Descendí a casa del alfarero, y he aquí que él
trabajaba sobre la rueda. Y la vasija de barro que él hacía se echó a perder en
su mano; y volvió y la hizo otra vasija, según le pareció mejor hacerla.
Entonces vino a mí palabra de Jehová diciendo: “¿No podré yo hacer de vosotros
como este alfarero...?” Jeremías 18
Adán
Una de las obras sublimes de Dios, el
alfarero divino, fue la del primer hombre, Adán. “Hagamos al hombre a nuestra
imagen”, Génesis 1.26. Sólo en este versículo hay la referencia en el capítulo
a Dios en el plural. Al decir hagamos, la referencia es al Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo, indicando que ésta es la obra insigne de la creación.
Causa en nuestros corazones admiración
el pensar que para formar al hombre el Dios del alto cielo bajó hasta el polvo
de la tierra. El pudiera haber usado el oro más famoso del universo, pero tuvo
a bien emplear material abundante y poco estimado.
Es humillante reconocer nuestro origen,
pero aun así el hombre es la obra maestra de la creación. Desde el polvo Dios
le ensalzó a tener señorío sobre los peces del mar, las aves del cielo y las
bestias del campo. Sopló en su nariz aliento de vida, una palabra que figura en
el plural en el texto hebreo, por cuanto (i) Dios le dio la vida física, la
cual acaba cuando uno muere, y (ii) la vida del alma que es para la eternidad.
En esto vemos una distinción entre el hombre y todas las demás criaturas. “Te alabaré,
porque formidables y maravillosas son tus obras”, dijo el salmista en el 139.14
al referirse al ser humano.
Pero,
“el vaso de barro que él hizo se echó a perder en su mano”. El primer hombre,
tan pronto que salió de la mano del Hacedor, se echó a perder a causa del
pecado. El Alfarero hizo otro según mejor le pareció. La calamidad que sucedió
con el primer Adán parecía no admitir remedio, pero en su sabiduría infinita
Dios ha podido producir una vasija nueva: “De modo que, si alguno está en
Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas
nuevas”, 2 Corintios 5.17.
Cristo
“Me
preparaste cuerpo”, Hebreos 10.5.
Cristo, llamado el
postrer Adán en 1 Corintios 15.45, es “espíritu vivificante”. El primer Adán
fracasó, pero el postrero fue engendrado del Espíritu Santo, y de una virgen El
nació inmaculado y sin naturaleza pecaminosa. Esta sí es la obra trascendental
de Dios.
Las excelencias del
postrer Adán son innumerables y quedan más allá de nuestra comprensión. El
profeta Isaías dio testimonio de él unos setecientos años antes de su
nacimiento, diciendo: “Se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte,
Padre eterno, Príncipe de paz”. El sería impecable, la personificación de amor
puro, la plenitud de gracia y la preeminencia sobre todas las cosas.
Adán perdió su señorío
sobre las criaturas, pero Cristo tuvo un dominio supremo, inclusive sobre los
demonios. Al recibirle como Salvador, le entregamos sin reserva todo lo que
tenemos y somos. Finalizada la Batalla de Trafalgar, el almirante francés abordó
la fragata del almirante Nelson y extendió la mano para saludarle. Nelson no la
recibió, sino dijo: “Su espada, primeramente, y la mano después”. La rendición
nuestra debe ser absoluta; nada de espada en mano; el lenguaje debe ser, “Dejo
el mundo y sigo a Cristo”.
En cuanto al postrer
Adán, podemos decir que Él también se quebró en la mano del Alfarero. En el
Calvario, en cumplimiento de los propósitos del Padre, aquella vida hermosa fue
quebrada por un acto de violencia de parte de la criatura y por la justicia divina
a la vez. “Se asombraron de ti muchos, de tal manera fue desfigurado de los
hombres su parecer, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres”,
Isaías 52.14.
En Filipenses 2.6 al 8 vemos sus siete
pasos hacia abajo:
à no estimó el ser igual a Dios como cosa a que
aferrarse
àse despojó a sí mismo
àtomando forma de siervo
àhecho semejante a los hombres
àse humilló a sí mismo
àhaciéndose obediente hasta la muerte
ày muerte de cruz
Desde
allí, la cruz, el Alfarero le hizo “otra vasija, según le pareció mejor
hacerla:”
àle exaltó hasta lo sumo
àle dio un nombre que es sobre todo nombre para que —
se doble toda rodilla
à en los cielos
àen la tierra
àdebajo de la tierra
àtoda lengua confiese que es Señor
àpara gloria de Dios Padre.
En el Calvario, “toda la multitud de
los que estaban presentes en este espectáculo, viendo lo que había acontecido,
se volvían golpeándose el pecho”, Lucas 23.48. Pero habrá otro “espectáculo”, y
de éste leemos en Apocalipsis 5. La multitud será de millones y millones.
Cristo, el Cordero inmolado, habrá sido resucitado y será ensalzado a lo sumo;
en medio del trono de Dios, El será digno de recibir la plenitud de bendición,
honra, gloria y poder para siempre, no sólo de los ángeles sino también de los
“ancianos”, los representantes de la Iglesia.
La humilde vasija de barro de tierra
habrá sido transformada en Rey de reyes y Señor de señores, llenando las
alturas de la gloria celestial con la fragancia de su presencia y la memoria de
su triunfo en la Cruz.
Israel
Dios en su gracia
soberana escogió a Israel de entre todas las naciones del mundo. La promesa a
Abraham, por ejemplo, fue: “Pondré mi pacto entre mí y ti, y te multiplicaré en
gran manera”, Génesis 17.2. De un solo hijo, Isaac, Dios le prometió al patriarca
hacer una nación tan numerosa como la arena del mar y las estrellas del cielo.
El libro del Éxodo
empieza con el espectáculo triste de Israel como esclavos, como el polvo de la
tierra en la estimación de Faraón. Ese pueblo tuvo que trabajar sin remuneración,
y luego fue levantado otro rey todavía más cruel, quien quería matar a cada
niño varón en Israel.
Así fue la situación
con Israel cuando Dios descendió del cielo para ver su miseria y oír sus
gemidos. Eran como barro en manos del gran Alfarero, y El empezó a obrar por
Moisés y Aarón, quebrantando la resistencia de Faraón para sacar a su pueblo
con triunfo y cargado con muchas riquezas que los egipcios les dieron para
apurar su salida.
Ese pueblo pasó
cuarenta años en el desierto, aprendiendo la lección importante que Dios vale
para todo y ellos no valían para nada. Una vez en Canaán, les fue dada su
herencia e Israel prosperó y se hizo grande. Pero sería cumplida la figura: El
vaso que él hacía sería roto en la mano del alfarero.
Israel disfrutó de la
gracia de Dios, pero le dio las espaldas, entregándose a la idolatría y las
demás abominaciones de los paganos. La nación despreció los esfuerzos de
Jeremías y otros siervos de Dios que querían conducirles al arrepentimiento.
Por fin Dios tuvo que traer a Nabucodonosor con sus ejércitos, los cuales
matarían a miles. Además, llevaron los tesoros a Babilonia, prendiendo fuego a
la ciudad de Jerusalén, la cual quedaría en ruinas por setenta años.
Efectivamente, “la vasija de barro que él hacía se echó a perder en su mano”.
Luego hubo una
restauración parcial por medio del ministerio de Esdras, Nehemías y otros
fieles hombres de Dios, hasta aquel acontecimiento insigne del nacimiento de
nuestro glorioso Salvador. “En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho”,
pero, “el mundo no le conoció”, Juan 1.10. Las gentes despreciaron todo su amor
y las bendiciones que El trajo, y al final gritaron, “¡Crucifícale!”, y, “Su
sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. Le escupieron en el rostro,
le insultaron y le abofetearon. Hasta el día de hoy el pueblo judío en general
le tiene por impostor.
Unos 36 años más
tarde, el ejército romano bajo el mando de Tito sitió la ciudad. Tras largos y
costosos esfuerzos, penetró en Jerusalén y efectuó una matanza terrible, sin
respetar ni ancianos ni niños. Se llevó a cabo lo pedido: la sangre fue sobre
los hijos de la generación anterior.
Pero los propósitos de
Dios se cumplirán todavía más. El gran Alfarero hará otra vasija, y será una
mejor. La palabra profética nos enseña que después de tres años y medio de la
Gran Tribulación, habrá una nación nueva compuesta de judíos fieles que no habrán
aceptado la marca de la bestia.
Muchos miles, mártires de la fe y
fieles al Señor Jesucristo, serán resucitados para ocupar un puesto de honor y
dignidad en el reinado de nuestro Señor que durará mil años sobre la tierra.
La
Iglesia
¿No tiene potestad el alfarero sobre el
barro, para hacer de la misma masa un vaso para honra y otro para deshonra? ¿Y
qué, si Dios, queriendo mostrar su ira y hacer notorio su poder, soportó con
mucha paciencia los vasos de ira preparados para destrucción, y para hacer
notorias las riquezas de su gloria, las mostró para con los vasos de
misericordia que él preparó de antemano para gloria, a los cuales también ha
llamado, esto es, a nosotros ...? Romanos 9.22 al 24
La Iglesia de Dios
estaba en sus pensamientos y propósitos desde antes de la fundación del mundo;
El “nos escogió en él [Cristo] antes de la fundación del mundo, para que
fuésemos santos”, Efesios 1.4. Nos amó cuando éramos extraños y enemigos de
ánimo, y por medio de la redención nos ha hecho irreprensibles delante de él.
Así fue la Iglesia
como barro en manos del Alfarero desde su inauguración el día de Pentecostés.
Empezó con tres mil creyentes, dirigida por el Espíritu Santo, y creció hasta
contar con cinco mil varones, con los esfuerzos de los apóstoles y los diáconos
como Esteban y los evangelistas como Felipe. Había los que fueron hasta
Antioquía, donde se formó la primera iglesia misionera y donde los creyentes
fueron llamados por vez primera cristianos. Hasta aquí esta obra hermosa de
Dios iba adelante.
Pero “la vasija de
barro ... se echó a perder”.
Con Pérgamo, nombre que significa
casado, empieza una época nueva; “Tienes ahí a los que retienen la doctrina de
Balaam ... también tienes a los que retienen la doctrina de los nicolaítas”,
Apocalipsis 2.12 al 17. Es la Iglesia de Cristo casada con el mundo, resultado
de que el emperador Constantino haya adoptado literalmente al cristianismo como
la religión del Estado, con la mundanalidad que esto traía.
Luego aparece la Iglesia de Roma,
apoyada por las potestades políticas, usurpando el poder religioso hasta gozar
de monopolio y aplicando toda forma de tortura cruel para acabar con los cristianos
fieles. Empiezan los llamados “siglos oscuros”, cuando la Biblia era prohibida
terminantemente por los papas de Roma. La historia se vuelve triste.
Pero, “volvió y la hizo otra vasija,
según le pareció mejor hacerla”.
En el transcurso del tiempo Dios
levantó a los grandes reformadores: Lutero, Zwingli, Wycliffe y muchos hombres
de Dios y siervos del Señor Jesucristo. Su gran admiración por las Sagradas
Escrituras les impulsó a traducirlas en los idiomas del vulgo, y la luz de la
Palabra disipó las tinieblas de ignorancia espiritual.
Creemos que el cuadro
profético de la carta a Filadelfia, Apocalipsis 3.7 al 13, tuvo su cumplimiento
pleno hace 150 años, cuando en varios países el Espíritu Santo comenzó a obrar
en individuos doctos en la Palabra y espirituales en su modo de ser.
Ellos fueron
convencidos que debían volver a la sencillez del Nuevo Testamento y rechazar
los nombres sectarios y el clericalismo. Se congregaban en grupos pequeños que
tomaban sólo el nombre del Señor Jesucristo y celebraban cada primer día de la
semana la Cena del Señor.
Cristo se presentará
para sí una Iglesia sin arruga, santa y sin mancha. No habrá más barro;
participaremos de la naturaleza celestial de nuestro Señor. En Apocalipsis 19,
donde leemos de las Bodas del Cordero, dice que su esposa se ha preparado,
vistiéndose de lino fino, limpio y resplandeciente, porque “el lino fino es las
acciones justas de los santos”.
La Iglesia de Cristo
ha fracasado muchas veces, pero “el fin del negocio es mejor que su principio”,
y por eso no debemos descuidarnos. En vista de la pronta venida de Cristo al
aire en busca de su esposa, cuánto ejercicio debemos tener, para entonces decir,
“Amén; sí, ven, Señor Jesús”.
Supongamos unas bodas
de alto rango donde la novia se presenta con una mancha fea en su costoso
vestido. ¡Qué humillación para el novio! ¡Qué reacción de parte de los
convidados! Acordémonos de aquellas bodas donde el hombre se metió en la cena
sin haberse vestido para la ocasión. Fue una falta imperdonable, y el rey mandó
a echarle en las tinieblas de afuera.
Dijo Juan: “Vi la santa ciudad, la
nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa,
ataviada para su marido”, Apocalipsis 21.2. Que sea, pues, nuestro sentir el
del himno que cantamos:
Haz
lo que quieras de mí, Señor;
Tú el Alfarero, yo el barro soy.
Dócil y humilde anhelo ser;
cúmplase siempre en mí tu querer.
Santiago Saword