El
Padre glorificado en el Hijo
Juan 17:1-5
Toda
expresión de rogativas ofrecidas en los primeros cinco versículos del capítulo
17 tienen como objeto la gloria del Padre. Ya sea que la oración tenga presente
al Hijo en la tierra o sobre la cruz (entre cielo y tierra), su primer gran
deseo es el de glorificar al Padre. Un motivo así de puro es incomprensible
para el hombre caído, pues lo natural sería que pensara en utilizar su poder
para glorificar el yo. Esto fue lo que pensaron sus hermanos en la carne cuando
dijeron: «Si haces estas cosas, manifiéstate al mundo» (Juan 7:4). ¿Qué
significa esto sino lo mismo que decir «utiliza tu poder para glorificarte»?
¿No demuestra que el hombre utiliza el poder que le confían sus semejantes para
glorificarse a sí mismo? La primera cabeza del poder gentil logra caer con
estas palabras: «¡Mirad la gran Babilonia que he construido como capital del
reino, la he construido con mi gran poder, para mi propia honra!» (Dan. 4:30, NVI).
Todo el cielo se une para decir: «El Cordero que ha sido inmolado es digno de
tomar el poder», pues únicamente Él utiliza el poder para la gloria de Dios y
la bendición del hombre. El Señor desea una gloria mayor que la que pueda
ofrecer este mundo, pues dice: «Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella
gloria que tuve contigo antes que el mundo existiese». Con esta gloria mayor Él
desea poder glorificar al Padre.
v. 2. El poder ya se
le había dado en la Tierra, y lo manifestó resucitando a Lázaro y usándolo para
la gloria de Dios: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?»
(Juan 11:40). El Señor ruega ahora por una gloria que se corresponda con la de
su poder, un poder que le había sido dado sobre toda carne para glorificar a
Dios llevando a cabo los propósitos divinos. En este mundo vemos el terrible
poder de la carne energizada por Satanás; sin embargo, y para nuestro consuelo,
sabemos por esta oración que un poder más elevado le ha sido dado al Señor a
fin de que ningún otro, por maligno que sea, impida a Cristo llevar a cabo los
consejos de Dios de dar la vida eterna a cuantos el Padre ha querido dar al
Hijo.
v. 3. Esta vida tiene
su colofón en el conocimiento y gozo de nuestras relaciones con el Padre y con
el Hijo; no es como la vida natural, que se limita al conocimiento y disfrute
de las cosas naturales y a las relaciones humanas. Esta vida, no confinada a la
tierra ni ligada al tiempo, ni a la que la muerte tampoco puede poner fin, nos
capacita para conocer y gozar de la comunión con las Personas divinas y nos
transporta fuera del mundo, dejando atrás esta tierra, para cruzar los límites
del tiempo y alcanzar las regiones de la gloria eterna.
v.
4. Si el deseo del Señor es glorificar al Padre en el nuevo lugar en el cielo,
esto ya lo ha hecho en su camino terrenal y con sus padecimientos en la cruz.
¿Quién, salvo el Señor, podía mirar al cielo y decir al Padre «te he
glorificado en la tierra»? El hombre caído, que fue hecho a imagen y semejanza
de Dios como verdadero representante suyo ante el Universo, le ha deshonrado en
la tierra. Si el mundo tiene que formarse una idea de Dios a partir del hombre
caído, la conclusión a la que llegará será que es un Ser cruel, egoísta y
rencoroso que carece de sabiduría, amor o compasión. Esta es, desde luego, la
terrible conclusión que alcanzaron los paganos asumiendo que Dios debía de ser
igual a ellos, lo que explica que se hicieran dioses crueles, egoístas e
indeseables: «Cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen
de hombre corruptible». En lugar de glorificar a Dios con una representación
verdadera de Él, el hombre le ha traído deshonra en esta tierra. Si nos
volvemos del hombre caído al Hombre Cristo Jesús —el Hijo— vemos a Uno que
glorificó a Dios con cada paso que dio. No bien hubo nacido, las huestes
celestiales dijeron al contemplar a su Hacedor:
«Gloria
a Dios en las alturas». Al final de su camino, el Señor dice al Padre: «Te he
glorificado en la tierra». Él manifestó de manera plena el carácter de Dios y
mantuvo en integridad todo lo que era debido a Él, su gloria delante de todo el
Universo. Dios fue manifestado en Cristo encarnado, visto de los ángeles y de
los hombres.
Cristo
no solo le glorificó en su camino terrenal, sino que además le glorificó en la
cruz: «He llevado a término la obra que me diste a realizar». Allí fue donde
mantuvo la justicia de Dios en relación al pecado y donde exhibió el amor de
Dios al pecador.
Cristo
habla aquí de la humanidad perfecta con la que Él se humanó. Como Hombre
glorificó a Dios y consumó la obra que le había encomendado, y como creyentes
tenemos el privilegio de andar como Él anduvo. Estamos aquí para manifestar la
gloria de Dios y acabar la obra que se nos ha encomendado, sin olvidar jamás
que la obra que Él vino a hacer es independiente de la nuestra. Nadie excepto el
Hijo pudo emprender y consumar esta gran obra.
v.
5. En este versículo escuchamos las peticiones de las que el hombre no
participa. El Señor habla aquí como el Hijo eterno y presenta dichas peticiones
de las que solo Uno que es Dios puede participar. En primer lugar, dice el
Señor: «Padre, glorifícame tú». Nosotros deseamos poseer nuestros cuerpos
gloriosos para que Cristo sea glorificado en nosotros (2ª Tes. 1:10) y así
poder decir «glorifica a Cristo en mí», pero aparte de una Persona divina
¿quién más pudo decir «glorifícame»? En segundo lugar, la oración se eleva a un
plano superior, porque el Señor añade: «Al lado tuyo». Solamente el Hijo
eterno, que moraba en el seno del Padre, podía pedir aquella gloria en
proporción con la del Padre. Aquel que habla de esta manera reclama para sí la
igualdad con Él.
Cuando el Señor procede a hablar de
«aquella gloria que tuve» se refiere a una gloria que Él poseía en la eternidad
como Persona divina, no una gloria que Él recibió, sino la que Él ya tenía. Por
eso dice «aquella gloria que tuve contigo», una expresión que no solo implícita
la divinidad de su Persona, sino también a una Persona distintiva en el seno de
la Deidad. Finalmente, hace referencia a esta gloria como la gloria que Él
tenía con el Padre antes de que el mundo existiera. Una gloria fuera del tiempo
perteneciente a la eternidad, y Él era una Persona divina, distintiva y eterna
de la Deidad. Se ha dicho con acierto: «le escuchamos hablar con la plena
conciencia de que Él mismo era antes de que el mundo fuera, y de una gloria que
Él tenía como suya en la comunión eterna con Dios».
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