Cristo glorificado en los santos (Juan 17:6-21)
El
primer deseo que el corazón de Cristo antepone a todos los otros deseos es
asegurar la gloria del Padre. Este es el objetivo importante en la primera
parte de la oración. El segundo deseo del corazón de Cristo es que Él sea
glorificado en sus santos: «He sido glorificado en ellos». Al parecer, este
subyace a las peticiones en este nuevo apartado de la oración.
En
su andar en la tierra el Señor glorificó al Padre en el cielo. Ahora, cuando
toma su lugar allí, desea que los discípulos le glorifiquen en su camino
terrenal, así que pone felizmente sus pies en el camino que Sus pasos habían
hollado anteriormente delante del Padre.
vv.
6-8. En los versículos de esta parte de la oración el Señor llama por su nombre
a quienes Él pone en oración, y presenta las características que los hace tan
estimados haciendo la oración en su honor.
Ellos
son una compañía de gente que ha sido sacada del mundo y dada a Cristo por el
Padre, y a raíz de ello son amados por Cristo como el don que el Padre le ha
dado. El Señor también manifestó a esta compañía el nombre del Padre. En las
Escrituras, el nombre nos habla de la personalidad de la persona que es
portadora del mismo. Cuando Moisés es enviado por Jehová a Israel, él alega que
le preguntarán sobre el nombre del que le envía, lo que equivale decir que si
les decía Su nombre ellos sabrían quién era el que le enviaba.
Así,
manifestar el nombre del Padre es declarar a todo el mundo lo que Él es. No
solo ha declarado el Señor al Padre, sino que además dio a sus discípulos las
palabras que su padre le dio a Él. Compartió con ellos las comunicaciones que
recibió del Padre para que supieran cómo es en todo su amor y santidad, además
de conocer su mente a través de estas palabras. Si la palabra revela lo que es
Él, las palabras revelan su mente y pensamientos.
Son
una compañía que por gracia ha respondido a estas revelaciones. El Señor dice
de ellos que «han guardado tu palabra»; «han conocido que todas las cosas que
me has dado proceden de ti»; «les he dado las palabras que me diste, y ellos
las recibieron».
vv.
9-11. Habiendo nombrado así a quienes son objeto de su oración, el Señor nos
revela por qué ruega por ellos. Teniendo siempre al Padre presente, el Señor
declara tuyos son como la primera razón para rogar por ellos. Antes ya había
dicho: «Tuyos eran, y me los diste», pero sigue diciendo tuyos son. Nunca
cesaron de ser del Padre porque Él se los hubiera dado al Hijo, todo lo
contrario.
«Todo
lo mío es tuyo, y lo tuyo mío». Sobre esta doble afirmación rica en significado
se sabe que Lutero dijo una vez: «todos podrían correr a decir a Dios “todo lo
mío es tuyo”, pero ningún ser creado podría ir más allá y decir “todo lo que es
tuyo es mío”. Son palabras solo para Cristo».
Una
segunda razón importante para rogar por sus discípulos fue que Él dijo: «He
sido glorificado en ellos». Nosotros somos dejados en este mundo como
representantes de Aquel que ha ido a la gloria, y la medida con que su pueblo
le ve a Él es la medida con la que Él es glorificado ante el mundo.
Hay
otra razón que suscita la oración del Señor. Cristo ya no está en el mundo para
proteger a los suyos con su presencia real. Él va al Padre mientras ellos son
dejados en medio de un mundo de maldad que odia a Cristo. Por lo tanto, es
necesaria la oración que el Señor hace en nombre de ellos.
v.
11. En la última parte del versículo pasamos de escuchar las razones para la
oración del Señor a escuchar determinadas peticiones que le hace al Padre, y
que tienen cuatro rasgos principales. En primer lugar, se desea que los
discípulos sean guardados en santidad; en segundo lugar, que sean uno, y
después guardados del mal; y por último, que sean santificados. Al instante nos
damos cuenta de lo necesarias que son estas peticiones, pues si Cristo tiene
que glorificarse en los suyos es preciso que ellos sean de una naturaleza
santa, unidos de corazón y separados del mal, santificados para el uso que el
Señor quiera hacer de ellos.
La
primera petición es que sus discípulos sean guardados de acuerdo al nombre del
Padre Santo. Esto implica el mantenernos en la santidad que demanda su
naturaleza. Pedro, en su epístola, debió pensar en ello al exhortar a quienes
invocan al Padre para que sean santos en todas las esferas de su vida.
Con el segundo deseo que expresan las
palabras «que también ellos sean uno en nosotros», se insta a recordar que la
santidad precede a la unidad, pues existe el peligro de buscar la unidad
sacrificando la santidad. Esta es la primera de las tres unidades a las que
hace referencia el Señor en la oración. Se trata, ante todo, de la unidad de
los apóstoles. El Señor desea que ellos sean «uno como Nosotros». Esta es una
unidad de objetivos, pensamientos y propósitos, como la que existía entre el
Padre y el Hijo.
vv.
12-14. Entre la segunda y tercera petición se nos permite escuchar al Señor
presentando al Padre las razones por su intercesión. Mientras estaba en el
mundo, Él guardó a los discípulos en el nombre del Padre y de todo el poder del
enemigo. Ahora que el Señor iba al Padre, Él permite que escuchemos sus
palabras y nos demos cuenta de que no levanta su guardia, aunque sí cambie de
método.
Antes de ir al Padre, Él quiere que
sepamos que somos puestos bajo el cuidado tierno del amor paterno, lo cual
lograría que el gozo de Cristo se cumpliera en los discípulos. Así como Él
anduvo gozando descubiertamente del amor del Padre, quiere que nosotros andemos
gozándonos también de saber que el Padre nos cuida y nos ama con el mismo amor
inmutable y eterno con que nos ha amado el Hijo.
El Señor ofrece a los discípulos la
palabra del Padre, la revelación de Sus consejos eternos. Al entrar nosotros en
estos consejos bebemos del manantial de sus delicias, que al ensanchar su cauce
nos transporta a través de las edades milenarias hasta llegar al océano de la
eternidad. Los discípulos no solamente se gozarían de saber, como el Hijo, que
estaban bajo el amor protector del Padre, sino que también iban a conocer la
bendición que ese amor se ha propuesto darles.
Si ellos gozaron de la porción del Hijo
ante el Padre, también gozarían de su porción en relación con el mundo. El
mundo odiaba a Cristo porque no era de él, ya que Él y el mundo no tenían nada
en común. Fue un extraño motivado y gobernado por objetivos totalmente ajenos a
este mundo. Si le odiaron y no le comprendieron, nosotros también seremos
odiados por el mundo si seguimos Su camino.
Los discípulos son felizmente puestos
ante el Padre en la misma posición que ocupaba el Hijo delante de Él como
Hombre en la Tierra. El nombre del Padre se revela a ellos, la palabra del
Padre les es ofrecida y el cuidado paterno es otorgado como garantía. El gozo
de Cristo es también el de ellos. El desprecio y la extranjería de Cristo son
su porción en este mundo.
vv.
15-16. El Señor continúa con sus peticiones. Las dos primeras están
relacionadas con cosas que Él desea que los discípulos hagan suyas: la santidad
y la unidad. Las dos últimas están más relacionadas con cosas que Él desea que
ellos rehúyan. Ruega por que los discípulos sean guardados del mal del mundo,
no que sean sacados de él (pues el momento no había llegado aún), y Él tenía
trabajo que darles. Sin embargo, la maldad del mundo será siempre un peligro
constante para ellos, por eso ruega que los guarde del mal.
v.
17. Una separación del mal real no es suficiente, y por eso el Señor ruega
también por nuestra santificación. La verdad determinante de la santificación
no es meramente la separación del mal, sino más bien la devoción y
disponibilidad que se tienen para Dios. La santificación por la que Él ruega no
es la santificación absoluta que Su muerte nos asegura y que nos es presentada
en la epístola a los Hebreos. En la oración vemos que se trata de la
santificación práctica que nos hace desposeernos de todo aquello que no es
propio de Dios en nuestros pensamientos, costumbres y maneras prácticas, a fin
de poder ser «santificados, útiles para el Dueño» (2ª Tim. 2:21). Deducimos de
las palabras del Señor que hay dos maneras de efectuar en la práctica esta
santificación. Primero, es por la verdad.
El Señor habla de ella como su palabra,
es decir, la palabra del Padre. Toda la Escritura es la Palabra de Dios, pero
la palabra del Padre es más probable que tenga en vista el Nuevo Testamento,
que revela el nombre, la mente y el consejo del Padre. Toda declaración del
nombre de Dios exige una correspondiente separación del mundo y la
santificación para Él. Dios declaró a Abraham: «Yo soy el Dios Todopoderoso;
anda delante de mí y sé perfecto» (Gén. 17:1). A Israel se le reveló como
Jehová, y Dios miró que los caminos de Israel se correspondieran con este
nombre. Tenían que temer este nombre «glorioso y terrible» (Dt. 28:58). ¡Con
razón de más debía haber una santificación que se correspondiera con la plena
revelación de Dios como Padre!
v.
18. Esta separación del mal y la santificación para Dios tienen como propósito
que el servicio de los discípulos sea moralmente apropiado a la hora de
desempeñar su misión. Esto es lo que interpretamos por las palabras del Señor:
«Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo». El Señor veía a
los discípulos como Él en Su posición delante del Padre; ahora los ve ocupando
Su lugar delante del mundo.
v.
19. Hay otra forma con la que el Señor efectúa nuestra santificación práctica.
El versículo 17 nos explica el efecto santificador de la verdad. Aquí habla de
santificarse a sí mismo para que nosotros seamos santificados por la verdad. El
Señor se separa en la gloria para convertirse en el objeto que atrae nuestros
corazones fuera de este mundo presente. Poseemos no solamente la verdad que
ilumina nuestras mentes, que escudriña nuestras conciencias y nos da ánimos en
el camino, sino que también tenemos con Cristo en la gloria a una Persona
divina que ejerce un poderoso control en nuestros corazones. Atraídos por sus
excelencias y guardados por su amor, nos veremos cada vez más santificados por
la verdad que se manifiesta en Él de manera tan expresiva.
H. Smith
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