lunes, 21 de noviembre de 2011

El Verdadero Discipulado

Capítulo 11: CONSIDERANDO EL COSTO


El Señor Jesús nunca trató de engañar a los hombres para que hicieran una profesión de fe de labios. Tampoco trató de conseguir una gran cantidad de seguidores predicando un mensaje popular.
En realidad, cada vez que veía que la gen­te empezaba a acumularse en pos de él, se vol­vía y los hacía pasar por el cedazo presentán­doles las condiciones más du-ras del discipula­do.
En una de estas ocasiones el Señor ad­virtió a sus seguidores que el que quisiera ir en pos de él debería calcular el costo en pri­mer lugar. Dijo: "Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y cal­cula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla? No sea que después que haya puesto el cimiento, y no pueda acabarla, to­dos los que lo vean comiencen a hacer burla de él, diciendo: Este hombre comenzó a edi­ficar, y no pudo acabar. ¿O qué rey, al mar­char a la guerra contra otro rey, no se sienta primero y considera si puede hacer frente con diez mil al que viene contra él con veinte mil? Y si no puede, cuando el otro está toda­vía lejos, le envía una embajada y le pide con­diciones de paz. (Lucas 14:28-32).
Compara aquí Jesús la vida cristiana con una edificación y con una guerra. Es total de­satino comenzar a edificar una torre, dijo, a menos que uno se asegure de tener los fondos suficientes para acabarla. De otro modo, la es­tructura sin terminar permanecerá como un monumento a su falta de previsión.
¡Cuán verdadero es esto! Hacer una de­cisión para Cristo en el ambiente cálido y emotivo de una campaña evangelística es una cosa, pero es algo completamente diferente negarse a sí mismo, tomar su cruz cada día y seguir a Cristo. Aunque no cuesta nada llegar a ser cristiano, ser un cristiano firme que ca­mina por el sendero del sacrificio, la separa­ción y el sufrimiento por amor a Cristo cuesta todo. Comenzar bien la carrera cristiana es una cosa, pero es algo completamente diferente llevar esta carrera cada día, en mal tiempo y en buen tiempo, en la prosperidad y en la ad­versidad, en el gozo y en el dolor.
Un mundo de crítica está al acecho. Por algún extraño instinto comprende que la vida cristiana lo depara todo o nada. Cuando ve un cristiano cabal puede despreciarlo, mofarse de el o ridiculizarlo, aunque interiormente sienta un profundo respeto por la persona que valien­temente se entrega a Cristo. Pero cuando el mundo ve al cristiano mediocre siente sola­mente desprecio. Se burla de él diciendo: "Este hombre comenzó a edificar y no pudo acabar. Causó gran conmoción cuando se con­virtió, pero no es diferente de nosotros. Co­menzó corriendo a gran velocidad pero ahora está marcando el paso". Por eso el Salvador dice: ¡Es mejor que calcules el costo!
Su segunda ilustración se refiere a un rey que iba a declarar la guerra a otro. ¿No sería sensato que primero calculara si sus diez mil soldados podrían derrotar el ejército enemigo con doble cantidad de soldados? Sería muy absurdo que él declarara primero la guerra, para luego reconsiderar su decisión cuando los ejércitos estuvieran marchando a enfrentarse. Lo único que le quedaría por hacer sería enarbolar la bandera blanca, en­viar una embajada proponiendo la rendición, arrastrándose abyectamente en el polvo, y humildemente pidiendo condiciones de paz.
No es exageración comparar la vida Cris­tiana con la guerra. Hay fieros enemigos: el mundo, la carne, el diablo. Hay desalientos, derramamientos de sangre y sufrimientos. Hay largas horas de agotadora vigilia, y de an­helar la llegada del día. Hay lágrimas, fatigas y pruebas. Y hay que morir diariamente.
Cualquiera que quiere seguir a Cristo de­be recordar el Getsemaní, Gabbata y el Gólgota, y entonces, calcular el costo. Porque es asunto de absoluta entrega a Cristo o de una derrota lamentable con todo lo que significa­ría de desgracia y degradación.
Con estas dos ilustraciones el Señor Je­sús advirtió a sus oyentes' del peligro de hacer una decisión impulsiva a ser sus discípulos. El podía prometerles persecuciones, tribula­ciones y desastres. Ellos debían calcular el costo en primer lugar. Y ¿cuál es el costo? El versículo siguiente contesta: "Así pues cual­quiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo." (Lucas 14:33.)
El costo es "todo", todo lo que el hom­bre tiene y todo lo que es. Esto es lo que sig­nificaba para el Salvador cuando lo dijo; no puede su significado ser más liviano para aque­llos que quieren seguirle. Si aquel que era rico más que todo lo que podemos imaginar, volun­tariamente se hizo pobre, ¿es posible que sus discípulos ganen la corona por un medio me­nos costoso?
El Señor concluye su discurso con este resumen: Buena es la sal; más si la sal se hicie­re insípida, ¿con qué se sazonará? (Lucas 14:34).
En tiempos de nuestro Señor, no se dis­ponía de sal pura como tenemos en nuestras mesas actualmente. La sal de ellos contenía diversas impurezas, arena por ejemplo. Era po­sible que la sal perdiera su sabor. El resto era insípido y sin valor. No se podía usar como tierra, ni como fertilizante. A veces se la usaba para hacer un sendero. De modo que llegaba a "servir más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres." (Ma­teo 5:13.)
La aplicación de la ilustración es clara. Hay un propósito principal en la existencia del cristiano: glorificar a Dios mediante una vida que se presenta en sacrificio a él. El cris­tiano puede perder su labor haciendo tesoros en la tierra, proveyendo para su propia como­didad y placer, tratando de ganar fama en el mundo, prostituyendo su vida y sus talentos en un mundo indigno.
Si el creyente yerra el propósito central de su vida, yerra también en todo. Entonces no es útil, ni es decorativo. Su destino es, como la sal insípida, ser hollada bajo el pie de los hombres: por sus burlas, el desprecio y escarnio. Las palabras finales son: "El que tenga oídos para oír, oiga".
Muchas veces el Señor después de haber dicho algo duro, añadía estas palabras. Es como si hubiera sabido que no todos los hom­bres las aceptarían. El sabía que algunos me­diante explicaciones las invalidarían, tratan­do de suavizar sus exigencias tan tajantes. Pero también sabía que había corazones abiertos, jóvenes y maduros que se inclina­rían ante sus demandas, reconociendo que son dignas de él.
Así es que El dejó la puerta abierta: "El que tenga oídos para oír, oiga". Los que oyen son aquellos que calculan el costo y después dicen:

He decidido seguir a Cristo;
aunque solo, yo le seguiré;
el mundo atrás, la cruz ya sigo;
no vuelvo atrás, no vuelvo atrás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario