autor una gran ansiedad durante
algún tiempo, por querer saber la reacción y el resultado obtenido con la
carta. Pero no teme las represalias que pudieran desencadenarse, porque la
escribió con la guía del Espíritu Santo y en el temor del Señor, hablándoles
claramente de su conducta extremadamente bochornosa. Pues procura con ella
sacar todo el pus del tumor, para hacer bajar la fiebre de grandeza que
envanecía a los corintios. Y ¡qué curación tan extraordinaria produjo!
La evidencia de un resultado saludable la notamos en las palabras
posteriores del apóstol, citadas ya. Y en el versículo 11 de esta misma porción
leemos de los siete frutos* del arrepentimiento promovidos por aquella carta de
tan elevado altruismo para la edificación de la iglesia del Señor en todos los
tiempos.
José Naranjo
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