Porque un Niño nos es nacido, Hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. (Isaías 9:6)
Ahora leemos algo que sobrepasa todo pensamiento, y
verdaderamente debe ser así a causa del bendito Nombre que se nos revela.
“PADRE ETERNO”—¿Quién puede pensar
en la eternidad? ¿Quién puede captar lo infinito? ¡Solo el Dios eterno! Sin
embargo, aunque la eternidad es un concepto infinito, no es más grande que
Aquel del que habla el autor inspirado, el «Hijo que nos es dado», cuyo nombre
es “Padre eterno”. ¡Esto está más allá de nuestra comprensión! Sin embargo, lo
creemos; y más aún, creemos que nuestro Señor, nuestro Salvador Jesucristo, es
Aquel, tal como nos lo dice el Espíritu Santo; y nos gozamos en su grandeza y
gloria; sí, nos regocijamos. Y aunque somos capaces de captar mucho a través de
la gracia divina, también reconocemos que es algo que sobrepasa nuestra
comprensión, sin embargo, ¡nos gozamos en ello! Leemos acerca del Hijo; “Él es
antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten" (Col. 1:17).
Después de tal descripción de su
Nombre, entramos, por así decirlo, a una bahía de tranquilidad en la última
palabra: “¡PRÍNCIPE DE PAZ!” “Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán
límite" (v. 7). Actualmente, los suyos disfrutan de una paz «sin límites»,
pero en su reino, Él será el Príncipe de la paz—el jefe. Él es “el Soberano de
los reyes de la tierra”. No hay nadie por sobre Él. Es el Hijo de David, ¡que a
su vez es Señor de David! Este es el verdadero Salomón del Salmo 72. Leemos que
en el tiempo de su gobierno “los montes llevarán paz al pueblo... Y
muchedumbre de paz, hasta que no haya luna... todas las naciones...lo llamarán
bienaventurado... toda la tierra sea llena de su gloria. Amén y Amén.” (Sal.
72:3,7,17,19).
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