Génesis 4; Hebreos 11:4
Si tomamos la historia del jardín de Edén en su conjunto, veremos en ella un todo en el más pleno sentido, y un sucinto pero completo cuadro de los caminos de Dios. El hombre puesto bajo responsabilidad, e incluso bajo la ley, fue pecaminoso, y mostró ser un verdadero pecador; y fue echado fuera del lugar de residencia, donde Dios lo visitaba para tener comunión con Él. Pero Dios no lo envió fuera para comenzar un nuevo mundo lejos de Él mismo sin dar el más pleno testimonio a la soberana gracia que hizo frente al mal. La desnudez del hombre era la expresión de la inocencia que se había perdido. La vergüenza y la culpa, y un temor culpable de la presencia de Dios, constituían ahora el estado del hombre: Dios en su soberana gracia resolvió esto. Vistió a Adán con aquello que provino de la muerte, y Sus ojos tenían Su propia obra ante Él. Esto no decía que el hombre estuviese desnudo en sí mismo, sino que Dios mismo, habiendo tomando conocimiento de ello en gracia, había cubierto su desnudez. El presente estado fue perfecto y plenamente provisto, y el poder del mal juzgado en el futuro. De aquí en adelante el poder de la simiente de la serpiente sería destruido.
Pero el hombre, echado fuera así de delante de Dios, con la inocencia perdida, comenzó un nuevo mundo, y entonces surgió necesariamente la pregunta: «¿Puede tener el hombre algo que decir a Dios?; y ¿cómo?» Ahora bien, es claro que si Dios obró en el hombre, Él no podía ni por un momento ser indiferente a lo que había sucedido; y más claro aún es el hecho de que Dios no podía ser indiferente al estado del mal que había llevado al hombre adonde se encontraba ahora, y que fue expresado por lo que él era en pecado y lejos de Dios. Aquello que era el triste resultado para el hombre, Dios lo vio como el mal estado en él.
La expulsión del paraíso puso al hombre en una vía judicial fuera de aquel lugar, aunque no de manera irrecuperable. Él estaba allí moralmente, y surgió la pregunta: « ¿Podía acercarse a Dios?» En realidad, ahora no podía, mientras fuere insensible al estado en el cual había entrado; en éste permanecería aún tan alejado de Dios como siempre, y Dios, en Su gobierno y testimonio públicos, no podía dar testimonio de recibir al hombre en ese estado. Y ésta es la nueva plataforma sobre la que se hallan Caín y Abel: la de un acercamiento a Dios hallándose en un estado que fue el resultado de la expulsión de Su presencia. ¿Nos acercamos a Dios como si nada hubiese pasado, en relación con las circunstancias y los deberes cotidianos del lugar en el cual hemos entrado, o, en cambio, conscientes de la pecaminosidad de este estado, conscientes de nuestra caída, y elevando nuestras miradas a Dios en nuestras conciencias como aquellos que las hemos adquirido por el pecado? Todo cristiano lo sabe. Y nótese bien aquí, que no se trata de pecado cometido, sino de la conciencia de nuestra verdadera condición delante de Dios.
Caín va a Dios con el fruto de su esforzada labor (el hombre había sido enviado para cultivar la tierra). Tal es el verdadero estado práctico del hombre echado fuera. En Abel, en cambio, la fe tenía sus percepciones. El pecado había entrado, y, por el pecado, la muerte; y la fe lo reconocía. “Ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Hebreos 9:26). Esto no era la purificación de los pecados actuales cometidos por el individuo. De éstos se habla inmediatamente después como un tema aparte y distinto, que agrega el juicio, pero un juicio ya pronunciado para aquellos que miran a Él como Aquel que llevó nuestros pecados, Aquel que vino a ser Él mismo el Juez (Hebreos 9:26-28).
Tenemos cuatro mundos, por así decirlo, en este aspecto:
1. El huerto de Edén
2. Un mundo ya no más inocente, sino un hombre apartado de Dios y echado fuera hacia un lugar donde el pecado y Satanás reinan.
3. Un mundo en el cual Cristo reina en justicia, y
4. Los nuevos cielos y la nueva tierra, donde mora la justicia.
Tenemos un mundo inocente (que ahora ya pasó) donde el hombre fue probado sin el mal en él por la simple obediencia. El mundo final, basado en la justicia, que nunca cambia en su naturaleza, y que no puede cambiar en su estabilidad moral
Pero tan pronto como el pecado había entrado y caracterizado el mundo y el estado del hombre, los términos sobre los cuales el hombre podía estar con Dios debían ser cambiados, por cuanto Dios no podía cambiar. El hecho de que un Dios santo y una creación pecaminosa tuviesen que estar en los mismos términos, como si ésta fuese inocente, simplemente no podía ser. La libre y feliz comunión sería imposible. Podía haber un clamor por gracia de parte del hombre (un reto por el terreno sobre el cual el hombre se hallaba), pero no una libre relación. Que Dios sea amor, no altera este hecho. Su amor es un amor santo, pues Él es luz; pero “los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3:19).
Admito y creo que el libre y soberano amor de Dios originado por sí mismo, constituye la fuente de todo nuestro gozo, esperanzas y bendiciones, eternos e infinitos como lo son. Pero Dios ejerce ese amor mediante la introducción de un Mediador en la muerte: no aquí mediante el derramamiento de sangre para pagar la culpa, sino en la perfecta entrega de Sí mismo a Dios en lo que era la muerte, como tal, y el fruto del pecado. Se ofreció la gordura (Génesis 4:4) así como la sangre, pero no ofrecida como tal para perdón, sino para aceptación en Otro, el cual se dio a sí mismo completamente a Dios en la muerte, la cual había entrado. Y adviértase que las almas podían acercarse a Dios: cada cual venía con su ofrenda.
Caín vino como si nada hubiese pasado, y tanto así que trajo a Dios como ofrenda lo que era señal del estado arruinado en el cual había entrado, pero que él no reconocía como de ruina. No había fe en ello. En Abel sí la había. Él ofreció por la fe ―la cual reconocía que la muerte había entrado por el pecado―, pero que Otro se había dado a Sí mismo por él, una ofrenda hecha por fuego de olor grato. Porque hay dos cosas: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados” (Apocalipsis 1:5) y “Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Efesios 5:2). La primera había de purificar los pecados precedentes; la otra señalaba el valor y la preciosura de Aquel en quien somos aceptos, “aceptos en el Amado” (Efesios 1:6). Ahora bien, se trataba de una cuestión de aceptación al venir delante de Dios; y Dios no aceptó a Caín. Él aceptó a Abel; pero el testimonio fue dado de sus dones. Abel fue acepto, pero el testimonio de Dios era respecto a lo que él trajo: la vida de otro en todas sus energías y perfección entregada a Dios en la muerte.
Otra cosa debemos observar aquí: no se trataba de Dios que presentaba algo al pecador. Eso era una “propiciación por medio de la fe en su sangre” (Romanos 3:25). Aquí se trata de Abel que se presenta a sí mismo a Dios, pero viniendo mediante la aceptación y perfección de Otro que se había dado a sí mismo por él. Y esto es propiciación. Ahora, decir que Dios podía recibir a un pecador tal como si recibiera a una persona inocente, equivale a decir que Dios es indiferente al bien y al mal. Y adviértase aquí que no se hizo una diferencia conforme a un cambio interior que los ojos de Dios hayan visto (aunque sí había tal cambio, pues la fe estaba obrando en el corazón de Abel), sino una estimación judicial de parte de Dios, de los dones que Abel trajo, de Cristo en figura, de Cristo ofrecido en sacrificio; y para esto tenemos la expresa autoridad de la Epístola a los Hebreos. Se trataba de un sacrificio propiciatorio como fundamento de la aceptación delante de Dios; de lo contrario, faltaría toda la base de la posición de un mundo caído, toda la base moral de la preferencia de Abel a Caín.
Se admite que el amor, el amor que elige, puede haber estado allí; pero el fundamento de la aceptación, tal como la Escritura lo declara (véase Hebreos 11) faltaría si el sacrificio propiciatorio no fuese aceptado. Para ganar la justicia segura delante de Dios, y para la aceptación del creyente, conforme al valor que es en Cristo, Él se ofreció a sí mismo absolutamente sin mancha para gloria de Dios. “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo, y en seguida le glorificará” (Juan 13:31-32). La fe creyó en esto entonces, y halló su fruto. Abel fue acepto, y lo fue distintivamente sobre la base de lo que trajo, de sus dones. Caín no trajo ninguna de esas ofrendas; él tenía que ser aceptado en sí mismo solamente, y no lo fue. La fe mira a este sacrificio, y encuentra aceptación y bendición conforme al valor de Cristo a los ojos de Dios.
Sólo quisiera agregar ahora que Dios nos dio a Cristo para este fin. Él “envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1. ª Juan 4:10). En ello está la obra del amor que se genera a sí mismo, pero la obra efectiva del sufrimiento consiste en llevar a cabo en justicia ese amor. Dios no permita que debilitemos la confianza en el amor del Padre. “El que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él.” “Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros” (1. ª Juan 4:16).
Es, pues, cierto que Abel ―estando el hombre caído― buscó el rostro de Dios y su aceptación delante de Él mediante un sacrificio, de cuyo valor Dios dio testimonio, “por lo cual alcanzó testimonio de que era justo” (Hebreos 11:4). Fue un sacrificio que reconoció que la muerte había entrado, pero que, como fue presentado, llevaba el carácter de Aquel que se ofreció a sí mismo para gloria de Dios. No estaban en tela de juicio los pecados actuales, sino el estado del hombre y su aceptación delante de Dios sobre la base de la muerte mediatoria, en la cual la propia gloria de Dios solamente fue buscada por parte del hombre en obediencia, y en la cual el don más elevado de la gracia resplandeció por parte de Dios en amor.
Pero aquí, en directa relación con nuestro tema, hay otro punto, menos abstracto, posiblemente más estrecho en cuanto a sus resultados, pero que trata más directamente con la conciencia, y de ahí su necesidad actual. Si un hombre cree de corazón (es decir, convencido de su culpa) en el Señor Jesucristo, no vendrá a juicio; sabe que es perdonado y justificado, que tiene paz con Dios, y se regocija en la esperanza de Su gloria, y confía en Dios para toda su senda hasta el fin. “Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad” (Salmo 32:2): no que no haya cometido ninguna, sino que ha sido llevada por Otro. Otro ha sido sustituido en su lugar por gracia, El cual tomó el cargo de la culpa sobre sí mismo, “quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1.ª Pedro 2:24). No se trata aquí de la base sobre la cual se halla el género humano delante de Dios, como en el caso de Abel, y que, como principio general, reconoce toda la verdad; sino de pecados actuales cometidos, con los cuales trató y los cuales quitó de la presencia de Dios Aquel que fue “molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5).
Ahora bien, esto, llámelo por la palabra que le plazca, era Una persona puesta en el lugar de otra, y que luego de esa manera toma los pecados y sus consecuencias sobre Sí mismo para que éstos no recaigan en lo más mínimo sobre la persona, que era ella la culpable, en juicio o en consecuencias penales. Pero ellos sí recaen sobre todos aquellos que no se hallan bajo este beneficio sustitutorio, y con los tales Dios entra en juicio respecto de ellos. Pues del pueblo de Dios será dicho: “Como ahora”, no lo que los hombres han hecho, sino “¡Lo que ha hecho Dios!” (Números 23:21-23).
La sustitución, pues, es una verdad que la Escritura enseña con máxima certeza; es decir, una persona asumiendo el lugar de otra, Cristo llevando los pecados del individuo en Su propio cuerpo sobre el madero, siendo molido por ellos en lugar del culpable, el cual es curado por las llagas que Cristo recibió. Pues “todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6).
(Bible Treasury vol. 17, p. 321-323)
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