JUAN 14
Los
discípulos en relación con el Espíritu Santo (Juan 14:15-31)
Habiendo llevado los pensamientos de
los discípulos del presente al futuro, el Señor procede a revelarles el segundo
acontecimiento que sería señal de los días venideros. El Señor no solo iba al
Padre, sino que el Espíritu Santo vendría del Padre.
El Señor los prepara
para los cambios trascendentales que van a ocurrir. El Hijo regresará al Padre
para tomar su lugar como Hombre en la gloria; y el Espíritu Santo vendrá a
hacer morada en los creyentes como una Persona divina en la tierra. Estos dos
sucesos extraordinarios son los que introducirán el cristianismo en escena y
traerán a la Iglesia a la existencia, la sostendrán en su viaje por el mundo y
la guardarán del mal, haciendo que mantenga el testimonio de Cristo, y
finalmente se la presentarán en la gloria.
Sin embargo, aquí el
Señor no revela la doctrina de la Iglesia ni cómo llegó a ser formada. Tampoco
revelará el testimonio que estará encargada de dar por medio del Espíritu. El
momento para dichas revelaciones estaba aún por venir. Lo que se tratan aquí
son las profundas experiencias espirituales que los creyentes gozarán cuando
venga el Espíritu que está delante del Señor, y esto era lo que se ajustaba a
ese momento. La idea de perder a Aquel que les era tan querido y cuya presencia
habían gozado apenaba sus corazones. El Señor habla entonces de la venida de
otro Consolador, que no solo les quitaría ese sentimiento de soledad, sino que
también dirigiría sus corazones a un conocimiento mucho más íntimo y profundo
de su Maestro de lo que lo habían tenido en épocas cuando Él vivía con ellos.
Estas experiencias gozadas por el Espíritu prepararán a los discípulos para ser
testigos de Cristo en el poder de este Espíritu.
¿No suele ocurrir que nuestro
testimonio de Cristo se debilita porque no gozamos lo suficiente de nuestra
íntima relación personal con Él, a la que solo el Espíritu sabe llevarnos?
Tenemos intención de emprender nuestro servicio sin haber vivido antes en el
lugar secreto de comunión con el Padre y el Hijo. Lo que hace tan estimada esta
porción del último discurso es la revelación de estas experiencias secretas,
pues son una escena en la que el creyente entra acompañado de las Personas
divinas a fin de poder ofrecer, a su debido tiempo, un testimonio de Cristo en
el mundo de afuera.
v. 15. No es menos sorprendente la
manera como el Señor introduce este tema de la venida del Espíritu Santo: «Si
me amáis, guardad mis mandamientos». En el evangelio de Juan hemos oído una y
otra vez acerca del amor del Señor por sus discípulos. Ahora, por primera vez,
oímos del amor de los discípulos por su Señor. El don del Espíritu se relaciona
con una compañía de gente que ama y obedece al Señor, y para la que el Señor se
deleita en rogar al Padre que les envíe un Consolador. ¿No son estas palabras
indicativas de que las experiencias gozadas en el poder del Espíritu son
únicamente conocidas por quien vive una vida de amor y obediencia al Señor?
En los versículos precedentes el Señor
habla de la fe y la oración (12-14). Ahora hablará del amor y la obediencia.
Deducimos que el Señor da a entender que estas hondas experiencias espirituales
a las que nos conduce el Consolador están ahí para aquellos que tienen la marca
de la fe puesta en el Señor, que dependen de la oración presentada en Su nombre
y poseen un amor de adhesión al Él, así como una obediencia que se deleita en
guardar sus mandamientos. Estos son los grandes rasgos morales que darán beneficio
al alma por la presencia del Espíritu. No es suficiente que tengamos el
Espíritu morando con nosotros, también es necesario tener un estado de corazón
favorable en nuestra vida.
v. 16. Al comienzo del evangelio, Juan
el Bautista nos dice que el Señor bautizaría con el Espíritu Santo. Más
adelante, y en relación con la visita que el Señor hace a Jerusalén, se nos
dice claramente, bajo la figura del agua vivificante, que Él habló del Espíritu
que recibirían un día aquellos que creerían en Él. Un don que no fue dado en
aquel entonces porque Cristo no había sido glorificado todavía. Ahora ha
llegado el momento en que el Señor va a serlo, y es una buena ocasión para
revelar a sus discípulos la gran verdad de la llegada a la tierra de esta
Persona divina.
Buscando la
oportunidad del momento, el Señor habla del Espíritu Santo como el Consolador.
Por grandes y variopintas que sean las funciones del Espíritu, la de ofrecer
consuelo es una que los discípulos precisaban en ese momento. El título de
consolador tiene un significado demasiado profundo para ser soslayado. Según la
acepción moderna de nuestro idioma, implica en realidad que alguien muestra su
empatía en el dolor. Su principal uso es el de que alguien está ahí «para
fortalecer, apoyar y dar ánimo». En el Consolador los discípulos tendrían a
alguien que estaría con ellos fortaleciéndolos en sus flaquezas y consolándolos
en el dolor.
El Señor habla del Consolador como de
otro Consolador, comparando de esta manera a Aquel que ya había venido con Él,
pues ¿no había estado con ellos dándoles apoyo, animándolos y consolándolos? No
solo hace la comparación, sino también el contraste entre el Consolador y Él.
Había vivido entre ellos unos cuantos años, mientras que el Consolador que
vendría moraría con ellos para siempre. Más de un pasaje del Antiguo Testamento
hace referencia al Espíritu viniendo sobre determinados hombres y tomando
control de ellos durante un tiempo para algún propósito especial, pero el hecho
de que una Persona divina viniera para morar con ellos para siempre era un
hecho inaudito.
v. 17. Otro contraste entre Cristo, que
es la Verdad, y la Persona que vendría, radica en que esta se trataba del
Espíritu de Verdad. En Cristo vemos la verdad presentada de manera objetiva,
pero por el Espíritu de Verdad se ha originado en nosotros una verdadera comprensión
de todo lo que Cristo representa.
Siguiendo todavía con este contraste,
el Espíritu es quien el mundo no recibirá ni conocerá porque no le ve. Cristo
se había encarnado y los hombres podían verle, y fue presentado así para que le
recibieran. El Espíritu Santo no se encarnará ni será presentado como un objeto
visible y conocido intelectualmente. Para el mundo no es ninguna Persona divina
sino, en el mejor de los casos, una vaga y etérea influencia. Pero para los
discípulos no será una mera influencia, sino una Persona que more con ellos en
contraste a lo que Cristo representó. El Espíritu estará en ellos, en contraste
también con Cristo, que estaba con ellos, pero no en ellos.
vv. 18-20. En estos pasajes el Señor
pasa de hablar de la persona del Espíritu Santo a revelarles los efectos
derivados de su presencia en el creyente. La partida del Señor para estar con
el Padre, y la venida del Espíritu, no significan que ellos pierdan una Persona
divina y ganen otra. Alguien ha dicho con razón: «la promesa no es ninguna
sustitución, sino un medio que ofrece la seguridad de Su presencia». De este
modo el Señor dice a los discípulos que no los dejará huérfanos, que volverá a
ellos. Se ha dicho también: «cuando Cristo estuvo en la tierra el Padre no
estaba lejos». Yo puedo decir, pues, que no estoy solo porque el Padre está
conmigo, y si el Consolador está aquí Cristo no puede estar lejos de mí.
Si el versículo 18 nos
dice que la venida del Espíritu hará que Cristo esté muy cerca de nosotros, los
otros dos versículos dan la respuesta al creyente para el Cristo que ha de
venir. El Señor expresa, finalmente, los temores del creyente con estas
palabras: vosotros me habéis visto, viviréis y conoceréis. El Espíritu Santo no
vendrá para hablar de sí o para hacernos estar ocupados con Él, ni para crear
un culto del Espíritu, sino para conducir el alma a Cristo. Faltaba muy poco
para que el mundo no viera más a Cristo, pero, aunque se hubiera alejado de su
vista continuaría siendo el objeto de la fe para el creyente. Para el mundo,
Cristo vendría a ser una figura histórica de alguien que vivió una hermosa vida
y murió como un mártir. Para el creyente continuará siendo una Persona que está
viva, y tendrá plena conciencia de que su presencia podrá ser sentida y gozada
por el poder del Espíritu. Los creyentes, al verle por la fe, vivirán. Los
hombres del mundo viven porque hay un mundo que continúa dándoles sus placeres,
su política y sus escandaleras de cada día, pero cuando estos se terminan la
vida de la gente deja de ser poco menos que interesante. El cristiano vive
porque Cristo vive, y al igual que el objeto de nuestra vida, vive para
siempre. La vida del cristiano es una vida eterna.
Por medio del Espíritu el creyente sabe
que Cristo está en el Padre, que los creyentes están en Cristo y que Él está en
los creyentes. Sabemos que tiene un lugar especial en los afectos del Padre,
que nosotros tenemos un lugar en el corazón de Cristo y que Él tiene un lugar
en nuestros corazones. El mundo no puede ver, ni experimentar, ni conocer. Está
ciego a las glorias de Cristo y muerto en delitos y pecados. Ignora a Dios,
pero en el poder del Espíritu habrá una compañía de gente sobre la tierra que
verán por fe, vivirán y conocerán. Ellos poseen a Cristo en la gloria como
objeto de sus almas, una vida que obtiene su gozo y deleite en Él, y el
conocimiento del lugar que ellos tienen en Su corazón.
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