(Números 27:1-11)
La
conducta de las hijas de Salphaad[1],
según se nos cuenta al principio de este capítulo, ofrece un bello contraste
con la incredulidad de que acabamos de hablar. No pertenecen, ciertamente, a
la generación de aquellos que están siempre prontos a abandonar el terreno
divino y a renunciar a los privilegios concedidos por la gracia divina. Estaban
decididas, por la gracia, a sentar el pie de la fe sobre el terreno más elevado;
y con decisión santa y firme a tomar posesión de lo que Dios les había dado.
“Y las
hijas de Salphaad, hijo de Hepher, hijo de Galaad, hijo de Machir, hijo de
Manasés, de las familias de Manasés, hijo de José, los nombres de las cuales
eran Maala, y Noa, y Hogla, y Milca, y Tirsa, llegaron, y presentáronse delante
de Moisés, y delante del sacerdote Eleazar, y delante de los príncipes, y de
toda la congregación, a la puerta del tabernáculo del testimonio, y dijeron:
Nuestro padre murió en el desierto, el cual no estuvo en la junta que se reunió
contra Jehová en la compañía de Coré, sino que en su pecado murió, y no tuvo
hijos. ¿Por qué será quitado el nombre de nuestro padre de entre su familia,
por no haber tenido hijo? Danos heredad entre los hermanos de nuestro padre”
(versículos 1-4).
Este
pasaje es extraordinariamente bello. Alivia el corazón leer palabras tales en
tiempos como los actuales en los que tan poco caso se hace de la posición y de
la heredad del pueblo de Dios, y cuando tantos se contentan con vivir día tras
día y año tras año sin ni aun preocuparse de buscar las cosas que les son
ofrecidas gratuitamente por Dios. Es triste ver el descuido y la completa
indiferencia con que muchos cristianos profesantes tratan las cuestiones tan
importantes como son, la posición, la conducta y la esperanza del creyente y de
la Iglesia de Dios. Es al mismo tiempo pecar contra la gracia y no honrar al
Señor, el mostrar un espíritu de indiferencia respecto a lo que Él nos ha
revelado tocante a la posición y a la heredad de los creyentes. Si Dios, en su
gracia, ha tenido a bien concedernos preciosos privilegios como cristianos,
¿no hemos de procurar conocer cuáles son esos privilegios? ¿No debemos procurar
hacer nuestros esos privilegios con la sencillez de una fe ingenua? ¿Es tratar
dignamente a nuestro Dios y sus revelaciones, ser indiferentes en cuanto a
saber si somos siervos o hijos; si tenemos o no el Espíritu Santo morando en
nosotros; si estamos bajo la ley o bajo la gracia; si nuestra vocación es celeste
o terrestre?
De seguro
que no. Si algo hay en la Escritura más claro que toda otra cosa, es que Dios
se complace en aquellos que aprecian la provisión de su amor, y que gozan con
ella, —los que encuentran su gozo en El. Vemos a esas hijas de José ya que así
podemos llamarlas, privadas de su padre, débiles, abandonadas, si las
consideramos desde un punto de vista humano. La muerte había roto el lazo
aparente que las unía a la herencia propiamente dicha de su pueblo. ¿Se
resignan a renunciar a ella, no teniendo interés en ella? ¿Les era igual tener
o no tener un sitio y una heredad con el Israel de Dios? ¡Oh no! Esas ilustres
mujeres nos proporcionan un modelo que estudiar e imitar, un celo que, nos
atrevemos a decirlo, regocijaba el corazón de Dios. Estaban seguros de que
había para ellas, en la tierra de promisión, una heredad del cual ni la muerte,
ni ningún incidente del desierto podía privarles. “¿Por qué será quitado el
nombre de nuestro padre de entre su familia, por no haber tenido hijo?” La muerte,
la falta de línea masculina, ¡nada en el mundo podía anular la bondad de Dios!
Era imposible. “Danos heredad entre los hermanos de nuestro padre”.
Nobles
palabras que subieron al trono y al corazón de Dios. Eran también un testimonio
de los más poderosos ofrecidos ante toda la congregación. Moisés no supo
contestar. Moisés era un servidor, y aun un servidor bendito y honrado; y no
obstante, en ese maravilloso libro del desierto, sobrevienen cuestiones que
Moisés es incapaz; de resolver; así, por ejemplo, el caso de los hombres
inmundos del capítulo 9, y éste de las hijas de Salphaad.
“Y Moisés
llevó su causa delante de Jehová. Y Jehová respondió a Moisés, diciendo: Bien
dicen las hijas de Salphaad: has de darles posesión de heredad entre los
hermanos de su padre y traspasarás la heredad de su padre a ellos” (versículos
5-7).
He aquí
un glorioso triunfo en presencia de la asamblea entera. Una fe sencilla y
valiente está siempre segura de ser recompensada. Glorifica a Dios y Dios la
honra. En todo el Antiguo y Nuevo Testamento vemos esta misma gran verdad
práctica, es a saber; que Dios se complace en una fe sencilla y valerosa que
acepta simplemente y retiene con firmeza todo lo que Él ha dado; que rehúsa
positivamente, aun frente a la debilidad humana y a la muerte, hacer dejación
de la menor partícula de la herencia divinamente otorgada. En el tiempo mismo
en que los huesos de Salphaad reposaban en el polvo del desierto, cuando no
había presente una sucesión, por línea masculina, que pudiera perpetuar su
nombre, la fe podía elevarse por encima de todas esas dificultades y contar con
la fidelidad de Dios, para cumplir todo lo que la Palabra había prometido.
“Bien
dicen las hijas de Salphaad’’. Ellas lo hacen aún. Sus palabras son palabras de
fe, y como tales, son siempre prudentes a los ojos de Dios. Es cosa terrible
poner límites al “Santo de Israel”. Quiere ser creído. Es imposible a la fe
agotar las riquezas de Dios. Dios no puede faltar a su palabra, como no puede
negarse a sí mismo. La única cosa que en este mundo puede verdaderamente
regocijar el corazón de Dios es la fe que confía en El implícitamente, y tal fe
será siempre aquella que puede amarle, servirle y alabarle.
Somos,
pues, deudores a las hijas de Salphaad. Ellas nos dan un ejemplo de inestimable
valor, y además su conducta fue la causa de la revelación de una nueva verdad,
que debía ser la base de una regla divina para todas las generaciones futuras.
Jehová mandó a Moisés, diciendo: “Cuando alguno muriere sin hijos, traspasaréis
su herencia a su hija” (versículo 8).
Aquí se
sienta un gran principio en cuanto a la cuestión de la herencia, del cual,
humanamente hablando, nada hubiéramos sabido sin la fe y la conducta fiel de
esas mujeres notables. Si ellas hubiesen escuchado la voz de la timidez y de la
incredulidad; si hubiesen rehusado presentarse ante toda la congregación para
la reivindicación de los derechos de la fe; entonces no solamente hubieran
perdido su herencia y su bendición personal, sino que en el porvenir todas las
hijas de Israel que se hubiesen encontrado en su situación hubiesen también
sido privadas de su heredad. Mientras que, al contrario, obrando con la preciosa
energía de la fe, ellas conservaron su herencia, obtuvieron la bendición, y
recibieron el testimonio de Dios; sus nombres brillan en las inspiradas
páginas, y su conducta dio origen a un decreto divino que debía regir para
todas las generaciones futuras.
No
obstante, debemos recordar que hay un peligro moral en la dignidad misma y en
la elevación que la fe otorga a los que, por la gracia, pueden ejercerla.
Debemos guardarnos cuidadosamente de ese peligro. Esto se demuestra de una
manera evidente en el fin de la historia de las hijas de Salphaad (36: 1-5). “Y
llegaron los príncipes de los padres de la familia de Galaad, hijo de Machir,
hijo de Manasés; de la familia de los hijos de José; y hablaron delante de
Moisés, y de los príncipes, cabezas de padres de los hijos de Israel, y
dijeron: Jehová mandó a mi señor que por suerte diese la tierra a los hijos de
Israel en posesión: también ha mandado Jehová a mi señor que dé la posesión de
Salphaad nuestro hermano a sus hijas; las cuales, si se casaren con algunos de
los hijos de las otras tribus de los hijos de Israel, la herencia de ellas será
así desfalcada de la herencia de nuestros padres, y será añadida a la herencia
de la tribu a que serán unidas: y será quitada de la suerte de nuestra heredad.
Y cuando viniere el Jubileo de los hijos de Israel, la heredad de ellas será
añadida a la heredad de la tribu de sus maridos; y así la heredad de ellas será
quitada de la heredad de la tribu de nuestros padres. Entonces Moisés mandó a
los hijos de Israel por dicho de Jehová, diciendo: La tribu de los hijos de
José habla rectamente”.
Los
“padres” de la casa de José deben ser oídos también como las “hijas”. La fe de
estas últimas era muy bella; pero era de temer que en el lugar distinguido a
que la fe les había elevado, olvidaran los derechos de los demás, haciendo
retroceder los límites de la heredad de sus padres. Convenía que no fuese así;
y, por consiguiente, la sabiduría de esos padres era evidente. Tenemos
necesidad de ser guardados por todos lados a fin de que la integridad de la fe
y el testimonio sean debidamente mantenidos.
“Esto es
lo que ha mandado Jehová acerca de las hijas de Salphaad, diciendo: Cásense
como a ellos les pluguiere; empero en la familia de la tribu de su padre se
casarán, para que la heredad de los hijos de Israel no sea traspasada de tribu
en tribu: porque cada uno de los hijos de Israel se allegará a la heredad de la
tribu de sus padres... Como Jehová mandó a Moisés, así hicieron las hijas de
Salphaad... y se casaron con hijos de sus tíos... y la heredad de ellas quedó
en la tribu de la familia de su padre” (versículos 6-12).
De este
modo queda todo arreglado. La actividad de la fe está regida por la verdad de
Dios; los derechos individuales están arreglados en armonía con los verdaderos
intereses de todos; al mismo tiempo la gloria de Dios está tan plenamente
mantenida, que, en el día del Jubileo, en vez de una confusión en los límites
de Israel, está asegurada la integridad de la herencia según la ordenanza
divina.
Tomado
del Libro “Estudios sobre el libro de LOS NUMEROS”, Extracto del Capítulo 12
[1] Nota del Editor: La versión usada por el autor es la de Pratt; en la Versión Reina Valera de
1960 aparece como Zelofehad
No hay comentarios:
Publicar un comentario