domingo, 4 de marzo de 2018

LAS HIJAS DE SALPHAAD


(Números 27:1-11)

La conducta de las hijas de Salphaad[1], según se nos cuenta al principio de este capítulo, ofrece un bello contraste con la incredulidad de que acabamos de hablar. No pertenecen, cierta­mente, a la generación de aquellos que están siempre prontos a abandonar el terreno divino y a renunciar a los privilegios concedidos por la gracia divina. Estaban decididas, por la gracia, a sentar el pie de la fe sobre el terreno más elevado; y con decisión santa y firme a tomar posesión de lo que Dios les había dado.
“Y las hijas de Salphaad, hijo de Hepher, hijo de Galaad, hijo de Machir, hijo de Manasés, de las familias de Manasés, hijo de José, los nombres de las cuales eran Maala, y Noa, y Hogla, y Milca, y Tirsa, llegaron, y presentáronse delante de Moisés, y delante del sacerdote Eleazar, y delante de los príncipes, y de toda la congregación, a la puerta del taber­náculo del testimonio, y dijeron: Nuestro padre murió en el desierto, el cual no estuvo en la junta que se reunió contra Jehová en la compañía de Coré, sino que en su pecado murió, y no tuvo hijos. ¿Por qué será quitado el nombre de nuestro padre de entre su familia, por no haber tenido hijo? Danos heredad entre los hermanos de nuestro padre” (versículos 1-4).
Este pasaje es extraordinariamente bello. Alivia el corazón leer palabras tales en tiempos como los actuales en los que tan poco caso se hace de la posición y de la heredad del pueblo de Dios, y cuando tantos se contentan con vivir día tras día y año tras año sin ni aun preocuparse de buscar las cosas que les son ofrecidas gratuitamente por Dios. Es triste ver el des­cuido y la completa indiferencia con que muchos cristianos profesantes tratan las cuestiones tan importantes como son, la posición, la conducta y la esperanza del creyente y de la Iglesia de Dios. Es al mismo tiempo pecar contra la gracia y no honrar al Señor, el mostrar un espíritu de indiferencia respecto a lo que Él nos ha revelado tocante a la posición y a la heredad de los creyentes. Si Dios, en su gracia, ha tenido a bien conce­dernos preciosos privilegios como cristianos, ¿no hemos de procurar conocer cuáles son esos privilegios? ¿No debemos procurar hacer nuestros esos privilegios con la sencillez de una fe ingenua? ¿Es tratar dignamente a nuestro Dios y sus revela­ciones, ser indiferentes en cuanto a saber si somos siervos o hijos; si tenemos o no el Espíritu Santo morando en nosotros; si estamos bajo la ley o bajo la gracia; si nuestra vocación es celeste o terrestre?
De seguro que no. Si algo hay en la Escritura más claro que toda otra cosa, es que Dios se complace en aquellos que aprecian la provisión de su amor, y que gozan con ella, —los que encuentran su gozo en El. Vemos a esas hijas de José ya que así podemos llamarlas, privadas de su padre, débiles, aban­donadas, si las consideramos desde un punto de vista humano. La muerte había roto el lazo aparente que las unía a la herencia propiamente dicha de su pueblo. ¿Se resignan a renunciar a ella, no teniendo interés en ella? ¿Les era igual tener o no tener un sitio y una heredad con el Israel de Dios? ¡Oh no! Esas ilustres mujeres nos proporcionan un modelo que estudiar e imitar, un celo que, nos atrevemos a decirlo, regocijaba el corazón de Dios. Estaban seguros de que había para ellas, en la tierra de promisión, una heredad del cual ni la muerte, ni ningún incidente del desierto podía privarles. “¿Por qué será quitado el nombre de nuestro padre de entre su familia, por no haber tenido hijo?” La muerte, la falta de línea masculina, ¡nada en el mundo podía anular la bondad de Dios! Era imposible. “Danos heredad entre los hermanos de nuestro padre”.
Nobles palabras que subieron al trono y al corazón de Dios. Eran también un testimonio de los más poderosos ofrecidos ante toda la congregación. Moisés no supo contestar. Moisés era un servidor, y aun un servidor bendito y honrado; y no obs­tante, en ese maravilloso libro del desierto, sobrevienen cuestiones que Moisés es incapaz; de resolver; así, por ejemplo, el caso de los hombres inmundos del capítulo 9, y éste de las hijas de Salphaad.
“Y Moisés llevó su causa delante de Jehová. Y Jehová respon­dió a Moisés, diciendo: Bien dicen las hijas de Salphaad: has de darles posesión de heredad entre los hermanos de su padre y traspasarás la heredad de su padre a ellos” (versículos 5-7).
He aquí un glorioso triunfo en presencia de la asamblea entera. Una fe sencilla y valiente está siempre segura de ser recompensada. Glorifica a Dios y Dios la honra. En todo el Antiguo y Nuevo Testamento vemos esta misma gran verdad práctica, es a saber; que Dios se complace en una fe sencilla y valerosa que acepta simplemente y retiene con firmeza todo lo que Él ha dado; que rehúsa positivamente, aun frente a la debilidad humana y a la muerte, hacer dejación de la menor partícula de la herencia divinamente otorgada. En el tiempo mismo en que los huesos de Salphaad reposaban en el polvo del desierto, cuando no había presente una sucesión, por línea mas­culina, que pudiera perpetuar su nombre, la fe podía elevarse por encima de todas esas dificultades y contar con la fidelidad de Dios, para cumplir todo lo que la Palabra había prometido.
“Bien dicen las hijas de Salphaad’’. Ellas lo hacen aún. Sus palabras son palabras de fe, y como tales, son siempre prudentes a los ojos de Dios. Es cosa terrible poner límites al “Santo de Israel”. Quiere ser creído. Es imposible a la fe agotar las riquezas de Dios. Dios no puede faltar a su palabra, como no puede negarse a sí mismo. La única cosa que en este mundo puede verdaderamente regocijar el corazón de Dios es la fe que confía en El implícitamente, y tal fe será siempre aquella que puede amarle, servirle y alabarle.
Somos, pues, deudores a las hijas de Salphaad. Ellas nos dan un ejemplo de inestimable valor, y además su conducta fue la causa de la revelación de una nueva verdad, que debía ser la base de una regla divina para todas las generaciones futuras. Jehová mandó a Moisés, diciendo: “Cuando alguno muriere sin hijos, traspasaréis su herencia a su hija” (versículo 8).
Aquí se sienta un gran principio en cuanto a la cuestión de la herencia, del cual, humanamente hablando, nada hubiéramos sabido sin la fe y la conducta fiel de esas mujeres notables. Si ellas hubiesen escuchado la voz de la timidez y de la incredu­lidad; si hubiesen rehusado presentarse ante toda la congregación para la reivindicación de los derechos de la fe; entonces no solamente hubieran perdido su herencia y su bendición personal, sino que en el porvenir todas las hijas de Israel que se hubiesen encontrado en su situación hubiesen también sido privadas de su heredad. Mientras que, al contrario, obrando con la pre­ciosa energía de la fe, ellas conservaron su herencia, obtuvieron la bendición, y recibieron el testimonio de Dios; sus nombres brillan en las inspiradas páginas, y su conducta dio origen a un decreto divino que debía regir para todas las generaciones futuras.
No obstante, debemos recordar que hay un peligro moral en la dignidad misma y en la elevación que la fe otorga a los que, por la gracia, pueden ejercerla. Debemos guardarnos cuidadosa­mente de ese peligro. Esto se demuestra de una manera evidente en el fin de la historia de las hijas de Salphaad (36: 1-5). “Y llegaron los príncipes de los padres de la familia de Galaad, hijo de Machir, hijo de Manasés; de la familia de los hijos de José; y hablaron delante de Moisés, y de los príncipes, cabezas de padres de los hijos de Israel, y dijeron: Jehová mandó a mi señor que por suerte diese la tierra a los hijos de Israel en posesión: también ha mandado Jehová a mi señor que dé la posesión de Salphaad nuestro hermano a sus hijas; las cuales, si se casaren con algunos de los hijos de las otras tribus de los hijos de Israel, la herencia de ellas será así desfalcada de la herencia de nuestros padres, y será añadida a la herencia de la tribu a que serán unidas: y será quitada de la suerte de nuestra heredad. Y cuando viniere el Jubileo de los hijos de Israel, la heredad de ellas será añadida a la heredad de la tribu de sus maridos; y así la heredad de ellas será quitada de la heredad de la tribu de nuestros padres. Entonces Moisés mandó a los hijos de Israel por dicho de Jehová, diciendo: La tribu de los hijos de José habla rectamente”.
Los “padres” de la casa de José deben ser oídos también como las “hijas”. La fe de estas últimas era muy bella; pero era de temer que en el lugar distinguido a que la fe les había elevado, olvidaran los derechos de los demás, haciendo retroceder los límites de la heredad de sus padres. Convenía que no fuese así; y, por consiguiente, la sabiduría de esos padres era evidente. Tenemos necesidad de ser guardados por todos lados a fin de que la integridad de la fe y el testimonio sean debidamente mantenidos.
“Esto es lo que ha mandado Jehová acerca de las hijas de Salphaad, diciendo: Cásense como a ellos les pluguiere; empero en la familia de la tribu de su padre se casarán, para que la heredad de los hijos de Israel no sea traspasada de tribu en tribu: porque cada uno de los hijos de Israel se allegará a la heredad de la tribu de sus padres... Como Jehová mandó a Moisés, así hicieron las hijas de Salphaad... y se casaron con hijos de sus tíos... y la heredad de ellas quedó en la tribu de la familia de su padre” (versículos 6-12).
De este modo queda todo arreglado. La actividad de la fe está regida por la verdad de Dios; los derechos individuales están arreglados en armonía con los verdaderos intereses de todos; al mismo tiempo la gloria de Dios está tan plenamente mantenida, que, en el día del Jubileo, en vez de una confusión en los límites de Israel, está asegurada la integridad de la herencia según la ordenanza divina.
Tomado del Libro “Estudios sobre el libro de LOS NUMEROS”, Extracto del Capítulo 12


[1]  Nota del Editor: La versión usada por el autor es la de Pratt; en la Versión Reina Valera de 1960 aparece como Zelofehad

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