lunes, 21 de noviembre de 2011

EL CAMINO DIFICIL AL ALTAR

"Por tanto, si traes tu ofrenda al al­tar, y allí te acuerdas de que tu her­mano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda." (Mateos 5:23-24)

Estas son palabras difíciles. Imagínese a un judío devoto que viaja de Jericó a Jerusalén para presentar su ofrenda ante el único altar en todo el país. Allí, mientras que con asombro se acerca al altar, su ofrenda en la mano, de repente se recuerda del argumento que tuvo con un vecino antes de salir. Hubo un cambio de palabras duras y ás­peras y el uso de unos apodos poco agradables. Su vecino estaba muy enoja­do con él y probablemente lo esté toda­vía, y una llama de enojo humea en su propio corazón al pensarlo.
Según el Señor Jesús, debe dejar su ofrenda, cordero, paloma, cebado o lo que fuera, regresar cuesta abajo a Jericó, reparar la brecha con su vecino y luego tomar el camino largo, esta vez cuesta arriba, hacia el templo. ¡Y es­to, que Jericó era una de las ciudades más cercanas! Otros podrían estar con­templando un viaje de 200 kilómetros ida y vuelta en semejantes circunstancias. Mucho mejor sería asegurar el es­tar bien con el hermano antes de em­prender el viaje al templo. ¿Tendrán algo que decir estas palabras a los cristianos modernos con todas sus como­didades?

¿QUE ES LO QUE JESUS DICE?
Nótese el contexto de estos dos versículos. Acababa de hablar del enojo y los insultos. Después habla de un li­tigio al cual le lleva un adversario. El trasfondo es alguna forma de insulto o injuria a nuestro hermano- una defi­nición que abarca mucho.
El término “hermano, normalmente significa otro judío. Sin embargo, an­tes de limitarlo a otro cristiano en nuestro caso, quizá debiéramos recordarnos de la amplitud que el Señor da al término “vecino” en la parábola del Buen Samaritano, o aun incluir lo que el Señor dijo de nuestros “enemigos” en su Sermón del Monte.
La ocasión de culto, mientras aquí se limita a la presentación de una ofrenda, es, sin embargo, sin una defi­nición explícita. La clase de ofrenda, la ocasión, la forma en que se presen­taba; todas, no se especifican.
El Señor habla del culto en el cual alguien presenta una ofrenda a Dios y luego se recuerda alguna ofensa que co­metió contra otra persona y siente res­ponsabilidad' en el hecho. En la histo­ria, tanto la ocasión de culto como la de la ofensa son a propósito sin mayor especificación. Sus palabras se refie­ren al vínculo entre el culto que ren­dimos a Dios y nuestra relación con nuestro hermano. La idea no era nueva, pero el Señor le da un impacto nuevo.
Consideremos estas declaraciones a continuación como un resumen del principio básico:
1)     La verdadera adoración es en espíri­tu y en verdad. Jn.4:24
Debo tratar primeramente las perturba­ciones en mi propio espíritu que son causadas por conflictos con mi herma­no, antes que pueda tener comunión plena con el Espíritu de Dios. Espíri­tu a Espíritu verticalmente es afecta­do por espíritu a espíritu horizontalmente. La Misná (una colección de tra­diciones rabínicas) dice: "El día de la expiación expía las ofensas del hombre con Dios, pero no lo hace para las ofensas del hombre con su vecino hasta que se reconcilie con éste".
2)     La verdadera adoración es un estado, más que una acción.
            Los escritores del Antiguo Testamento concuerdan con esto, y nadie más que Amos (Léase Am.5:21-24). No es el acto del adorador que asegura un culto efectivo, sino el estado de su cora­zón. Los ojos del Señor enfocan más el corazón que la mano. Caín fue el pri­mero en descubrir esto.
3)     La adoración empieza donde vivamos y no en la 'iglesia'.
       La adoración debe empezar antes que salgamos de casa, entre las personas con quienes convivimos y en nuestra relación con ellas. Allí, precisamen­te, se halla la preparación más impor­tante. Si fallamos en este renglón de la vida, el viaje al altar con nuestra ofrenda es por demás.
4)     Y con esta, formulamos la anterior de otra manera:
       Si quiero oír bien la voz del Señor, no debo ignorar la voz de mi hermano. Los apóstoles Juan (1 Jn.4:20), Pablo tratando el tema de la comunión (1 Co.11:17-22), y Santiago (Stg.2:1-4); todos lo dicen.

El Señor Jesús tomó su ejemplo de la adoración en el templo, el enfoque más alto para los judíos, especialmente los de afuera de Jerusalén. Muchos vie­ron ésta como una adoración muy eleva­da, distinta de la adoración llevada a cabo en las sinagogas y las oraciones en familia. Por esto, pensaban que no se relacionaba tanto con la vida diaria pero no así el Señor; El dice lo con­trario.
            Por algún lado existe una poesía que menciona una comunidad cuya perspectiva se dominaba por una iglesia cuya torre señalaba al cielo como si Dios estuvie­ra solamente allí en vez de aquí, den­tro de su pueblo.

¿Y QUE DE NOSOTROS?
Nosotros no tenemos un templo, un altar, y el sacrificio final ya se ha hecho. ¿Cómo, entonces, debemos respon­der?
Tenemos que asegurarnos que todo acto de culto en que participamos emane de una conciencia limpia con respecto a nuestro hermano y entre más elevada nuestra adoración, más importante es esto. Algunos limitan las palabras del Señor a la comunión de la Cena del Se­ñor. Pablo apoya esta idea cuando re­procha a aquellos que se gozaban del 'ágape' (fiesta de amor) sin cuidar de, o preocuparse de su hermano (1 Co. 11:17-22). Debemos hacernos un examen antes de participar y "discernir el Cuerpo", que implica nuestra relación el uno con el otro.
Sin embargo, si limitamos las pala­bras del Señor solamente a esa comu­nión, nuestra visión es bastante miope. Aquellos que traían ofrendas al altar, las traían de muchas formas, esperando que el sacerdote estableciese contacto con el Padre a favor de ellos.
Ya no necesitamos ese mediador, pe­ro cualquier acto de adoración en el cual deseamos comunicarnos con el Señor debe involucrar estas palabras de Jesús.
Algunos piensan que el paralelo más cercano es nuestra ofrenda voluntaria. Puede ser; luego, al presentar una ofrenda al Señor como señal de nuestro amor hacia El e ignorar el sentido las­timado de nuestro hermano, es una hipo­cresía.
Pero pensamos que no es bueno limi­tarlo al culto de la ofrenda volunta­ria, sino aplicarlo a la adoración en todas sus formas. Existe mucho énfasis hoy día en la adoración; por esto, es­tas palabras vienen muy al caso. Nues­tra adoración empieza donde vivimos, mucho antes de abrir nuestro himnario o de empezar el servicio. Mientras nues­tras voces ascienden a Dios en alaban­za, El escucha el gemido de nuestro hermano o hermana que se levanta quejo­so, enojado o decepcionado y amargado en nuestra contra. Y entre más elevada nuestra adoración, mayor debe ser nues­tro cuidado en este renglón.
¿Son palabras duras? Bien pueden serlo. Sin embargo, su resultado final es la comunión con nuestro Padre y una conciencia limpia hacia nuestro herma­no.

Contendor por la Fe,  Nº 241-242

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