No cabe duda que la reunión más importante de los creyentes en Cristo es cuando nos juntamos para recordar al Señor Jesús de la manera en la que Él lo solicitó específicamente. Realmente, aunque el Nuevo Testamento hace referencia a reuniones de oración (Hechos 12:12), enseñanza de la Biblia (19:9,10), informe misionero (14:26,27) y evangelismo (18:4), la única reunión para la que se dan instrucciones precisas es la cena del Señor (1 Corintios 11:2 al 14:40).
Si esta sencilla conmemoración
del Señor Jesús es tan importante que merece instrucciones precisas, y tan
preciosa para el Señor mismo que Él deliberadamente la instituyó la noche antes
de su muerte expiatoria, ¡cuán concienzuda y solemne ha de ser nuestra
preparación para ella! Un principio general en la vida es que cuanto más
aportamos a alguna empresa, más obtendremos de ella. Quizá una de las razones
por la que no valuamos las reuniones sea que no asistimos con la debida
disposición de corazón.
¿Cómo puede un joven prepararse para la
fiesta de conmemoración? Podemos obtener algunas ideas de la enseñanza que
Pedro nos da en su primera carta acerca del sacerdocio cristiano, llevando muy
en mente que cada creyente es un sacerdote con todos los preciosos privilegios
y responsabilidades que esto conlleva.
En el Antiguo Testamento una sola
familia fue encargada del servicio a Dios en el tabernáculo. Hoy, aun el más
nuevo o sencillo de los creyentes tiene acceso directo a la presencia de Dios
por la obra perfecta del Calvario (Hebreos 10:19-25) porque todos nosotros
somos sacerdotes merced al nuevo nacimiento (1 Pedro 1:23). Aunque el ejercicio
de este sacerdocio en ninguna manera está restringido a los cultos de la
asamblea, es cierto que como sacerdotes “ofrecemos sacrificios espirituales” a
nuestro Dios. ¿Cuáles son los requisitos para un eficaz servicio sacerdotal?
1.
El sacerdote debe estar preparado (1 Pedro 2:1)
“Desechando,
pues, toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las
detracciones”. Esta es una receta divina para la salud espiritual. Uno no puede
llegar apresuradamente a la presencia de Dios sin tener en cuenta su condición,
pero confiando que Él aceptará su alabanza.
El Antiguo Testamento nos muestra en
forma muy gráfica cuán importante es para el sacerdote estar debidamente
preparado para sus obligaciones santas. En Levítico 8 él es lavado primeramente
(v. 6), lo que nos habla de aquel “lavamiento de la regeneración” inicial (Tito
3:5) que recibimos con la conversión; seguidamente es vestido (v. 13),
ilustración de que el creyente es hecho acepto para Dios en Cristo (Efesios
1:14); y finalmente es consagrado (v. 24). ¡No olvidemos el significado de la
sangre! Cual evidencia de que un sacrificio había sido ofrendado, la sangre era
puesta sobre la oreja, el pulgar de la mano y el pulgar del pie del sacerdote,
enseñando que “nada debe entrar en su mente, ninguna acción llevada a cabo,
nada encontrado en su mente por este mundo que no tenga como base la preciosa
sangre de Jesús”.
No nos extraña, pues, que Pablo
enfatice la importancia del examen propio antes de participar en la cena del
Señor. “Sin discernir el cuerpo del Señor” (1 Corintios 11:29) evidencia un
fallo a la hora de comprender el profundo significado de la cruz y sus demandas
con respecto a la vida del creyente en todas sus facetas. El castigo por tal
falta puede ser el más imponente: “por lo cual hay muchos enfermos y
debilitados entre vosotros, y muchos duermen” (a saber, han muerto) (1
Corintios 11:30). Esto, por supuesto, es disciplina paterna y no condenación
eterna. Nuestro Dios es tan inexpresablemente santo que Él no puede permitir a
sus redimidos que se le acerquen sin haber juzgado el pecado.
Por su gracia Él nos proveyó el
tabernáculo como una ayuda visual de esta necesidad del auto examen y limpieza.
Cada vez que los sacerdotes entraban en el lugar santo para ministrar al Señor,
tenían que lavarse en el lavacro, “para que no mueran” (Éxodo 30:20).
Dediquemos tiempo con regularidad al lavacro de la Palabra de Dios para
juzgarnos a nosotros mismos y atender a lo que esté fuera de orden antes que
busquemos recordar al Señor en su cena (Mateo 5:23,24).
2.
El sacerdote debe estar alimentado (1 Pedro 2:2)
Si
el versículo anterior habla de nuestra condición espiritual, éste habla de la
comprensión escrituraria. Si nos alimentamos diariamente con la Palabra,
estaremos preparados para recordar al Señor de forma aceptable.
Aquella reiterada frase sobre la
completa obediencia, “como Jehová había mandado a Moisés” (Levítico 8:9,13,17,
etc.) sufre un cambio trágico en el 10:1, “que él nunca les mandó”. Desde el
principio del sacerdocio judío el fracaso está presente, ya que dos sacerdotes
desobedecieron las instrucciones divinas. Nuestro ministerio sacerdotal está
ineludiblemente unido a la obediencia a la Palabra, porque la adoración ha de
ser “en espíritu y en verdad” (Juan 4:24).
Como se dice a menudo, 1 Corintios 11
dirige nuestra atención en cinco direcciones. Hemos de mirar atrás a la muerte
del Señor (v. 26), arriba hacia su exaltación ahora (v. 23) (porque Pablo
recibió su instrucción directamente del Cristo resucitado), adelante hacia su
venida (v. 26), adentro para comprobar nuestro estado espiritual (v. 28) y
alrededor para persuadirnos de nuestra unidad con los santos que participan con
nosotros en la conmemoración (v. 33).
Además, tenemos que dirigir la mirada a
las Escrituras para alimentar la mente y corazón con verdades divinas. Cuando
se trata de la adoración, o de cualquier actividad cristiana afín, sólo podemos
ofrecer a Dios aquello que ya hemos recibido de Él (1 Crónicas 29:14). Esto
conlleva estudio acompañado de oración. Nuestra apreciación de la cena del
Señor está en función directa con nuestra atención a la Palabra durante la
semana que precede. Joven, ¿qué haces los sábados por la noche? Ten por seguro
que aquello con lo que llenemos la mente el sábado influirá en la adoración el
domingo.
3.
El sacerdote debe tener las manos llenas (1 Pedro 2:3 al 5)
Pedro
deja claro que nuestro centro de atención es el Señor Jesús, porque nuestra
alabanza indica nuestra satisfacción con Cristo. Él es el Señor cuya benignidad
gustamos (v. 3), la piedra preciosa del templo de Dios (v. 4) y el mediador que
hace nuestra obra aceptable al Padre (v. 5). Al venir a partir el pan, nuestro
objeto principal no es, ni ha de ser, el encontrarnos con los santos ni orar
por los perdidos, ni siquiera sentarnos para escuchar el ministerio de la
Palabra. Ante todo venimos a dar al Salvador su lugar de absoluta preeminencia.
Los sacerdotes del Antiguo Testamento
se acercaban a Dios con sus manos llenas de aquello que hablaba de su amado
Hijo (Levítico 8:25 al 27). Esto ilustra nuestra responsabilidad. Aunque Dios
ha encomendado a los hombres la tarea de una alabanza audible (1 Timoteo 2:8),
la dama cristiana es igualmente valiosa para el Señor en su adoración
silenciosa y de hecho muchas apreciadas hermanas han alcanzado un nivel de
adoración muy por encima de aquel conseguido por los hermanos (Juan 12:1 al 7).
Así, no nos olvidemos, seamos hombres o mujeres, la condición de nuestro
corazón y nuestro conocimiento bíblico influyen inestimablemente en el nivel
espiritual del culto.
Al prepararnos, asegurémonos que
estemos concentrados en Cristo, porque es a Él que anhelamos recordar. Los
himnos adecuados pueden ser útiles para expresar la alabanza, si llevan
nuestros pensamientos hacia las excelencias del Hijo de Dios, pero deben ser
elegidos cuidadosamente. Recuerdo a un hermano en la asamblea donde me congrego
que siempre tenía el himno apropiado para la ocasión, y era sí porque se había
dedicado a estudiar y conocer el himnario.
Ahora, una palabra para los varones
jóvenes. El levantarse por vez primera en su propia asamblea es algo que
intimida, y todo anciano solícito lo aprecia. Sin embargo, algunos jóvenes que
permanecen en silencio durante largo tiempo corren el peligro de engrosar las
filas de los varones maduros y mudos. Un estudiante asistió fielmente a nuestra
asamblea en Glasgow durante cinco años sin pronunciar palabra alguna en la cena
del Señor, y con el tiempo le sugerí que (contrariamente a los hermanos que
padecen del extremo opuesto) él venía al culto resuelto a no tomar parte. Un
proceder mejor es éste: venir dispuesto, pero no resuelto a participar.
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