Últimamente varios jóvenes me han
expresado una sensación de fracaso en sus vidas de creyentes e incluso han
preguntado si vale la pena seguir adelante. No puedo transcribir exactamente
sus palabras, pero equivaldrían prácticamente decir: “Me parece que he caído
con tanta frecuencia que no vale la pena continuar luchando más. Y a veces me
pregunto si tiene sentido ser cristiano”.
¡Palabras
tristes! Me traen a la mente los israelitas recién redimidos que, al tropezar
con el primer obstáculo en su peregrinación en la forma de egipcios que les
perseguían, dieron lugar de una vez al desaliento: “¿No había sepulcros en
Egipto, que nos has sacado para que muramos en el desierto? ... Porque mejor
nos fuera servir a los egipcios” (Éxodo 14:11,18).
En la aflicción y
duda, el remedio para nosotros es el mismo que sirvió para Israel en aquellos
tiempos. Ellos necesitaron volver la mirada al cordero pascual, aquella
manifestación maravillosa de la gracia redentora de Dios con la cual Él los
había comprado para sí. ¿No había dicho, “conságrame todo primogénito ... mío es” (Éxodo 13:2)? ¿Quién podría creer que
después de tal portentosa liberación, Dios abandonaría o fallaría a su pueblo?
Del mismo modo Pablo
nos conduce al Calvario como garantía del amor de Dios para los suyos: “Él que
no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros, ¿cómo no nos
dará con él todas las cosas?” (Romanos 8:32, 5:9,10). En tiempos difíciles,
manténganos absorta la mirada en la cruz donde nuestro Cordero Pascual fue
sacrificado. El Calvario garantiza la bondad infinita y tierna de nuestro Dios.
Israel también debía
haber mirado hacia arriba. La presencia divina manifestada en la nube
orientadora se cernía majestuosamente sobre el campamento; una nube que les
había conducido hacia lo que ahora parecía una insalvable calle sin salida que
presagiaba el desastre (Éxodo 13:21,22). Humanamente hablando, su situación era
insostenible, pero la columna de fuego los había llevado allí. La persecución y
presión en el trabajo, escuela y hogar, tentaciones para volver a los caminos
de antes sin Cristo, son experiencias ingratas, pero son usadas por Dios para
nuestra formación cabal, convirtiéndonos en hombres y mujeres que pueden
resistir las tempestades de la vida.
Así que, ¡miremos
hacia arriba! Nuestra columna de fuego (la Palabra de Dios) dirige nuestros
pasos diariamente (Salmo 119:105), y aunque puede llevarnos por los senderos de
“Colina Dificultad” (al decir de El Progreso del Peregrino), también nos
garantiza la presencia permanente del Salvador (Hebreos 13:5). Suceda lo que
suceda, sigamos a la Biblia tan fielmente (aunque menos veleidoso) como Israel
marchó tras la nube.
Sólo un punto más. Si
Israel hubiese reflexionado acerca de las palabras del Señor, habría encontrado
el aliento necesario. “Cuando Jehová te hubiere metido en la tierra.”., (Éxodo
13:5). ¡Qué precioso! Dios no sólo los sacó de Egipto (12:51) sino prometió
introducirlos en Canaán. Tomando como base estas palabras, el israelita que
meditase sobre ellas podría gozar confiadamente y por anticipado en la Tierra
Prometida. Nosotros también podemos contemplar confiadamente el cumplimiento de
la promesa del Señor en Juan 14:3.
Uno de mis versículos
favoritos es Filipenses 1:6, que dice, “estado persuadido de esto, que el que
comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de
Jesucristo”. A menudo nos hacemos cargo de alguna tarea (quizá una
responsabilidad en la asamblea local) y más tarde, cuando nuestro entusiasmo
decae ante los problemas, la abandonamos. Pero nuestro Dios no es así; lo que
Él empieza, siempre lo termina. Todos aquellos redimidos por la preciosa sangre
serán presentados “sin mancha delante de su gloria con gran alegría” (Judas
24).
El primer paso para el
creyente desanimado es situarse ante una perspectiva correcta desde donde puede
mirar atrás, arriba y adelante.
¿Qué hacer entonces? Decididamente,
hemos de proseguir al blanco, avanzando con Dios. 1 Pedro 2:1 al 5 nos describe
cuatro principios elementales para en crecimiento cristiano:
1. Desechar
(v. 1) El creyente, nacido
de nuevo por la Palabra no adulterada de Dios, no puede continuar en prácticas
corrompidas. Expuestas éstas una por una por el reflector de las Escrituras,
deben ser confesadas y renunciadas (Salmo 139:23,24).
Por supuesto, una
perspectiva tan estrecha es enteramente ajena a la amplitud de criterio
indulgente de un mundo que tolera cualquier impiedad. Pero el cristiano debe
tener un criterio suficientemente amplio como para recibir toda la Palabra de
Dios (por cierto, mucha de la enseñanza “liberal” entre las asambleas en
nuestros días es, paradójicamente, excesivamente estrecha, porque resiste toda
la plenitud de la revelación divina), y a la vez suficientemente estrecho como
para rechazar toda suerte de error. El más noble de los hombres es aquel que
puede decir No aun cuando todos los demás dicen Sí.
Si
me parece que estoy atrapado en un patrón de fracaso, posiblemente es
consecuencia de no haber dicho todavía No a lo que Dios condena.
2. Crecer (v. 2)
La única evidencia de vida es el
crecimiento. Cuando D.L. Moody dijo que los convertidos debían ser pesados, no
contados, estaba distinguiendo sabiamente entre “decisiones” y “discípulos”.
Pedro considera la Palabra como el medio de crecimiento. Sin embargo, tengamos
presente que una descripción cuidadosa de un vaso de leche nunca producirá por
sí mismo el crecimiento. ¡Tenemos que beber la leche! Dicho de otro modo, la
Palabra ha de ser asimilada más que meramente analizada; y es algo muy
personal. Es tristemente posible que conozcas la verdad sin practicarla.
Dejemos que Jeremías sea nuestro
modelo: “Fueron halladas tus palabras, y yo las comí; y tu palabra fue por gozo
y por alegría de mi corazón” (Jeremías 15:16). Experimentaremos un crecimiento
solamente al alimentarnos a diario con “la leche espiritual no adulterada” de
nuestro Dios.
3. Edificar (v. 5)
Aunque Pedro escribe aquí acerca de la
Iglesia universal, no estará fuera de lugar tomar estas palabras como acicate,
o estímulo, para la edificación de la asamblea local. Ciertamente todos
nosotros estamos colaborando y edificando algo en nuestra asamblea, ya sea
bueno o malo (1 Corintios 3:12), y seremos juzgados de acuerdo a la calidad de
nuestro trabajo.
Gran parte de la
tristeza y descontento entre la juventud cristiana hoy en día es el resultado
de la pereza eclesial; ellos no están participando de todo corazón en las
actividades de su congregación. Ya que cada uno de nosotros tiene un papel
vital que desempeñar, hagámoslo bien. Joven: ¿estás sintiendo la
responsabilidad de aquel a quien han sido encomendadas la oración y la alabanza
en público (1 Timoteo 2:8)? Señorita o esposa joven: ¿estás siguiendo el
ejemplo de mujeres de Dios tales como Febe, Priscila y Dorcas, cuyo servicio
para el pueblo del Señor propició el que sus nombres fuesen perpetuados?
Si he de mantenerme firme en el Señor,
debo aportar a mi asamblea.
4. Ofrecer (v. 5)
Cada uno de los santos es un sacerdote
con el privilegio de ofrecer a Dios aquellos sacrificios que le agradan a Él:
nuestras personas (Romanos 12:1), posesiones (Hebreos 13:16), y alabanza
(Hebreos 13:15). Pero un sacrificio es costoso por definición. ¿No será que una
de las razones por la que algunos creyentes parecen tan inquietos es que nunca
han tenido que pagar un precio por su fe? ¿Qué te cuesta ser cristiano? ¿La
burla de los amigos por asistir a las reuniones, el tiempo requerido para
estudiar la Biblia, el dinero ofrendado para la obra del Señor? Tales
sacrificios brindan placer a Dios porque se asocian con el Calvario (compara
Filipenses 4:18 y Efesios 5:2). El Maestro dijo: “todo el que pierda su vida
por causa de mí, la hallará” (Mateo 16:25) porque nunca nadie ha resultado
perjudicado por rendir todo a Cristo.
¿Estás avanzando con
Dios? Si has resbalado y caído, no te quedes allí postrado en autocompasión.
Haz como el niño que, cuando le preguntaba cómo había aprendido a patinar tan
bien, contestó: “Me levanté cada vez que me caí”.
¡Levántate! ¡Adelante!
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