sábado, 14 de enero de 2012

El Verdadero Discipulado


Una vida que ha sido dedicada al Señor Jesús tiene una profunda recompensa. Hay go­zo y placer en seguir a Cristo y eso es vida en su sentido más verdadero.
El Salvador dijo repetidas veces: "El que pierde su vida por causa de Mí, la hallará." En realidad, este dicho se halla en los cuatro Evangelios con más frecuencia que cualquier otro dicho suyo (véase Mateo 10:39, 16:25; Marcos 8:35; Lucas 9:24; 17:33; Juan 12:25). ¿Por qué se repite tantas veces? Es porque establece uno de los principios fundamentales de la vida cristiana: que una vida guardada para sí es una vida perdida, pero entregar la vida por Cristo es encontrar la vida, es salvar­la, es gozarla y guardarla para la eternidad.
Ser un cristiano mediocre solamente ase­gura una existencia miserable. Estar entera­mente consagrado a Cristo es el camino más seguro para llegar a gozar de lo mejor de El. Ser un verdadero discípulo es ser un esclavo de Jesucristo y encontrar en su servicio perfecta libertad. Hay libertad en los pasos de to­do aquel que pueda decir "Amo a mi Señor; no saldré libre."
El discípulo no se enreda en pequeñas asuntos o en cosas pasajeras. Está preocupado con asuntos eternos, y como Hudson Taylor, goza de lujo de tener pocas cosas que cuidar. Puede ser desconocido, sin embargo bien co­nocido. Aunque está constantemente murien­do, vive persistentemente. Es castigado, pero no muerto. Aun en la tristeza tiene gozo. Po­bre, pero enriqueciendo a muchos. No tiene nada, pero lo posee todo (2 Cor. 6:9-10).
Y si se puede decir que la vida del verda­dero discipulado es la que más satisfacción espiritual produce en este mundo, también podemos afirmar con certeza que recibirá la más alta recompensa en la vida venidera. "Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras'' (Mateo 16:27).
Por lo tanto, el hombre verdaderamente bendecido en el tiempo y en la eternidad es el que puede decir con Borden de Yale: "Señor Jesús, yo saco mis manos en lo que concierne a mi vida. Ocupa Tú el trono de mi corazón. Cámbiame, límpiame, y úsame a tu arbitrio".
       No es su voluntad...

"No es su voluntad que ninguno perezca"
Jesús entronado en la gloria más excelsa
vio nuestro mundo pobre, dolorido y caído
y por ello derramó su vida compasivo.
Muchos perecen, atestan ya nuestra senda,
        corazones con cargas que no hay quien pueda.
Jesús salvaría, pero nadie les ha hablado
de quien libra de la desesperación y el pecado.

"No es su voluntad que ninguno perezca"
vestido en carne nuestra con sus penas y dolores,
vino a consolar y a salvar a los peores,
a sanar al quebrantado y a todo el que padezca.
Muchos perecen, la siega pronto se acaba;
los obreros son pocos, la noche se acerca;
Jesús te está llamando, su desafío acepta,
y adornarás tu corona con las almas salvadas.

Mucho para los placeres, poco para Cristo.
Tiempo para el mundo con sus placeres vanos.
        Solo hay tiempo para Cristo, para dar al convicto,
La palabra que falta para hacerle cristiano.
Muchos perecen, oíd, nos están llamando:
"El Salvador presentadnos, ¡Ay! de El habladnos.
Estamos tan cansados, de culpas tan cargados,
que nada hacer podemos para ser aliviados."

"No es tu voluntad que ninguno perezca:
siendo seguidor Tuyo, ¿puedo vivir, acaso,
tranquilo mientras almas se deslizan abajo
perdidas porque su ayuda no les ofrez­co?
        ¡Oh! Maestro, perdóname, inspírame de nuevo;
        quita la mundanalidad, pon en mí el anhelo
        de vivir conforme a lo eterno que no perece.

EL DOMINIO PROPIO

La palabra griega traducida “templanza” en 2ª Pedro 1:6 en la versión inglesa King James tiene un significado mucho más profundo que el que normalmente se le asigna a ese término. Usualmente la palabra “templanza” se aplica a los hábitos de moderación con referencia a comer y beber. No cabe duda de que éste es parte de su significado, pero el sentido en el griego es mucho más amplio. De hecho, la palabra griega empleada por el inspirado apóstol significa propiamente “dominio propio” (como en la versión española Reina-Valera), y transmite la idea de uno que tiene el dominio de sí mismo de forma habitual y que sabe gobernar el yo.
                Ejercer el dominio de uno mismo es, en efecto, una gracia extraordinaria y admirable, la cual comunica su bendita influencia sobre toda la marcha, el carácter y la conducta del individuo. Esta gracia no sólo afecta directamente uno, dos o veinte hábitos egoístas, sino que ejerce su efecto sobre el yo en toda la gama y variedad de ese tan amplio y odioso término. Más de uno que miraría con orgulloso desdén a un glotón o a un borracho, puede él mismo faltar a toda hora de manifestar la gracia del dominio propio. Ciertamente, los excesos en la comida y la bebida deben ser clasificados junto con las formas más viles y degradantes de egoísmo. Deben ser considerados como parte de los frutos más amargos de este árbol tan extendido del yo. El yo, en efecto, es un árbol, y no solamente la rama de un árbol ni el fruto de una rama, y nosotros no sólo debemos juzgar el yo cuando está activo, sino controlarlo para que no actúe.
                Puede que alguno pregunte: « ¿Cómo puedo controlar el yo?» La bendita respuesta es simple: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13). ¿No hemos obtenido la salvación en Cristo? Sí, bendito sea Dios, la hemos obtenido. ¿Y qué incluye esta palabra maravillosa? ¿Es simplemente la liberación de la ira venidera? ¿Es meramente el perdón de nuestros pecados y la seguridad de estar librados del lago que arde con fuego y azufre? Por más preciosos que fueren estos privilegios, la “salvación” abarca mucho más que ello. En una palabra, “salvación” implica una plena aceptación de Cristo con el corazón, como mi “sabiduría” para guiarme fuera de la oscuridad de la insensatez y de los caminos torcidos, hacia los caminos de luz y de paz celestial; como mi “justicia” para justificarme delante de un Dios santo; como mi “santificación” para hacerme prácticamente santo en todos mis caminos; y como mi “redención” para darme liberación final de todo el poder de la muerte, y entrada en los campos eternos de gloria (1.ª Corintios 1:30).
                Por eso, es evidente que el “dominio propio” está incluido en la salvación que tenemos en Cristo. Es el resultado de esa santificación práctica de que nos ha dotado la gracia divina. Debemos guardarnos con cuidado del hábito de tener una visión estrecha de la salvación. Debemos procurar entrar en toda su plenitud. Es una palabra que se extiende desde la eternidad hasta la eternidad y abarca, en su poderoso barrido, todo los detalles prácticos de la vida diaria. No tengo ningún derecho de hablar de salvación de mi alma en el futuro mientras rehúse conocer y manifestar su influencia práctica en mi conducta en el presente. Somos salvos, no sólo de la culpa y la condenación del pecado, sino del poder, la práctica y el amor de él en su plenitud. Estas cosas nunca deben separarse; y ninguno que ha sido divinamente enseñado en cuanto al significado, magnitud y poder de esa palabra preciosa -salvación-, lo hará.
Al presentar ahora a mi lector unas observaciones prácticas sobre el asunto del dominio propio, voy a considerarlo bajo las tres divisiones siguientes, a saber: a) los pensamientos, b) la lengua y c) el temperamento. Doy por sentado que me estoy dirigiendo a personas salvas. Si mi lector no lo fuere, sólo puedo dirigirlo a la única senda verdadera y viviente: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo tú y tu casa” (Hechos 16:31). Pon tu entera confianza en Él y estarás tan seguro como Él mismo lo es. Ahora procederé a tratar el práctico y tan necesario tema del dominio propio.
                En primer lugar, trataremos acerca de nuestros pensamientos y del control que habitualmente debemos ejercer sobre ellos. Supongo que hay pocos cristianos que no han padecido pensamientos perversos: esos intrusos molestos que aparecen en nuestra más profunda intimidad, perturbando continuamente el descanso de nuestra mente, y que tan frecuentemente oscurecen la atmósfera alrededor de nosotros y nos privan de mirar arriba con una vista clara y plena hacia el cielo luminoso. El salmista podía decir, “Los pensamientos vanos aborrezco” (Salmo 119:113). Son verdaderamente aborrecibles y deben ser juzgados, condenados y desechados. Alguien, hablando del asunto de los malos pensamientos, dijo: «Yo no puedo impedir que los pájaros vuelen sobre mí, pero sí puedo evitar que se posen en mí.» Asimismo, no puedo evitar que los malos pensamientos surjan en mi mente, pero sí puedo impedir que se alojen en ella.”
                Pero ¿cómo podemos controlar nuestros pensamientos? No más de lo que podríamos borrar nuestros pecados o crear un mundo. ¿Qué deberíamos hacer? Mirar a Cristo. Éste es el verdadero secreto del dominio propio. Él puede guardarnos, no sólo de que se alojen malos pensamientos, sino también de que los tales surjan en nuestra mente. No podríamos prevenir lo uno ni lo otro. Él puede prevenir ambas cosas. Él puede evitar no sólo que los viles intrusos entren, sino que también golpeen a la puerta. Cuando la vida divina está en su actividad, cuando la corriente de pensamiento y sentimiento espiritual es profunda y rápida, cuando los afectos del corazón están intensamente ocupados con la Persona de Cristo, los vanos pensamientos no vienen a atormentarnos. Sólo cuando nos dejamos invadir por la indolencia espiritual, los malos pensamientos vienen sobre nosotros. Entonces nuestro único recurso es fijar nuestros ojos en Jesús. Podríamos también intentar combatir contra las organizadas huestes del infierno, así como contra una horda de malos pensamientos. Mas nuestro refugio es Cristo. Él ha sido hecho para nosotros “santificación”. Podemos hacer todas las cosas por medio de Él. Sólo tenemos que llevar el nombre de Jesús contra el diluvio de malos pensamientos, y Él dará con toda seguridad una plena e inmediata liberación.
                Sin embargo, el medio más excelente para ser preservado de las sugerencias del mal consiste en estar ocupados con el bien. Cuando la corriente del pensamiento fluye invariablemente hacia arriba, cuando es profundo y perfectamente estable, sin ningún desvío ni lagunas, entonces la imaginación y los sentimientos, que brotan de las profundas fuentes del alma, fluirán naturalmente hacia adelante en el lecho de dicho canal. Éste es indiscutiblemente el camino más excelente. ¡Ojalá que lo probemos en nuestra propia experiencia! “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si alguna alabanza, en esto pensad. Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced; y el Dios de paz será con vosotros” (Filipenses 4:8-9). Cuando el corazón está lleno de Cristo, habiendo incorporado de forma viva todas las cosas enumeradas en el versículo 8, disfrutamos de una paz profunda e imperturbable frente a los malos pensamientos. Éste es el verdadero dominio propio.
                En segundo lugar, podemos pensar en la lengua, ese miembro influyente tan fructífero para el bien como para el mal, el instrumento con el que podemos proferir acentos de dulce y tierna simpatía, o palabras de amargo sarcasmo y de ardiente indignación. ¡Qué importancia enorme tiene la gracia del dominio propio en su aplicación a tal miembro! Graves daños, irreparables con el tiempo, puede causar la lengua en un instante. Palabras por las cuales daríamos el mundo para que fuesen borradas, puede proferir la lengua en un momento de descuido. Oigamos lo que el inspirado apóstol dice sobre este asunto:
                “Porque todos ofendemos en muchas cosas. Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto, que también puede con freno gobernar todo el cuerpo. He aquí nosotros ponemos frenos en las bocas de los caballos para que nos obedezcan, y gobernamos todo su cuerpo. Mirad también las naves: aunque tan grandes, y llevadas de impetuosos vientos, son gobernadas con un muy pequeño timón por donde quisiere el que las gobierna. Así también, la lengua es un miembro pequeño, y se gloría de grandes cosas. ¡He aquí, un pequeño fuego ­cuán grande bosque enciende! Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. Así la lengua está puesta entre nuestros miembros, la cual contamina todo el cuerpo, é inflama la rueda de la creación, y es inflamada del infierno. Porque toda naturaleza de bestias, y de aves, y de serpientes, y de seres de la mar, se doma y es domada de la naturaleza humana: Pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado; llena de veneno mortal.” (Santiago 3:2-8).
                ¿Quién entonces puede controlar la lengua? “Ningún hombre” es capaz de hacerlo, pero Cristo sí puede, y nosotros sólo tenemos que contemplarlo a Él, con simple fe. Esto implica la conciencia tanto de nuestra absoluta impotencia como de Su plena suficiencia. Es absolutamente imposible que seamos capaces de controlar la lengua. Es lo mismo que si intentáramos detener la marea del océano, los ríos de deshielo o el alud de la montaña. ¡Cuántas veces, al sufrir las consecuencias de alguna equivocación de la lengua, hemos resuelto ordenar a ese miembro desobediente algo mejor la próxima vez, pero nuestras resoluciones resultaron ser como el rocío de la mañana que se desvanece, y no tuvimos más remedio que retirarnos y llorar por nuestro deplorable fracaso en el asunto del dominio propio! ¿A qué se debió esto? Simplemente a que nosotros emprendimos esta obra sobre la base de nuestras propias fuerzas o por lo menos sin tener una conciencia suficientemente profunda de nuestra propia debilidad. Ésta es la causa de constantes fracasos. Debemos aferrarnos a Cristo como un niño se aferra a su madre. Esto no significa que el hecho de aferrarnos tenga algún mérito en sí mismo; sin embargo, debemos aferrarnos a Cristo, pues ésta es la única manera en que podemos refrenar la lengua con éxito. Recordemos siempre estas palabras solemnes y escudriñadoras del mismo apóstol Santiago:” Si alguno piensa ser religioso entre vosotros, y no refrena su lengua, sino engañando su corazón, la religión del tal es vana.” (Santiago 1:26). Son éstas palabras saludables para un tiempo como el presente cuando tantas lenguas desobedientes y vanas palabras pululan por doquier. ¡Ojalá que tengamos gracia para prestar oídos a estas palabras! ¡Qué su santa influencia cale hondo en nuestros caminos!
                El tercer punto que vamos a considerar es el temperamento o el carácter, el cual se halla íntimamente relacionado con la lengua y con los pensamientos. Cuando la fuente del pensamiento es espiritual, y la corriente celestial, la lengua es sólo el agente activo para el bien, y el temperamento será calmo y apacible. Si Cristo mora en el corazón por la fe, todo se halla bajo control. Sin Él, nada tiene valor. Yo puedo poseer y manifestar la calma de un Sócrates, y al mismo tiempo ignorar por completo el “dominio propio” de que habla el apóstol Pedro en 2ª Pedro 1:6. Este último se funda en la “fe”; mientras que la calma estoica de los sabios de este mundo se funda sobre el principio de la filosofía: dos cosas totalmente diferentes. No debemos olvidar que se nos dice: “Agregad a vuestra fe, virtud…” Esto pone a la fe primero como el único eslabón que vincula el corazón con Cristo, la fuente viviente de todo poder. Teniendo a Cristo y permaneciendo en Él, somos hechos capaces de agregar a la fe “virtud, conocimiento, dominio propio, paciencia, piedad, afecto fraternal, amor”. Tales son los preciosos frutos que brotan como resultado de permanecer en Cristo. Pero yo no puedo controlar mi temperamento más que mi lengua o mis pensamientos, y si me propusiera hacerlo, con toda seguridad fracasaré a cada instante. Un filósofo sin Cristo puede que manifieste un mayor dominio sobre sí mismo, su carácter y su lengua que un cristiano, si éste no permanece en Cristo. Esto no tendría que ocurrir y no ocurriría si tan sólo el cristiano considerara a Jesús. Sólo cuando falla en este punto, el enemigo gana ventaja. El filósofo sin Cristo tiene un éxito aparente en la obra tan importante del dominio propio, sólo que así puede estar más efectivamente cegado acerca de la realidad de su condición delante de Dios, y ser arrastrado precipitadamente a la perdición eterna. Satanás se deleita cuando hace tropezar y caer a un cristiano, haciendo así que éste halle así una ocasión para blasfemar el nombre precioso de Cristo.
                Lector cristiano, tengamos en cuenta estas cosas. Consideremos a Cristo a fin de que controle nuestros pensamientos, nuestra lengua y nuestro temperamento. Prestemos “toda diligencia”. Sopesemos todo lo que esto involucra. “Porque si en vosotros hay estas cosas, y abundan, no os dejarán estar ociosos, ni estériles en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Mas el que no tiene estas cosas, es ciego, y tiene la vista muy corta, habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados” (2.ª Pedro 1:8-9). Estas palabras son profundamente solemnes. ¡Con qué facilidad caemos en un estado de ceguedad y negligencia espiritual! Ninguna medida de conocimiento, ya de doctrina, ya de la letra de la Escritura, preservará al alma de esta horrible condición. Únicamente “el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo” será de provecho. Y este conocimiento crecerá en el alma “dando toda la diligencia para agregar a nuestra fe” los diversos dones de gracia a los que el apóstol se refiere en el pasaje tan eminentemente práctico que cala hondo en nuestra alma. “Por lo cual, hermanos, procurad tanto más de hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás. Porque de esta manera os será abundantemente administrada la entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (v. 10-11).
Traducido del original en inglés «Things New and Old» Flavio H. Arrué

Teología Propia

Los Nombres de Dios


            Los nombres en las culturas antiguas indicaba mucho del carácter del hombre (dicho sea de paso, esta costumbre se ha perdido en la actualidad). Los indígenas americanos utilizaban este tipo para identificar a  sus congéneres. Podemos encontrar que sus nombres indican hechos o actos heroicos, o situaciones particulares de su carácter. Siguiendo esta analogía, los nombres en la Biblia indican características de la personalidad de un ser, por tanto, el nombre representa a toda la persona. Por ejemplo, Jacob significa suplantador, y vemos que su carácter de suplantador lo notamos en pasajes de su vida (Ex 25:24-26,30-32; 27:1-30; 30:36-43). En David tenemos al hombre amado por Dios, y precisamente significa esto el nombre: Amado.

                Pero si el estado  que originó el nombre cambiaba, su nombre también lo hacía. En las escrituras tenemos ejemplos de estas situaciones. En el antiguo testamento tenemos como Dios cambió el nombre de Abram por el de Abraham (Génesis 17:5). O el caso de Jacob, después de batallar con Dios, cambio por el de Israel, cuyo significado es el que lucha con Dios (Génesis 32:22-32). Otro caso lo encontramos  en el libro de Jueces, en la persona de Gedeón que significa “cortante” o “talador”. Los habitantes de la ciudad exigieron la muerte de Gedeón, pero su padre argumentó que Baal mismo debía defender su causa, si era dios. Gedeón recibió el nombre de Jerobaal: «Que Baal contienda» (Ver Jueces 6: 1-32). O el caso de Noemí (placentera), siendo ella misma quien cambió por su nombre por Mara (Amarga) (Rut 1:20) por todas las penalidades que había pasado. En el nuevo testamento encontramos casos que el mismo Señor Jesucristo cambio su nombre, por ejemplo: Simón  por Pedro. También tenemos el caso de Bernabé (Hijo de consolación) cuyo nombre original era José (Hechos 4:36). O el compañero de Pablo que era conocido como “Justo” pero su nombre era Jesús (Colosenses 4:11).


El Nombre de Dios.
El nombre de Dios lo encontramos Éxodo 3:14, y en hebreo es descrito sólo con 4 consonantes, YHWH, e implica una relación personal, ya que está  recordando cual es su nombre, porque éste ya se conocía desde mucho antes (Gén. 2:4). Pero esta vez, Dios mismo da una explicación de lo que significa su nombre, el que en  nuestra versión Reina Valera se traduce como el “Yo Soy el que Soy”.
                Este nombre habla claramente del de quien es Dios y de quien es.  Habla de su preexistencia, de su auto existencia, de su eternidad e inmutabilidad y de lo incomprensible que es.
            A pesar de todas las investigaciones que han hecho los eruditos, no se ha podido llegar a conocer cual es la pronunciación de este nombre. Ésta se ha perdido en tiempo. Dado que el nombre era tan sagrado, que los realizaban las copias de los libros Sagrados, evitaban pronunciarlo, e incluso tenía un ritual para cada vez que lo escribían, tal llegó la superstición, que cada vez que aparecía el nombre, lo cambiaban por la palabra Adonai.
                Su definición es adquirido a través de su nombre el cual es un verbo singular imperfecto en tercera persona, el cual se traduce “ser” y nos puede revela que Dios es, Dios será, o Dios vive (1 R 18; Isaías 41:26–29, 44:6–20; Jeremías 10:10, 14; Génesis 2:7;). Otra forma de explicar el significado del nombre,  este se trataría de una combinación de las formas de pasado, presente y futuro de la raíz del verbo ser, para indicar la eternidad de la existencia divina. En el Nuevo testamento encontramos la perfecta congruencia de este glorioso nombre. El mismo Señor Jesucristo se presenta con esta descripción ante Juan y podemos inferir que se está presentando con su verdadero nombre. Apocalipsis 1:8 dice: “…el que es y que era y que ha de venir…”.
Adonai
                Este nombre de la Deidad aparece con frecuencia en las Escrituras, y expresa dominio y posesión soberanos; también se aplica al hombre, siendo  usadas en el sentido de señor y esposo. En relación a Dios quiere decir  Amo y Señor majestuoso (Salmo 8; Isaías 40: 3-5, Ezequiel 16:8; Habacuc 3:19; Salmo 68:32; Isaías 6:8-11).
                Este nombre es utilizado más de 300 veces en el Antiguo Testamento, siendo especialmente usadas en Ezequiel, Isaías y Daniel. En Génesis 15:2 en donde se utiliza por primera vez.

Nombres derivados de "EL"

ELOHIM. En sí esta palabra es un plural mayestático, pero  no se refiere a una pluralidad de personas, sino que se refiere a una Unidad compuesta, por eso en nuestras Biblias es traducida como  Dios, en singular. Esta palabra deriva de la palabra “El” (Dios). En algunos textos es traducida en plural según el contexto. En castellano tenemos palabras que expresan la misma idea, por ejemplo, familia. Esta palabra es singular, pero expresa pluralidad porque está compuesta de más de una persona.
                Aparece por primera vez es Génesis 1:1: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”.  Aquí la palabra Elohim en vez de traducirla por Dioses, se traduce por Dios, porque ya vimos que es una unidad compuesta.
                Este nombre no es propio del Dios verdadero, pues en la Biblia se le usa con referencia a los dioses falsos (Sal 95:3), a hombres (Génesis 33:10), a los gobernadores y jueces (Sal 82:6, Jn 10:34) y a los ángeles (Salmos 8:5).
                Otros nombres que encontramos en las Escrituras son: (1)  El Elyon,  El Altísimo (el mas fuerte entre los fuertes, Isaías 14:13-14); (2) El Roi, El fuerte que ve (Génesis 16:13; (3) El Shaddai, El Dios Todo-suficiente, el Todopoderoso (Génesis 17:1-20); (4) El Olam, Dios Sempiterno (Isaías 40:28).

Nombres derivados De "JEHOVA":
                Hemos dicho ya que los nombres de una persona indica cualidades de su ser. Dios también tiene estos nombres, que hablan de lo que Dios hizo por Israel en un determinado momento. Es muy importante que se estudie el pasaje correspondiente para entiendan porque se dio este nombre a Jehová.
                En la Biblia encontramos nombres como los que se detallan a continuación:
(1) Jehová-Jireh, El Señor proveerá (Génesis 22:13-14);
(2) Jehová-Nissi, El Señor es mi bandera o estandarte (Éxodo 17:15);
(3) Jehová-Shalom, El Señor es Paz (Jueces 6:24);
(4) Jehová-Sabbaoth, El Señor de los ejércitos (I Samuel 1:3);
(5) Jehová-Macccadeshcem, El Señor tu santificador. (Éxodo 31:13);
(6) Jehová-Raah, El Señor es mi Pastor (Salmo 23:1);
(7) Jehová-Tsidkenu, El Señor es nuestra Justicia (Jeremías 23:6);
(8) Jehová El Gmolah, El Señor de Recompensa (Jeremías 51:56);
(9) Jehová-Nakeh, El Señor golpea  o Castiga (Ezequiel 7:9);
(9) Jehová-Shammah, El Señor está presente (Ezequiel 48:35);
(10) Jehová-Rapha, El Señor tu sanador (Éxodo 15:26).

Nombre Metafórico de Dios.

                Dios es mencionado en el Antiguo Testamento como Rey, Legislador, Juez, Roca, Fortaleza, Castillo, Libertador y Padre. (Salmos 24:8; Isaías 33:22; Jeremías 25:31; Deuteronomio 32:4; Salmo 18:2; Salmo 144:2; Malaquías 1:6)

En el Nuevo Testamento

                En el nuevo testamento también encontramos nombres que nos hablan de la Deidad. Revisemos algunos de ellos.

Emmanuel: Es transliteración del hebreo y significa “Dios con nosotros”. La palabra se encuentra primero en Isaías (Is. 7:14; cf. 8:8,10); Mateo (1.23) aplica el nombre a Cristo. El nombre implica deidad (“Dios”) y encarnación (“con nosotros”).
 
Jesús. Es el nombre dado al Hijo de Dios en forma humana. Este nombre fue dado por el ángel Gabriel a María y José en distintas oportunidades (Mt.1:21; Lc. 1:31), y que después los padres se lo pusieron (Lc. 2:21). Jesús es la forma griega de Yeshua, que significa “el Señor es mi salvación” o  “la salvación del Señor”.
                Este nombre esta vinculado con la humillación del Señor, de hecho siempre que se menciona este nombre en las cartas, esta relacionado con este hecho. Y cuando se combina con Cristo, así como Jesucristo, habla de la exaltación del Señor, del Señor Glorificado por el Padre.

THEOS.  En el griego del Nuevo Testamento este es el nombre general de Dios, y se corresponde con Elohim (El Elhoim- El Elyon) del hebreo del Antiguo Testamento. Esta palabra, Dios, se deriva de otra; se desconoce su etimología. Cabe agregar que también esta palabra Theos, es usada para designar a los dioses paganos o falsos (Hech. 7:43, 1Corintios 8:5), o a los ídolos. El contexto de cada uso revela si habla del Dios verdadero, Elohim o de un dios falso. (Juan 1:1, 13,18 – Hechos 19:26,37; 28:6)
                La primera vez que se menciona es en Mateo 1:23, Dios con nosotros, refiriéndose a Emanuel Este nombre es aplicado a las tres personas de la Trinidad, pero especialmente a Dios el Padre.

PATER. Este título se corresponde con Jehová del Antiguo Testamento y expresa la relación que tenemos con Dios a través de Cristo. Se aplica a Dios 265 veces y siempre es traducida como Padre; y se identifica  en la relación de Dios con todos los que han experimentado el nuevo nacimiento (Juan 1:12-13), y que, por tanto, son considerados hijos de Dios (Efesios 2.18, 4:6; cf. 2Corintios 6.18, Mateo 5.45, 48).
                Padre, otorga a Dios el concepto de productor de todas las cosas y el creador del hombre. Quiere decir que todo lo que existe es producto o fruto de Dios, porque Él es el Padre, el progenitor; el que ha dado vida.

DESPOTEES (Dueño).  Este título exalta a Dios en Su absoluta soberanía, y es similar a Adonai del antiguo Testamento. Este nombre ocurre solo cinco veces en el Nuevo Testamento; (Lc. 2:29, Hch. 4:24, 2 P. 2:1, Jud. 4; Ap. 6:10).
CRISTOS.  Esta palabra significa el Ungido y es traducida como Cristo. Proviene de chrio “ungir”. Este es el nombre oficial del largamente prometido y largamente esperado Mesías o Salvador. El Nuevo Testamento aplica este título a Jesús de Nazaret exclusivamente.
 
KURIOS.  Esta palabra se encuentra cientos de veces y es traducida como señor, Señor, Amo, Dueño, Propietario. En citas del hebreo frecuentemente es usado como Jehová. Este es un título del Señor Jesús como Dueño, como Señor Soberano (Mateo 20:8) y en ocasiones a dioses falsos (1Corintios 8:5). Pero fundamentalmente se le atribuye a nuestro Señor Jesucristo (Jn 20:28, Hechos 2:36).

THEOSPANTOKRATER. Esta palabra en griego quiere decir Dios Todopoderoso y tiene relación  con la palabra Hebrea Shadai o El Shadai, que tiene el mismo significado.  Es Empleada en 2ª Corintios 6:18; Apocalipsis 1:8; 4:8; 11:7; 15:3; 16: 7, 14. Acentúa el poder de Dios, un consuelo para los cristianos objeto de persecución.
      

Más  Nombres en el Nuevo Testamento

El Dios de Israel (Mateo 15:31); Señor Dios de Israel (Lucas 1:68); Señor Dios (Hechos 3:22);  El Dios de Gloria (Hechos 7:2);  El Dios de Nuestros Padres (Hechos 7:32); El Dios de Abraham, Isaac y Jacob (Hechos 7:32); La Divina Naturaleza (Romanos 1:20); El Creador (Romanos 1:25); Abba/Padre (Romanos 8:15); Padre de Misericordias (2 Corintios 1:3); Dios de Toda Consolación (2 Corintios 1:3); El Dios Vivo (2 Corintios 3:3); El Padre de Gloria (Efesios 1:17); Padre de Nuestro Señor Jesús El Mesías (Colosenses 1:3). El Rey de los Siglos, Inmortal, Invisible (1 Timoteo 1:17); Soberano (1 Timoteo 6:15); La Majestad (Hebreos 1:3);  El Dios Altísimo (Hebreos 7:1); El Padre de los Espíritus (Hebreos 12:9); Un Fuego Consumidor (Hebreos 12:29); Dios de Paz (Hebreos 13:20); El Padre de las Luces (Santiago 1:17); El Dador de Ley y Juez (St. 4:12); Señor de los Ejércitos (Santiago 5:4); La Gloria Majestuosa (2 Pedro 1:17); El Altísimo (Apocalipsis 1:8); El Rey De Las Naciones (Apocalipsis 15:3).

EL LIBRO DEL PROFETA JONAS

Introducción.
El libro de Jonás no contiene profecía propiamente dicho, o más bien tan solo contiene una que no fue cumplida a causa del arrepentimiento de los habitantes de Nínive. Cien años más tarde, otro profeta, Nahúm, volvió a pronunciar el juicio, anteriormente suspendido, de esta gran ciudad, juicio que no fue ejecutado hasta el final de un siglo, aproximadamente. Por lo demás, no es en la sentencia sobre Nínive que se debe buscar la enseñanza principal del libro de Jonás. Lo que nos presenta, desde el principio hasta el fin, es la persona misma del profeta. Esta circunstancia, ligada al hecho notable de que el libro de Jonás nos habla de los cami­nos de Dios EN GRACIA hacia las naciones, le asigna un sitio único entre los profetas del Antiguo Testa­mento. En cuanto a Jonás, que es él mismo la profecía en acción. Es un hombre señal y también hombre tipo. Vemos en él, primero que todo, la imagen de su propio pueblo rechazado, hundido en la angustia, luego sa­liendo resucitado de las profundidades del abismo. Pero no es en sólo eso que se limita su historia. En la per­sona de Jonás, el testigo que se aleja de Dios, el profeta orgulloso, el pueblo culpable, el Residuo arrepentido, pasan sucesivamente y a menudo juntos ante nuestros ojos, atravesando la escena de las naciones; pero ade­más, un personaje misterioso, "uno más grande que Jonás", entra y sale de allí resucitado para la libe­ración del Pueblo de Dios. En fin, como punto culmi­nante de este maravilloso relato, encontramos una re­velación de Dios mismo; aprendemos a conocer Su Providencia, Su santidad, Su justicia en juicio, Su grande paciencia, Su gracia ilimitada, última palabra de todos Sus caminos hacia el hombre, hacia Israel y las naciones.
Lo que acabamos de decir explica nuestra división del tema en siete capítulos titulados: El Testigo — El Profeta — Las Naciones — El Pueblo de Israel — El Residuo — El Cristo — Dios.

Capítulo I: El Testigo.

      Entre el hombre pecador, venido a ser tal por la caída, y el hombre santo, venido a ser tal por la fe en el Salvador y en virtud de la redención, hay una dife­rencia inmensa.
        Adán inocente, y responsable, antes de la caída, de permanecer en la dependencia de Dios, todavía queda responsable después de haber perdido, por la caída, su inocencia y su dependencia, pero como pecador ha adquirido el conocimiento del bien y del mal, es decir una conciencia que le juzga. Esta conciencia le hace inexcusable y le condena. El conoce el bien y el mal, pero ¡ay!, ya no le queda más, como hombre peca­dor y responsable, que la incapacidad absoluta de hacer el bien y la voluntad de hacer el mal.
        Muy otro tal es el creyente, el hombre santo, el testigo de Dios en este mundo. Si bien tiene en él la carne, la naturaleza pecaminosa del primer Adán, por la fe ha recibido una naturaleza nueva, la vida divina, el Espíritu de Dios, poder de esta vida, y la capacidad de hacer el bien y de resistir al mal. Eso le hace, sin duda, doblemente responsable. Su conciencia le advierte del bien y del mal; tiene dos alternativas: obedecer a la dirección del Espíritu Santo y de la vida nueva que posee, u obedecer a la carne que está en él. Si es pues doblemente responsable, también es doblemente in­excusable de pecar, pues que el poder del Espíritu y del nuevo hombre está a su disposición, mil veces superior al de la carne y del viejo hombre.
        Las consecuencias del pecado son diferentes para el hombre pecador que anda en la carne, que para el creyente, si éste anda según la carne, siendo que posee el poder de andar según el Espíritu. El pecador no puede esperar más que la muerte y el juicio; el santo, si peca, encuentra el castigo o la disciplina de Dios que se ejerce para con él, para con todos los creyentes, para que no sean "condenados con el mundo" (1 Cor. 11:32).
        Tal era el caso de Jonás. Era un creyente, un santo; tenía la vida de Dios; estaba en relación con Dios; un testimonio le había sido confiado; pero, colocado ante el mandamiento de Jehová, se deja desviar de él por la voluntad de la carne que es enemistad, en contra de Dios. Aunque es creyente y testigo, no obra mejor que Adán engañado por Satanás; desobedece a un man­damiento formal de Dios. Su caso es, incluso, peor que aquel de Adán inocente, seducido por el diablo, puesto que, por la fe, posee su nueva naturaleza, capaz de escoger el bien y rechazar el mal y la seducción.
        Adán desobedece a Dios y tiene la audacia de dis­culparse de ello (Gén. 3:12); Jonás desobedece a Dios y se atreve a darle el motivo para ello (Jonás 4:2); pero ninguna excusa, ningún motivo son válidos ante Dios para desobedecerle; el motivo de un santo sién­dolo aun mucho menos que aquel del primer Adán; pues que, desde el principio de su vida espiritual, un santo posee la obediencia de fe por la cual es salvo (Romanos 1:5); y desde el primer paso de su carrera es santificado por el Espíritu Santo, para la obediencia de Jesucristo (1 Pedro 1:2), es decir para obedecer como El. Para Jonás como para Adán, la primera con­secuencia de la desobediencia es la misma. Adán huye de la presencia de Dios quien le busca, y se esconde detrás de los árboles del jardín; Jonás se levanta, para huir a Tarsis de ante la faz de Jehová (Cap. 1:3). ¿Cuál de estos actos es peor que el otro? Sin titubeo el segundo, pues que Jonás es un santo que tiene relaciones habituales e íntimas con Dios: huir de su mejor amigo, para sustraerse a la obligación de res­ponder a su deseo, ¡qué ultraje un acto parecido inflige a Aquel que nos ama! Pero, allí donde Adán, donde Jonás fracasaron, un hombre se mantiene y permanece de pie, un hombre que ni siquiera tenía necesidad de un mandamiento positivo para obedecer, aunque guar­daba también todos los mandamientos de su Padre (Juan 15:19), un hombre que prevenía Su voluntad, sin pedírselo Dios. Yo vengo, dice, para hacer tu vo­luntad (Heb. 10:7). Es todavía más que la obedien­cia; es una voluntad que se funde y se absorbe en la voluntad de otro, se identifica con ella, y se alimenta de ella: "Mi comida", dice, "es hacer la voluntad de aquel que me envió, y acabar su obra" (Juan 4: 34).
La segunda consecuencia de la desobediencia de Adán no se hace esperar. De buena o de mala gana, él tiene que parecer, en su desnudez, ante la faz de Aquel de quien huía, y oír pronunciar Su decreto. Este es irrevocable, pero a pesar de todo, la gracia puede remediarlo. Adán comparece delante de Dios antes que la sentencia sea ejecutada, y eso le salva. Encuentra recursos en Dios quien tiene vestidos de justicia para él y su mujer. Jonás, por su huida, atrae sobre sí un castigo infinitamente más penoso que aquel del primer Adán. Es preciso que los hijos de Dios se acuerden de este hecho, que lo pesen y lo mediten. Sigamos pues un instante a este hombre de Dios en su viaje a Tarsis, donde hace unas experiencias harto crueles. Le vemos aquí cuando "pagó pues el pasaje" (Cap. 1:3), cumpliendo con sus deberes para con los hombres, cuan­ do faltó en su primer deber ante Dios. Notemos que el cumplimiento de esos deberes tiene por resultado de au­mentar aún más la distancia que separa a Jonás de Jehová. A menudo es así: se "paga el pasaje", al estar animado por un espíritu de rebeldía; y al cumplir con ciertas obligaciones, se esconde uno a sí mismo una obligación bien superior, la de obedecer a Dios. Uno obedece a deberes de familia y de sociedad, de ciudad y de na­ción, siendo éstos muy respetables por lo demás, uno paga sus deudas, y uno desobedece la orden formal de Dios. Ahora bien, esta orden es de rendirle testi­monio. Jonás era llamado a ser el testimonio de Dios ante el mundo. Un testimonio para Cristo es en efecto lo que Dios busca en medio de un mundo de pecado y de alejamiento de El, de un mundo que corre hacia el juicio. Ese es uno de los puntos importantes del libro de Jonás. El mundo es condenado, pero, antes de la ejecución de la sentencia, Dios quiere que los suyos rindan testimonio a Su justicia, para que se produzca el arrepentimiento en los corazones, y que El pueda obrar en gracia.
        En tiempos remotos había confiado este testimonio a Israel, Su pueblo; éste habiendo desobedecido en ello, Dios lo coloca entre las manos de la iglesia. La iglesia abandona la verdad y viene a ser la cristian­dad apóstata, tema que, además, el Antiguo Testamento no trata. Por fin un residuo judío se vuelve en fiel testigo futuro de Jehová para las naciones, lo que, en el pasado, ni el pueblo, ni sus conductores jamás habían sabido ser. El libro de Jonás nos entretiene sobre este residuo, de manera misteriosa, como lo veremos más tarde.
        Pero volvamos a Jonás, como representando a los santos, testigos de Dios en este mundo. Para que no se consuma su desobediencia en el juicio final, como la de un hombre pecador, hace falta que sea detenido en ese camino que le aleja cada vez más de Dios. La Palabra nos dice: "Pero Jehová envió al mar un viento recio, con lo que se levantó una gran tempestad en el mar; de suerte que la nave estaba a pique de naufragar". Todavía no es más que el principio del cas­tigo de Dios sobre su servidor, pero este castigo inau­gura, como lo veremos más tarde, Sus caminos de gracia hacia las naciones. Ahora bien, durante el temporal, Jonás, acostado en el fondo del navío "dormía profun­damente" (Cap. 1:5).
        A menudo las circunstancias más amenazadoras no alcanzan la conciencia de los hijos de Dios. Ni la tor­menta, ni la angustia de los marineros, impresionan a Jonás. No se da cuenta de que atraviesa personal­mente el juicio de Dios a quien ha ofendido, y no está lleno de temor. Es la indiferencia de una conciencia dormida. Tratándose del hombre pecador y su estado moral, siempre duerme. Hijo de las tinieblas y de la noche, duerme (1 Ts. 5:4, 7); pero, que duerma un Jonás, un hijo de luz, harto más grave es, y el caso ¡ay, cuán frecuente es! Los discípulos dormían ante los sufrimientos de su Salvador en Getsemaní; dor­mían ante su gloria sobre la santa montaña; el discípulo Jonás duerme ante el juicio que cae sobre el mundo, sin decirse que este juicio va destinado a él mismo.
        Muy a menudo, desde que una guerra atroz hace estragos entre las naciones, nos hemos preguntado si los santos se despertarían al pensamiento de que esta tem­pestad les va dirigida muy especialmente en primer lugar a ellos. Sin duda, Dios quien es rico en recursos se sirve, como lo veremos, de una calamidad para al­canzar otros fines y cumplir otros designios, pero no olvidemos que, en el caso de Jonás, el primer propósito era de hablar a la conciencia del siervo de Dios.
        A menudo, para vergüenza y confusión nuestra, es preciso que sea el mundo quien nos despierte: "¿Qué haces aquí, oh dormilón? ¡Levántate y clama a tu Dios, por si acaso piense Dios en nosotros, de modo que no perezcamos!" dice el piloto (Cap. 1:6). Vosotros, servidores de Dios, dice, no pensáis en los que pere­cen; ¿estáis pues entumecidos en vuestro egoísmo? Nosotros, trabajamos, nos esforzamos, sacrificamos nuestro haber; todo nuestro cargamento se hunde en esta tormenta. ¿Qué hacéis vosotros? ¿Oráis vosotros, suplicáis vosotros a vuestro Dios? Nosotros, ¡por lo menos, clamamos cada uno a su Dios! ¿No es verdad que el mundo bien a menudo tiene el derecho de apos­trofar así a los hijos de Dios, porque no han com­prendido que este juicio está sobre ellos?
        Dios busca a Jonás, el testigo, tal como buscaba antes de Adán, el pecador. El "piloto" es la voz de Dios que decía antiguamente a Adán "¿Dónde es­tás?" Pero aquí, primera humillación para Jonás, el mundo es el instrumento por el cual Dios le recuerda que es perdido. Jehová contestó por las suertes que echaron a estos seres ignorantes pero sinceros, sin conocimiento del Dios al cual se dirigen, y El les reveló que Su trato estaba para con Su testigo. Segunda humi­llación para Jonás: él, judío, no recibe ninguna comuni­cación directa de Dios. Mucho más, última humillación, es otra vez el mundo que dice a Jonás: "¿Por qué has he­cho esto?" (Cap. 1:10). Antaño Dios mismo había dicho a Eva: "¿Qué es esto que has hecho?" (Gé. 3:13). ¡El mundo viene a ser ahora el juez de los actos de un testigo de Jehová! ¡Cómo! ¡Confiesas tú mismo que temes "a Jehová, el Dios del cielo, el cual hizo el mar y la tierra seca" (Cap. 1:9), y huías de delante de El!; ¡Locura culpable! ¡La conciencia de esos paganos es más recta, menos dormida, que la de Jonás! Pero por fin se alcanza este último. Jonás reconoce la plena justicia de Dios: "Alzadme y echadme a la mar" (Cap. 1:12). El sabe que merece ser echado al abismo y lo declara. Habrá liberación para vosotros, dice a los marineros, pero yo he merecido perder la vida. Recibe, como Adán, la sentencia de muerte, pero, para Jonás, ésta se ejecuta en el momento mismo. Así va de nosotros. "Soy muerto", "Me tengo por muerto", "Soy crucificado con Cristo". Si, mi juicio es justo y doy testimonio de ello, ¡pero encuentro a Cristo en el fondo de las aguas, identificándose con­migo en el juicio, para librarme!
        Dios interviene, en efecto, y ¿cómo no lo haría? Otro, parecido a Jonás, tomó su sitio en las entrañas del pez. Es allí que, bajo la disciplina y en lo profundo de la aflicción, el testigo culpable vuelve a encontrar la de­pendencia que tan locamente había perdido: Ora (Cap. 2:2). Nunca hubiérase atrevido desobedecer, si, por la oración, hubiese quedado en la dependencia. El aban­dono de la dependencia había perdido el primer Adán; aquí, el testigo de Dios debe volver a aprenderla como cosa completamente nueva. A esta restauración, Dios tan solo puede responder por la liberación. Jonás reconoce que esta bendición es debida únicamente a la gracia de Dios: "¡La salvación pertenece a Jehová!" (Cap. 2:9). Es de ella que habla Eliú en el libro de Job: "Luego éste cantará entre los hombres, y dirá: Yo había pecado, y había pervertido lo recto; pero a mí no me fue recompensado así; antes, él ha redimido mi alma, para que no pasase al hoyo; y mi vida ve ya la luz" (Job 33:27-28). Tal es pues el fruto de la disciplina para el testigo del Señor: Juicio completo de sí mismo, conocimiento más profundo de la gracia. En adelante Jonás ya no huirá más para escapar a Jehová.

La Biblia - Resumen de Sus 66 Libros

Mateo
“Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11:29-30).
           

            El evangelio de Mateo («Regalo de Dios»), primer libro del Nuevo Testamento, está escrito con una perspectiva judía, y conserva una admirable continuidad con el Antiguo Testamento. Presenta al Señor Jesucristo como el largamente esperado Mesías de Israel. Por lo tanto, su genealogía se remonta hasta David y Abraham. Esta genealogía corresponde a la de José y, por consiguiente, establece su derecho oficial al trono.
                Este evangelio es el único libro de la Escritura que utiliza la frase “el reino de los cielos”. Esto nos muestra que, mientras estaban bajo la ley, la autoridad del reino de Dios había sido confiada a los judíos y Jerusalén era la sede de ese reino. Pero debido al completo fracaso de Israel, Dios había revocado esta situación, y su reino tenía entonces su sede en el cielo. Antes había hablado en la tierra entre los judíos, pero ahora hablaba desde el cielo. Esto explica la razón por la cual Mateo se refiere a menudo al reino de Dios como el “reino de los cielos”. Este evangelio marca un cambio notable y completo en los caminos dispensacionales de Dios (pasando de la dispensación de la ley a la de la gracia). Cristo, el verdadero Rey, vino y regresó, de hecho, al cielo.
                En conformidad con lo que precede, comprendemos que Mateo insista sobre una sumisión y obediencia a la soberana autoridad del Señor Jesús —no a la ley, sino a Aquel que está por encima de la ley—. “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí”. Por consiguiente, se pone énfasis en las obras, en las obras de la fe, por supuesto, porque la autoridad (y no la gracia, como en Lucas) es el gran tema de Mateo. Estas lecciones serán provechosas si echan raíz en nuestros corazones.


Marcos
“El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Marcos 10:45).
           

            Marcos da un relato conciso y enérgico del servicio del Señor Jesucristo, presentándolo como el Siervo perfecto de Dios. Su lenguaje es directo y sencillo, y su descripción de los eventos sigue el orden cronológico en que éstos realmente sucedieron. Ninguno de los demás evangelistas sigue este orden, pero cada uno utiliza un orden adecuado para el tema que trata.
                A medida que las escenas pasan rápidamente una tras otra, la humildad y el servicio incansable del Señor Jesús brillan de forma hermosa en este evangelio. Él satisface la necesidad de incontables personas, en el momento y de la manera perfecta. Su muerte, también, corresponde al sacrificio de un siervo perfectamente consagrado a la voluntad de Dios, a fin de responder a las necesidades más profundas de las almas de los hombres.
                Aquí se pone en evidencia el carácter de ofrenda por el pecado de su sacrificio. No solamente el hecho de que llevó nuestros pecados, sino que soportó todo el juicio contra el pecado, la terrible raíz de los pecados, el principio mismo de todo lo que se opone a Dios. El Señor Jesús sirvió a Dios en absoluta consagración hasta aceptar, pavorosa necesidad, el ser abandonado por Dios en aquellas horas de indecibles sufrimientos.
                Notemos que Marcos utiliza frecuentemente las palabras “muy pronto”, “en seguida”, “inmediatamente”, “al instante”, “al momento”, y otras similares (también en la V.M.) que traducen la misma palabra griega (más o menos 40 veces). Bajo este precioso carácter de Siervo, no sólo admiramos al Señor Jesús por su consagración, sino también como ejemplo a seguir por los que son salvos por su gracia.


Lucas
“Él les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y vienen a vuestro corazón estos pensamientos? Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Lucas 24:38-39).
           

            Lucas («una luz») es el único autor gentil conocido de un libro de la Escritura. Aquí Cristo es presentado como el “Hijo del Hombre”, admirable en toda la realidad y la perfección de su humanidad. Respecto de Cristo, encontramos aquí:
a)       su nacimiento, anunciado y descrito,
b)       su crecimiento en sabiduría y estatura,
c)       su accesibilidad por el interés en el bienestar de la humanidad,
d)       su “deseo” de comer con sus discípulos (Lucas 22:15),
e)       sus palabras de perdón en la cruz,
f)        la demostración a sus discípulos de la realidad de su resurrección,
g)       su ascensión corporal al cielo.
                Si bien en Mateo se ve la autoridad, y en Marcos el servicio, en Lucas resplandece la gracia, no sólo para Israel, sino también para con los hombres. Esto lo comprobamos de forma sorprendente en las parábolas y los milagros del Señor Jesús.
                Por consiguiente, esta gracia, que se deleita en bendecir y elevar al alma hasta la presencia de Dios, no puede ser satisfecha con nada menos que la comunión cálida y sin estorbo de los creyentes con su Dios.
                Esto nos recuerda el carácter de la ofrenda del sacrificio de paz de la obra expiatoria del Señor Jesús, rasgo predominante en Lucas. Su obra reúne juntos a Dios y al hombre en paz y concordia. Dios recibe su porción de la comida de la ofrenda, el Sacerdote (Cristo) recibe también la suya, y los que ofrecen también reciben su parte. Todos, por decirlo así, comen juntos.