miércoles, 6 de abril de 2011

Ociosos y sin fruto

“Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.”
“Si estas cosas están en vosotros, y abundan, no os dejarán estar ociosos ni sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo.”
2 Pedro 3:18 y 1:8

En muchas ocasiones hemos insistido desde esta publicación, y nuevamente hacemos énfasis, sobre la necesidad del crecimiento espiritual. Crecimiento producido por el alimento que proporciona la Palabra de Dios y la contemplación de la persona del Señor Jesús, en la separación del mal, del mundo y de aquellos que deshonran Su nombre.
Pero, ¿de qué serviría crecer si no fuese para llevar fruto, traduciendo en hechos esta vida interior? Obras que sólo pueden provenir de la fe (Santiago 2:18; 1 Tesalonicenses 1:3); fruto resultante de la acción del Espíritu en nosotros (Gálatas 5:22).
¿De dónde proviene, pues, el hecho de que muchos de nuestros jóvenes sean tachados de ociosos y sin fruto? Quizá nos extrañen estos calificativos, puesto que, en lo posible, los jóvenes no dejan de asistir a las reuniones; cantan himnos, leen la Biblia e incluso la estudian; no les falta alimento. Al ver esto, nos alegramos, por supuesto. Pero éste es solamente un lado de la vida cristiana, pues, repetimos una vez más, es preciso crecer, y especialmente en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Es importante no estar ocioso y sin fruto en lo que se refiere a este conocimiento. La Palabra nos habla seriamente: “El que no tiene estas cosas tiene la vista muy corta; es ciego, habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados” (2 Pedro 1:9). ¿Qué falta, pues, a la “fe” y al “conocimiento” que ya existen, para que se manifiesten en obras y en fruto, es decir, para que nuestros jóvenes no estén ociosos y sin fruto?
El apóstol, de una manera sencilla pero contundente, declara: “Si estas cosas están en vosotros, y abundan, no os dejarán estar ociosos ni sin fruto”. ¿Qué son, pues, estas cosas?
La primera que hay que añadir a la fe personal es la “virtud”. No es suficiente creer en forma pasiva, es necesario demostrar en la vida práctica la valentía espiritual, la energía y el ardor que nos convierten en buenos soldados de Jesucristo. ¿Dónde ha llegado nuestro testimonio en este aspecto? Nuestra actitud como cristianos, ¿no es a menudo pasiva? Escuchamos, recibimos, no ponemos en duda las enseñanzas de la Palabra; pero ¿cuál es su efecto en nuestras vidas? Cuando nos relacionamos con la gente de este mundo, ¿se dan cuenta rápidamente de que somos hijos de Dios, o por el contrario, somos nosotros quienes los imitamos? Si el ambiente es hostil, ¿tenemos la valentía de nadar contra la corriente por medio de una actitud simple, limpia, reservada u osada, según convenga? Se necesita valentía, “virtud” para ser franco o para decir «no».
Al conocimiento es preciso añadir “dominio propio”, o sea, el control de sí mismo y la sobriedad; es decir, no dejarse influenciar o atraer por un medio mundano; no seguir los propios deseos si éstos van en contra de los pensamientos del Señor; saber disfrutar, como peregrinos, de los beneficios del camino, recibidos de su mano. Esto requiere una disciplina personal que no viene por sí sola, sino, como insiste el apóstol Pedro, “poniendo toda diligencia” (v. 5).
Perseverar en este camino no es fácil, se necesita la “paciencia”. Paciencia no quiere decir resignación, agachar la cabeza o aceptar tácitamente todo. A la paciencia hay que añadir la “piedad”: una relación de temor y confianza con Dios, una comunión práctica diaria que nos conducirá a andar junto al Amigo que es “más unido que un hermano” (Proverbios 18:24).
Y si es necesaria la separación del mal, si hay que purificarse de aquellos que enseñan el error, y de sus adeptos, no podría haber obra ni fruto, sin el “afecto fraternal” (1 Corintios 13). Aquel que se escude en su virtud, en su conocimiento, en su piedad, considerándose superior a sus hermanos, a los cuales está íntimamente unido por la misma vida y el mismo Espíritu, no podrá llevar fruto para Dios. La esterilidad caracterizará su marcha, su testimonio y aun su predicación.
“Y al afecto fraternal, amor”: el amor para el Señor, el amor para los hermanos, el amor para con todos los hombres. Amor irrealizable si no es con el sentimiento de haber sido amado antes. “Le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19).
“No os dejarán estar ociosos ni sin fruto...” El equilibrio producido en la personalidad por estas ocho cosas, unidas unas a otras, tendrá por resultado las “buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios 2:10), así como el fruto que se muestra exteriormente en el carácter, la actitud, la influencia, el ambiente que uno crea a su alrededor.
Al final de su carrera Jacob, considerando los ciento treinta años de su existencia, declaró: “Pocos y malos han sido los días de los años de mi vida” (Génesis 47:9). A la luz divina, ¿qué quedaba del largo camino recorrido? Jacob, ¿había producido obras o había estado ocioso en cuanto a Dios? ¿Había llevado fruto o había cumplido una actividad estéril para la eternidad?
Un día estaremos en la luz, donde todo será pesado en la balanza del santuario. Podemos llenar nuestro tiempo con obras, ocupar cada hora en ello; pero, llenar el tiempo ¿es llenar la vida? ¿No sería necesario dejar que un rayo de esta luz del santuario brillara más a menudo sobre nuestra marcha? Esto nos ayudaría a discernir si el alimento recibido, si el conocimiento adquirido, se traducen en obras de fe, en trabajo de amor, en constancia en la esperanza (véase 1 Tesalonicenses 1:3), o si más bien merecemos ser calificados de ociosos o sin fruto.

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